Ya comenzaba a oscurecer cuando llegamos a la primera población, a la finca «La Providencia». El patrón, don Joaquín García, cabeza de una familia numerosa, nos recibió hospitalario y digno.
Gordon y yo colocamos nuestros sacos de dormir al aire libre debajo del sobretecho. A la mañana siguiente me desperté cuando un cerdo gruñó sobre mi cara.
Después de otro día de viaje en los lomos de nuestras fieles mulas llegamos al poblado mazateca de Ayautla, muy repartido en la ladera de una colina. En el camino me habían deleitado en los matorrales los cálices azules de la enredadera
ipomoea violacea
, la planta madre de las negras semillas de
ololiuqui
. Aquí crece salvajemente, mientras que en nuestros jardines se la conoce sólo como planta de adorno.
En Ayautla nos quedamos varios días. Nos alojábamos en la casa de doña Donata Sosa de García. Doña Donata llevaba la voz cantante en una gran familia, y también se le sometía su enfermizo esposo. Además dirigía las plantaciones de café de la región. En un edificio vecino estaba el sitio de recolección de los granos de café recién cosechados. Era un cuadro bonito ver a las jóvenes indias con sus vestidos claros, adornados con bordados de colores, cuando regresaban al anochecer de la cosecha llevando los sacos de café en la espalda y sujetados con cintas en la frente.
A la noche, a la luz de la vela, doña Donata, que además del mazateca hablaba el castellano, nos contaba de la vida en el pueblo. En cada una de esas chozas, que parecían tan tranquilas, se había desarrollado ya una tragedia. En la casa de al lado, que ahora está vacía, vivía un hombre que había asesinado a su mujer y que ahora cumple cadena perpetua. Un yerno de doña Donata, que tenía una relación con otra mujer, había sido asesinado por celos. El presidente de Ayautla, un joven mestizo hercúleo, ante quien nos habíamos presentado a la mañana, sólo se atreve a andar el corto trecho de su choza a su «oficina» en la casa comunal con techo acanalado en compañía de dos hombres fuertemente armados. Tiene miedo de que lo fusilen, pues exige pagos ilegales.
Gracias a las buenas relaciones de doña Donata obtuvimos de una anciana las primeras muestras de la planta buscada, unas hojas de la Pastora. Pero como faltaban las flores y las raíces, no era todavía un material adecuado para la determinación botánica. Tampoco tuvieron éxito nuestros esfuerzos en averiguar dónde crecía esta planta y cómo se utilizaba en esta región.
Después de dos días de cabalgata, habiendo pernoctado en el pueblecito de montaña San Miguel Huautla, situado a gran altura, llegamos a Río Santiago. Aquí se nos agregó doña Herlinda Martínez Cid, una maestra de Huautla de Jiménez. Había venido a caballo por invitación de Gordon Wasson, quien la conocía de sus expediciones anteriores, para que actuara de intérprete mazateco-castellana. Además podía ayudarnos a iniciar contactos con curanderos y curanderas que utilizaran las hojas de la Pastora, por intermedio de sus numerosos parientes repartidos en esa región. Debido a nuestro retraso en llegar a Río Santiago, doña Herlinda, que conocía los peligros de la zona, había estado preocupada por nosotros y temido que pudiéramos habernos despeñado o haber sido asaltados por ladrones.
Nuestra estación siguiente fue San José Tenango, situado en un valle profundo; un poblado en medio de vegetación tropical, con naranjos, limoneros y platanares. Aquí, de nuevo el típico cuadro de pueblo: en el centro una plaza de mercado con una iglesia semiderruida de la época colonial, dos o tres tabernas, una tienda de ramos generales y cobertizos para caballos y mulas.
En la ladera del monte descubrimos en la densa selva virgen una fuente, cuya hermosa agua fresca invitaba a bañarse en una piscina natural en las rocas. Fue un goce inolvidable, después de tantos días sin poder lavarnos con comodidad. En esta gruta vi por primera vez a un colibrí en medio de la naturaleza, una joya que centelleaba con un azul verdoso metálico y mariposeaba entre las flores de las lianas que formaban el techo de hojas.
Con la ayuda de las relaciones de parentesco de doña Herlinda se produjo el contacto con curanderos, por ejemplo, con don Sabino. Pero éste, por motivos poco claros, se negó a recibirnos para una consulta de las hojas. Una curandera vieja, muy respetable, con un vestido mazateca de una belleza fuera de lo común, quien respondía al nombre de Natividad Rosa, nos regaló todo un ramo de ejemplares en flor de la planta buscada, pero tampoco ella aceptó realizar la ceremonia con las hojas para nosotros. Alegó que estaba demasiado vieja para el esfuerzo del viaje mágico, en el que habría que recorrer largos caminos a determinados sitios: a un manantial en el que las mujeres sabias reúnen sus fuerzas, a un lago en el que cantan los gorriones y en el que las cosas obtienen su nombre. Natividad Rosa tampoco nos reveló dónde había recogido las hojas. Dijo que crecían en un valle boscoso muy, muy lejano; y que, donde quitaba una planta, ponía un grano de café en la tierra, como agradecimiento a los dioses.
Teníamos ahora plantas enteras, con flores y raíces, adecuadas para la determinación botánica. Se trataba evidentemente de un representante de la especie
salvia
, pariente del conocido amaro. Esta planta tiene flores azules coronadas por un casco blanco, ordenadas en una espiga de unos 20 a 30 centímetros de largo y cuyo pedúnculo acaba azul.
Al día siguiente Natividad Rosa nos trajo toda una cesta llena de hojas, por las que se hizo pagar cincuenta pesos. El negocio parecía haberse difundido, pues otras dos mujeres nos trajeron ahora más hojas. Como sabíamos que en la ceremonia se bebe el jugo exprimido de las hojas y que, por tanto, es éste el que debe de contener el principio activo, exprimimos las hojas secas en un mortero y las estrujamos luego sobre un paño. El jugo, diluido con alcohol como conservante, lo colocamos en botellas, para que se lo pudiera analizar más adelante en el laboratorio de Basilea. En esta tarea nos ayudó una niña india, acostumbrada a usar el
metate
o mortero de piedra con el que los indios muelen el maíz desde tiempos inmemoriales.
El día antes de partir, cuando ya habíamos abandonado la esperanza de poder asistir a una ceremonia, pudo establecerse un contacto con una curandera que estaba dispuesta «a servirnos». Un hombre de confianza de la parentela de Herminda, que había promovido este contacto, nos llevó al caer la noche por un sendero secreto a la choza de la curandera, situada más arriba del poblado en la ladera de la montaña. Nadie del pueblo debía vernos o enterarse de que éramos recibidos en esa choza solitaria. Evidentemente se consideraba una tradición punible hacer participar a extraños, a blancos, de los usos y costumbres sagrados. Ese debe de haber sido también el verdadero motivo por el que los demás curanderos se habían negado a permitirnos el acceso a una ceremonia con las hojas de María Pastora.
Durante nuestro ascenso nos acompañaron en la oscuridad unos extraños cantos de pájaros y ladridos de perros por todas partes.
La curandera Consuela García, una mujer de unos cuarenta años, descalza como todas las indias en esta zona, nos hizo entrar recelosa en su choza y en seguida obstruyó la entrada con pesados maderos. Nos mandó acostarnos en las esteras de librillo en el suelo de barro apisonado. Herlinda traducía las instrucciones de Consuela, que sólo hablaba mazateca. En una mesa, en la que además de todo tipo de trastos había también algunas estampas de santos, la curandera encendió una vela. Luego comenzó a maniobrar silenciosa y diligente. De pronto hubo unos ruidos extraños y un traqueteo en el cuarto… ¿Había algún extraño oculto en la choza, cuyas dimensiones y ángulos no podían reconocerse a la luz de la vela? Visiblemente intranquila, Consuela recorrió el recinto con la vela. Pero parecían haber sido únicamente ratas que cometían sus abusos. A continuación la curandera encendió una fuente de copal, una resina parecida al incienso, cuyo aroma pronto llenó todo el ambiente. Luego preparó prolijamente el filtro mágico. Consuela preguntó quiénes de nosotros queríamos beber con ella. Gordon levantó la mano. Yo no podía participar, porque padecía un fuerte malestar estomacal. Me reemplazó mi esposa. La curandera preparó para sí misma seis pares de hojas. El mismo número le asignó a Gordon. Anita recibió tres pares. Igual que con las setas, las dosis siempre se dan de a pares, lo cual debe de tener un significado mágico. Las hojas fueron estrujadas con el
metate
y luego exprimidas a través de un colador fino; el jugo caía en un vaso. Luego se enjuagaron el
metate
y el contenido del colador con agua. Finalmente las copas llenas fueron ahumadas con un gran ceremonial sobre la pila de copal. Consuelo, antes de alcanzarles sus vasos a Anita y a Gordon, les preguntó si creían en la verdad y en el carácter sagrado de la ceremonia. Después que lo hubieron confirmado y bebido solemnemente el filtro muy amargo, se apagó la vela. Acostados en las esteras de librillo, a oscuras, aguardábamos los efectos.
Unos veinte minutos más tarde Anita me susurró que veía extrañas formaciones con un borde claro. También Gordon sentía el efecto de la droga. De la oscuridad resonaba la voz de la curandera, mitad hablando, mitad cantando. Herlinda tradujo al castellano: si creíamos en la santidad de los ritos y en la sangre de Cristo. Después de nuestro «creemos» prosiguió la ceremonia. La curandera encendió la vela, la colocó en el suelo delante del «altar», cantó y rezó oraciones o fórmulas mágicas, colocó la vela nuevamente debajo de las estampas de santos. De nuevo, oscuridad y silencio. Luego comenzó la verdadera consulta. Consuela nos preguntó cuáles eran nuestros deseos. Gordon quiso saber cómo estaba su hija, que poco antes de que él viajara había debido ser internada en una clínica de Nueva York (su hija estaba por tener un niño, pero la internación había sido prematura). Obtuvo la respuesta tranquilizadora de que la madre y el niño se encontraban bien. Nuevos cantos y oraciones y manipulaciones con la vela en el «altar» y en el suelo sobre la pila de sahumerio.
Al terminar la ceremonia, la curandera nos invitó a descansar un rato más en nuestras esteras de librillo. De pronto estalló una tormenta. A través de las rendijas de las paredes de maderos la luz de los relámpagos resplandecía en la oscuridad de la choza, acompañada de pavorosos truenos, mientras un aguacero tropical golpeaba con furia en el techo. Consuelo expresó su preocupación de que no pudiéramos abandonar su choza en la oscuridad, sin ser vistos. Pero la tormenta se calmó antes de la madrugada, y bajamos al valle con la luz de nuestras linternas haciendo el menor ruido posible para llegar a nuestra barraca de chapa ondulada. Los habitantes del poblado no nos notaron, aunque los perros siguieron ladrando por doquier.
La participación en esta ceremonia fue el punto culminante de nuestra expedición. Nos confirmó que los indios utilizaban las hojas de la Pastora con el mismo fin y en el mismo marco ceremonial que el
teonanacatl
, las setas sagradas. Además teníamos ahora las suficientes plantas auténticas no sólo para la determinación botánica, sino también para el planeado análisis químico. El estado de embriaguez que habían experimentado Gordon Wasson y mi esposa con las hojas, había sido poco profundo y de corta duración, pero su carácter era indiscutiblemente alucinógeno.
A la mañana siguiente, después de esta noche llena de aventuras, nos despedimos de San José Tenango. El guía Guadalupe y los muchachos Teodosio y Pedro aparecieron con las mulas delante de nuestra barraca a la hora establecida. Pronto habíamos hecho nuestros paquetes y comido, y luego nuestro grupo comenzó a moverse nuevamente valle arriba a través del paisaje feraz y resplandeciente de sol después del chubasco nocturno. Pasamos por Santiago y llegamos al atardecer a nuestra última estación en el país de los mazatecas, a su pueblo principal Huautla de Jiménez.
Desde aquí habíamos previsto el regreso a Ciudad de Méjico en automóvil. Con una última cena conjunta en la entonces única posada de Huautla, llamada Rosaura, nos despedimos de nuestra escolta india y de las buenas mulas que nos habían llevado tan segura y agradablemente a través de la Sierra Mazateca.
Al día siguiente ofrecimos nuestros respetos a la curandera María Sabina, que se había hecho famosa por las publicaciones de Wasson. Había sido en su choza donde en 1955 Gordon Wasson había probado las setas sagradas en el marco de una ceremonia nocturna, seguramente el primer hombre blanco que lo hacía. Gordon y María Sabina se saludaron cordialmente como viejos amigos. La curandera vivía alejada en la cuesta de la montaña por arriba de Huautla. La casa en la que había tenido lugar la sesión histórica con Gordon Wasson había sido incendiada, probablemente por habitantes enfurecidos o por un colega envidioso porque ella había revelado el secreto del
teonanacatl
a un extraño. En la choza nueva en la que nos encontrábamos ahora reinaba un desorden inimaginable, probablemente igual que el que había habido en su choza anterior. Iban corriendo niños semidesnudos, pollos y cerdos por la casa. La vieja curandera tenía un rostro inteligente y con expresiones sumamente cambiantes. Se notó que le impresionó nuestra afirmación de que habíamos logrado retener el espíritu de las setas en pastillas, y de inmediato se declaró dispuesta a «servirnos» con estas pastillas, es decir, a concedernos una consulta. Combinamos que ésta tendría lugar a la noche siguiente en la casa de doña Herlinda.
En el curso del día di un paseo por Huautla de Jiménez, que se extiende a lo largo de una calle principal en la ladera de la montaña. Luego acompañé a Gordon en su visita al
Instituto Nacional Indigenista
. Esta organización estatal tiene la tarea de estudiar los problemas de la población nativa, es decir, de los indios, y ayudarles a resolverlos. Su director nos informó sobre las dificultades que había en ese momento en el sector de la política del café. El presidente de Huautla quien, en colaboración con el Instituto Nacional Indigenista, había intentado lograr un precio más ventajoso para los productores indios de café mediante la supresión de la intermediación, había sido asesinado en junio de ese año. Su cadáver había sido mutilado.
En nuestro paseo llegamos también a la iglesia catedral, de la que salía canto gregoriano. El anciano padre Aragón, con quien Gordon había hecho amistad en sus estancias anteriores, nos invitó a beber una copa de tequila en la sacristía.