—Tranquila —susurró el muchacho.
—¿Tranquila? —gritó—. ¿Cómo quieres que me…
Un nuevo golpe, en esta ocasión el coletazo de una espantosa criatura. Acto seguido, las paredes traslúcidas del Cubo mostraron a una horda de insectos enormes intentando atravesar los muros mientras la nube de Partículas cimbreaba a su alrededor.
El muchacho imitó la posición de las manos del rey y entonces deslizó sus dedos por la superficie de la Esfera desplazando algunas de sus placas como si las obligara a reconfigurarse. Instantes después, el paisaje empezó a cambiar rápidamente a su alrededor.
Ya no había rastro de monstruos ni de Partículas.
—¿Qué sucede? —preguntó Lan, desconcertada.
A través de las paredes traslúcidas, pudieron comprobar cómo el horizonte se transformaba, de la misma manera que en una ruptura de la Quietud. Sin embargo, a ellos no parecía afectarles lo más mínimo. Seguían suspendidos en el aire, como si se encontraran a salvo en el ojo del huracán.
Las montañas se convirtieron en océanos, los desiertos en volcanes y la tierra agrietada en un enorme prado verde… Ante sus ojos aparecieron vastas extensiones de arena y hielo, de agua y fuego. El cielo también cambiaba a velocidad de vértigo: día, noche, amanecer, atardecer, la aurora boreal.
De súbito, una criatura de cuerpo alargado y color blancuzco se abalanzó sobre ellos con la mandíbula abierta. Había logrado colarse dentro del Cubo antes de elevarse en el aire para transportarlos lejos de allí. Su piel húmeda dejaba al descubierto todo un entramado venenoso que brillaba del color del fuego, muy similar a lo ocurrido con el Secuestrador cuando se encontraba en la Herida. Lan quiso ponerse a salvo, pero el pedestal estaba demasiado alto para saltar; en precario equilibrio y con tan sólo dos cuchillos, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir a una nueva embestida del monstruo. El Errante lo observó impotente: la criatura se enroscaba en la columna que sostenía el podio, trepando para tratar de alcanzarlos.
En el último instante, algo golpeó al animal y lo estampó contra una de las paredes. Era una enorme mano de metal reluciente. La muchacha se asomó y pudo comprobar que la sustancia también había curado al Guardián, que ahora luchaba en el interior del Templo contra aquel temible monstruo.
Mientras tanto, el paisaje seguía cambiando a su alrededor. Les pareció reconocer el desierto lleno de cicatrices, las baldías tierras de Unala completamente devastadas e incluso, a lo lejos, la silueta de Rundaris.
Un mar revuelto.
El monstruo arrancó de cuajo uno de los brazos del Guardián.
Una enorme placa de hielo.
El humanoide mecánico asestó un duro golpe a la criatura, quebrando algunas de sus crestas y provocando que su entramado venoso brillara aún con mayor intensidad.
La niebla lo cubría todo.
Ambos se enzarzaron en una violenta pelea, hasta que el robot alcanzó las mandíbulas de su adversario y las apretó con fuerza, tratando de dominarlo.
Una selva.
La criatura se revolvió furiosa hasta que logró liberarse y asestó su último golpe. El Guardián luchó con valentía, hiriendo de gravedad al monstruo.
Un extenso campo de tierra roja.
Del animal brotó un riachuelo de sangre brillante. Un líquido viscoso plagado de Partículas.
Cuando el Guardián supo que había cumplido su trabajo, se recogió en el suelo y su rostro volvió a perder la expresión.
Día y noche se sucedían tan rápido que parecía que alguien hubiera acelerado el tiempo. Y entonces Lan lo entendió todo… y entró en pánico.
—¡Detente!
El chico no reaccionó, estaba completamente hipnotizado, como si le hubiera afectado la Locura del Horizonte.
—¡Vamos, detente te digo! —insistió Lan.
El Errante se giró extrañado:
—¿Qué ocurre?
—¿Es que no lo ves? ¡Estás provocando la ruptura de la Quietud en todo el planeta!
—¡¿Qué?!
—El paisaje está cambiando para imitar la forma que tú has dado a la Esfera.
—No es posible… —se asustó.
El Errante comprobó de inmediato que Lan estaba en lo cierto y entonces, sin dudarlo un instante, apartó las manos de la Esfera. Como si temiera herir a alguien. No quería ser el responsable de una ruptura, ni de todo el sufrimiento que eso conllevaba.
Silencio.
El Cubo vibró nuevamente. Sus muros volvieron a hacerse sólidos. Descendieron a un nuevo emplazamiento.
—Te… tenías razón —murmuró el muchacho, visiblemente afectado. Al soltar la Esfera, la ruptura se ha detenido.
—Pero… no lo entiendo. Entonces, ¿este lugar sirve para provocar rupturas? Eso… no tiene ningún sentido.
Ambos enmudecieron. No eran capaces de llegar a una conclusión.
—No. No lo tiene —dijo el Secuestrador, con aire abatido.
—Quizás… el rey no pretendía curar el planeta —pensó Lan.
—Entonces, ¿para qué se molestó en construir esta… máquina?
Lan se encogió de hombros. Luego agachó la cabeza y se sentó en uno de los peldaños de la escalera.
—La leyenda dice que querían encontrar una cura, ¿no? Restablecer la Quietud perpetua.
—Así es.
—Bien. Analicemos la situación: la Esfera es una especie de mapa que representa la forma del Linde… Por otro lado, el Cubo, otra forma geométrica exacta, es un mecanismo capaz de desplazar las placas del planeta a voluntad.
—Son artilugios diseñados para fines opuestos —comprendió el Errante—. Uno «lee» la configuración del planeta y el otro la transforma.
—Exacto.
—Lo único que el rey hacía aquí dentro… era devolver al mundo a su estado original tras cada ruptura —entendió al fin el muchacho.
—Forcejeaba con el Linde: lo reconfiguraba.
El Errante se mantuvo pensativo y murmuró:
—Así… las rupturas sucedían, pero todo permanecía igual.
Lan apoyó la cabeza sobre sus rodillas, claramente decepcionada.
—Con el tiempo —siguió cavilando el muchacho— las rupturas se hicieron cada vez más violentas y descubrieron que de nada servía batirse en duelo con el planeta. Y se… se… se rindieron —concluyó finalmente, claramente abatido.
—Tiene sentido —admitió Lan, apesadumbrada—. Tal y como narra la leyenda, «el rey se encerró en el mapa», pero no en la Esfera, que es demasiado pequeña, sino en el Cubo. Otra especie de mapa. Una máquina gigante diseñada por sus maestros para reconfigurar el planeta. —Encajó por fin las piezas—. Pero… por mucho que se esforzaran, de nada servía. Tan sólo era una solución transitoria, no detenía las rupturas.
El muchacho bufó preocupado y se masajeó las sienes.
—¿Y qué podemos hacer nosotros?
—Qué decepción —dijo Lan—. Este lugar ni siquiera es una cura, en realidad es… todo lo contrario. Nos desplaza de un lugar a otro; provoca rupturas.
Entonces, el muchacho tuvo una idea.
—Un momento. ¡Tú lo has dicho!
—¿El qué?
—El Cubo nos desplaza de un lugar a otro.
—Sí, ¿y qué? —se interesó Lan.
—¿Es que no lo entiendes? Podemos reconfigurar el planeta. ¡Podemos llevarlo hasta el interior de la Herida!
Lan se mostró desconcertada.
—¿Y de qué serviría eso? Sigue sin ser una cura —razonó.
—Vamos, Lan, abre los ojos. ¡Ya disponemos de una cura! Nosotros tenemos algo de lo que nuestros antepasados carecían. Esa sustancia puede…
La muchacha había descartado de inmediato esa opción, ya que, aunque los viales estuvieran intactos, no tendrían cantidad suficiente para abarcar la Herida.
—La hemos perdido —lo interrumpió.
—¿Has visto lo que ha hecho con el mapa? ¡Lo ha reparado! —dijo el muchacho, emocionado—. ¿Y con este lugar?
—Sí, sí… lo entiendo —trató de calmarlo—. Los ha «curado». ¿Y qué?
—Este lugar se ha ido deteriorando con el paso del tiempo y los
zimbalos
han aprovechado los recovecos de su superficie para llenarlos con sus excrementos.
Lan recordó el día en que vistieron aquellas robustas corazas y fueron a buscar sustratos.
—Por lo tanto, ahora una buena parte del templo está construido con lo que mi padre llama multiplicadores de vida —explicó el muchacho—. Por ese motivo, unas pocas gotas de esa sustancia han bastado para reparar todo el Cubo.
—Quieres decir que…
—Lan —se dirigió a la salviana, mirándola fijamente a los ojos—, observa a tu alrededor.
La muchacha levantó la cabeza y descubrió perpleja que la sustancia no dejaba de multiplicarse. Las paredes ahora estaban recubiertas por aquel líquido viscoso y el suelo, completamente encharcado, emitía una suave luz azul. El Cubo se estaba llenando lentamente y llegaría un momento en que rebosaría por su orificio superior.
—No es posible —murmuró.
El joven, que se había levantado para contemplar la Esfera en el centro del pedestal, tomó una decisión:
—Voy a volver a activar el Cubo.
—¿Es que estás loco?
—No. Una locura sería quedarnos aquí sin hacer nada. Lo voy a… lo voy a llevar hasta la Herida.
Lan enmudeció. En ese momento, se percató de que aquella aventura no tendría un final feliz.
—No podemos hacerlo —dijo ella, levantándose bruscamente para mirarlo de frente.
—Claro que sí —respondió el muchacho—. Tenemos la cura y podemos desplazarnos rápidamente hasta el centro de la Herida. No necesitamos nada más, ¡debemos intentarlo!
—Pero, una vez allí… ¡Está todo contaminado! ¿Es que no lo entiendes? No sobreviviríamos —dijo al fin.
El chico borró repentinamente su expresión alegre y le dijo:
—No… —musitó.
Lan permaneció en silencio y lo miró con preocupación.
—No… Lan —dijo cabizbajo—, no sobreviviríamos. Por eso… iré yo solo.
La muchacha abrió los ojos como platos. ¿Qué demonios estaba insinuando?
—No puedo permitir que… tú… —rechazó la idea de la muchacha—. ¡De eso, ni hablar! Tiene que haber otra solución. Estoy segura de que la encontraremos. Tan sólo tenemos que…
—Compréndelo, Lan.
—He dicho que no —insistió.
—Es la única forma de…
—No voy a dejar que te hagas el héroe otra vez —lo interrumpió enfadada, temiendo perderlo para siempre.
Y, de improviso, el chico la tocó.
Ella se quedó de piedra. El joven le apartó con delicadeza el mechón que le tapaba los ojos. Sintió un intenso hormigueo eléctrico recorriendo su rostro. La mano del Errante se deslizó suavemente por su mejilla, acariciándola, mientras Lan seguía inmóvil, presa de la confusión. El muchacho la miraba fijamente con su semblante sereno, más seguro de sí mismo que nunca. ¿Qué es lo que pretendía?
—Perdóname —le susurró al oído el Errante.
Acto seguido… la besó.
No tenía otra opción. Besarla quizá la dejaría inconsciente, pero no la mataría. Sin embargo, si le permitía seguir hablando sabía que la muchacha encontraría la forma de impedirle que lo hiciera.
Con ese beso amargo, en realidad esperaba salvarle la vida.
Lan sintió el dulce veneno de la muerte recorrer sus labios. El beso de un Errante dolía como mil agujas ardientes, pero había deseado durante tanto tiempo sentir el contacto con su piel que fue capaz de ignorar toda sensación para aislar únicamente el placer de aquel delicioso beso. Su primer y último beso. Lan le rodeó el cuello con los brazos y el chico la aprisionó contra su pecho. Por un instante, sus corazones se sincronizaron y latieron al unísono, como si fueran un solo ser; libre, más allá de toda prohibición o regla. La abrazó aún con más fuerza. Lan recordó la estrella que se había dibujado en la mano para pasar desapercibida en el campamento de los Caminantes y que se había borrado bajo la lluvia de Rundaris. Ahora, deseaba que no hubiese sido una estrella falsa, sino haber nacido Errante a pesar de tener que acarrear con una maldición de por vida… sólo para que aquel beso no terminase nunca.
De pronto, la muchacha notó cómo se le contraían todos los músculos de su cuerpo y creyó que los huesos se le iban a deshacer. Los párpados ahora le pesaban como si fueran de acero y su mente se nubló por completo. Sabía que el Errante no la iba a matar, pero lo odiaba por librarse de ella de esa manera. Un fugaz calambre se adueñó de sus extremidades y finalmente cayó desfallecida.
El chico se asustó. La cogió en brazos y bajó las escaleras tan rápido como fue capaz para sacarla de allí. La sustancia se había multiplicado tan deprisa que ahora le cubría hasta la cintura.
De pronto, el Secuestrador sintió algo extraño, como si estuviera perdiendo las fuerzas. ¿Qué le ocurría? Tenía que seguir avanzando, debía ponerla a salvo. Observó a su alrededor, la sustancia había empezado a treparle por todo el cuerpo y estaba apagando las Partículas que vivían en su interior.
El Errante maldijo su suerte. Instantes antes de morir, había encontrado la cura para su maldición. Esa sustancia tal vez podría convertirlo en lo que siempre había deseado, ¡en un humano normal y corriente! Capaz de abrazar a sus semejantes sin ponerlos en peligro. Pero no podía pensar en ello. No debía hacerlo. Ya estaba decidido.
Sacó a Lan al exterior y la tendió en el suelo con delicadeza, rogando al cielo que aún siguiera viva. Después, se arrodilló y contempló su rostro por última vez.
La muchacha abrió los ojos lentamente.
—No… lo hagas, por favor —musitó Lan, con un hilo de voz.
El chico se puso en pie y la miró con ternura. Sentía como si alguien le estuviera apretando con fuerza el corazón y que en cualquier momento éste pudiera detenerse. No lo aguantó más, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia su destino.
«Secuestrador», recordó la muchacha. Aún necesitaba un nombre. No podía marcharse sin uno.
Lan hizo acopio de todas sus fuerzas y finalmente murmuró:
—Ca… lan.
El Errante se detuvo a unos pasos de la entrada y volteó la cabeza para escucharla de nuevo.
—Calan… ése es tu… nombre —dijo con esfuerzo.
El chico sonrió complacido. Conocía la leyenda de esas dos estrellas. Calan, «protector de Lan». No existía nombre más hermoso. Al chico se le humedecieron los ojos.
—Gra… gracias —dijo con voz temblorosa.
Luego respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, el Errante decidió que llevaría con orgullo aquel nombre hasta el momento de su muerte,
Lan respiraba con dificultad, su rostro estaba bañado de lágrimas. No podía dejarle marchar. Luchó con todas sus fuerzas por mantenerse consciente, pero su cuerpo no respondía. Observó alejarse al muchacho y entonces todo dejó de tener sentido.