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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (25 page)

—Pues claro. Ya tengo la primera estrofa. En mi romance la sirena se sacrifica por el príncipe, cambia su cola de pez en hermosas piernas, pero a cambio pierde la voz. El príncipe la traiciona, la abandona y entonces ella muere de pena, se transforma en espuma del mar con los primeros rayos del sol...

—¿Quién puede creer tamaña tontería?

—No importa —resopló Jaskier—. Un romance no se escribe para que se crea en él. Se escribe para conmover con él. Pero para qué voy a hablar contigo, si no tienes ni idea. Mejor dime, ¿cuánto te pagó Agloval?

—No me ha pagado nada. Afirmó que no he sido capaz de realizar mi tarea. Que esperaba algo distinto, y que él paga por el resultado y no por los buenos deseos.

Jaskier meneó la cabeza, se quitó el gorrillo y miró al brujo con una mueca de tristeza en los labios.

—¿Esto quiere decir que seguimos sin dinero?

—Eso parece.

Jaskier hizo una mueca todavía más triste.

—Todo es por mi culpa —suspiró—. Todo es culpa mía. Geralt, ¿estás enfadado conmigo?

No, el brujo no estaba enfadado con Jaskier. En absoluto.

Lo que les había pasado era por culpa de Jaskier, no había duda. Nadie sino Jaskier había insistido en que se fueran a la fiesta de los Cuatro Arces. Organizar fiestas, había aclarado el poeta, satisfacía profundas y naturales necesidades de las personas. De cuando en cuando, afirmó el bardo, el ser humano ha de encontrarse con otras personas en un lugar donde se pueda reír y cantar, comer brochetas y pollos asados hasta reventar, beber cerveza, escuchar música y apretar durante el baile las sudorosas protuberancias de las mozas. Si cada persona quisiera satisfacer tales necesidades en detalle, intermitente y desorganizadamente, aclaraba el poeta, se formaría un desorden indescriptible. Por eso se habían inventado las fiestas y festines. Y dado que existían las fiestas y festines, había por tanto que acudir a ellas.

Geralt no porfió, aunque en la lista de sus propias, naturales y profundas necesidades, la participación en fiestas ocupaba un lugar muy, pero que muy bajo. Sin embargo aceptó acompañar a Jaskier, contando también que en tal multitud de gentes podría informarse sobre alguna posible tarea o trabajo: desde hacía tiempo no había trabajado para nadie y sus reservas monetarias se reducían peligrosamente.

El brujo no estaba enfadado con Jaskier por la pendencia con los Forestales. Tampoco él estaba falto de culpa: podría haber intervenido y haber sujetado al bardo. No lo hizo porque tampoco él soportaba a los famosos Guardianes de Despoblados, llamados Forestales, formación de voluntarios que se ocupaba de combatir a los inhumanos. Él también se había irritado al escuchar cómo se vanagloriaban de haber atravesado con flechas, desollado o colgado a elfos, borovikis y rariesposas. En cambio Jaskier, quien viajando con el brujo había cobrado convencimiento de su impunidad, se había salido de sus casillas. Los Guardianes al principio no habían reaccionado a sus burlas, provocaciones y obscenas sugerencias, las cuales habían provocado un huracán de risas entre los aldeanos que observaban el suceso. Sin embargo, cuando Jaskier cantó un puerco e insultante cuplé compuesto a vuelapluma, que terminaba con las palabras «si no vales para nada, los Forestales te llaman», comenzó el redropelo y una tumultuosa y generalizada pelea. El sotechado que servía como sala de baile acabó convertido en humo. Intervino una cuadrilla del comes Budadios, llamado el Calvillo, en cuyos dominios estaba Cuatro Arces. A los Forestales, a Jaskier y a Geralt se los reconoció como culpables conjuntos de todos los destrozos y crímenes, incluyendo en ellos la seducción de cierta mudita pelirroja y menor de edad, a la que después de todo aquel suceso se encontró entre los matojos más allá de las ruinas, completamente colorada, con una sonrisa de tonta, y con las enaguas subidas hasta los sobacos. Por suerte, el comes Calvillo conocía a Jaskier, por lo que todo terminó en el pago de una multa, que, sin embargo, se tragó todo el dinero que tenían. Tuvieron también que salir huyendo de Cuatro Arces porque los Forestales, que habían sido expulsados de la aldea, amenazaron con vengarse y su cuadrilla al completo, que contaba con más de cuarenta mozos, se encontraba cazando náyades en los bosques vecinos. Geralt no tenía la más mínima intención de probar el gusto de una flecha de los Forestales: las flechas de los Forestales tenían dientes de sierra como arpones y dejaban unas cicatrices terribles.

Tuvieron entonces que abandonar su plan primigenio, que consistía en un viaje a unas aldeas al borde de los despoblados donde el brujo tenía alguna que otra perspectiva de trabajo. En vez de ello huyeron hacia el mar, hacia Bremervoord. Por desgracia, excepto el lío amoroso con previsibles pocas posibilidades de éxito del príncipe Agloval y la sirena Sh'eenaz, el brujo no había encontrado trabajo. Ya se habían fusilado el sello de oro de Geralt y el broche de alexandritas que el trovador había recibido hacía tiempo como recuerdo de alguna de sus incontables novias. Lo tenían negro. Pero no, el brujo no estaba enfadado con Jaskier.

—No, Jaskier —dijo—. No estoy enfadado contigo.

Jaskier no le creyó, lo que se veía por el hecho de que guardó silencio. Jaskier raras veces guardaba silencio. Palmoteó al caballo en el cuello, por ni se sabe qué vez rebuscó en las alforjas. Geralt sabía que no iba a encontrar allí nada que pudiera convertir en dinero. La brisa traía de la posada cercana un olor a comida que resultaba insoportable.

—¿Maestro? —gritó alguien—. ¡Eh, maestro!

—Decidme.

Geralt se dio la vuelta. Del carro de dos ruedas tirado por un par de onagros que se había parado a su lado salió con grandes trabajos un hombre gallardo y barrigón, que llevaba unas botas de fieltro y pesado capote de piel de lobo.

—Eee... esto —tartamudeó el barrigudo al acercarse—. No a vos llamaba, señor... Sino al maestro Jaskier...

—Hele aquí —se enderezó el poeta con orgullo, colocándose el gorrillo con la pluma de garza—. ¿En qué se os puede servir, buen hombre?

—Mis respetos —dijo el tripudo—. Soy Teleri Drouhard, tratante de especias, Mayor del gremio local. Un mi hijo, Gaspard, se acaba de comprometer con Dalia, la hija de Mestvin, capitán de carabelas.

—Ja —dijo Jaskier, manteniendo una seriedad altiva—. Os felicito y mis parabienes para los novios. No sé, sin embargo, en qué pueda seros útil. A no ser que se trate del derecho de prima nocte. Eso no lo rechazo nunca.

—¿Eh? No, no es eso... O sea, el festín y el banquete de compromiso esta noche serán. La mía mujer, en cuanto que se corrió la voz, que vos, maestro, hasta Bremervoord llegado habíais, a darme se puso la varila... Mujer que es. Cucha, Teleri, va y dice, les vamos a enseñar a todos que no somos unos gualtrapas como ellos, que sabemos preciar el arte y la curtura. Que si montamos un bodorrio, es un bodorrio espiritual, y no pa que sólo se trague y se degüelva. Y yo a ella, mujer tonta, le digo, pos si no ves que ya he contratado otro bardo, ¿es que no te sobra? Y ella, que uno es poco, qué leches, el maestro Jaskier, que eso si que es fama, los vecinos se van a comer las uñas. ¿Maestro? Hacernos este honor... Veinticinco taleros tengo preparados, como símbolo, ha de entenderse... Pues eso, para apoyar el arte...

—¿Acaso me fallan los oídos? —preguntó Jaskier prolongando las palabras—. ¿Que yo tengo que hacer de segundo bardo? ¿Complemento para algún otro músico? ¿Yo? ¡Aún no he caído tan bajo, honorable señor, como para tener que acompañar a nadie!

Drouhard enrojeció.

—Perdonarme, maestro —tartamudeó—. No era mi intención... Pero la parienta... Perdonar... Hacernos el honor...

—Jaskier —susurró bajito Geralt—. No seas orgulloso. Necesitamos esos durillos.

—¡No me des lecciones! —se enfadó el poeta—. ¿Que yo soy orgulloso? ¿Yo? ¡Miradlo! ¿Y qué decir de ti que un día no y otro también rechazas proposiciones bien rentables? Hirikkas no matas porque están en peligro de extinción, peleones tampoco porque no son perjudiciales, nocheadoras menos porque son graciosas, dragones no, porque el código lo prohibe. ¡Yo, imagínate, también me respeto! ¡También tengo mi código!

—Jaskier, te lo pido, hazlo por mí. Un pequeño sacrificio, hombre, nada más. Te prometo que no le voy a poner peros a la próxima tarea que salga. Vamos, Jaskier...

El trovador miró al suelo, se rascó la barbilla, que estaba cubierta de una pelusa clara y blanda. Drouhard, abriendo los morros, se acercó.

—Maestro... Hacernos ese honor. La mía mujer no me perdonará si no sus llevo. Va... Que sean treinta.

—Treinta y cinco —dijo Jaskier con dureza.

Geralt sonrió, respiró con esperanza el aroma de la comida que le llegaba de la venta.

—De acuerdo, maestro, de acuerdo —dijo rápidamente Teleri Drouhart, tan rápido que estaba claro que habría dado cuarenta si hubiera hecho falta—. Y enhora... La mi casa es, si vuesas mercedes quieren apoltronarse y descansar, vuestra casa. Y vos, señor... ¿cómo sus llaman?

—Geralt de Rivia.

—Y vos, señor, se entiende, también estáis invitado. Comer algo, beber...

—Por supuesto, con gusto —dijo Jaskier—. Mostradnos el camino, querido señor Drouhart. Y así, entre nosotros, ese segundo bardo, ¿quién es?

—La noble señora Essi Daven.

III

Geralt frotó otra vez con las mangas los remaches plateados de su jubón y la hebilla del cinturón, se pasó los dedos por los cabellos sujetos con una cinta y se limpió las botas pasando la caña de una sobre la otra.

—¿Jaskier?

—¿Sí? —El bardo acarició la pluma de garza prendida en el sombrerillo, se arregló y se tensó el jubón. Ambos habían ocupado medio día en limpiar las ropas y llevarlas a un cierto estado de orden—. ¿Qué, Geralt?

—Intenta comportarte de modo que nos expulsen después del banquete y no antes.

—Estás de broma —contrapuso el poeta—. Tú eres el que tiene que cuidar de sus modales. ¿Nos vamos?

—Nos vamos. ¿Escuchas? Alguien está cantando. Una mujer.

—¿Ahora te das cuenta? Es Essi Daven, llamada Ojazos. ¿Qué, nunca te encontraste con una mujer trovadora? Cierto, había olvidado que tú evitas los lugares donde florece el arte. Ojazos es una dotada poeta y cantante, aunque no carente de defectos, entre los cuales la desvergüenza, por lo que oigo, no es el menor. Lo que está cantando justo ahora es un romance mío. Por ello va a tener que oír unas cuantas palabritas, y tales que los ojos se le van a anegar.

—Jaskier, ten piedad. Nos echarán.

—No te metas. Esto son asuntos de trabajo. Entremos.

—¿Jaskier?

—¿Eh?

—¿Por qué Ojazos?

—Ya lo verás.

El banquete se celebraba en un gran almacén del que habían sacado los barriles de arenques y aceite de hígado de bacalao. El olor había sido desterrado —no del todo— a base de colgar donde les había parecido ramos de muérdago y brezo decorados con tintillas de colores. Aquí y allí, como mandaba la costumbre, colgaban también ristras de ajos que tenían la misión de espantar a los vampiros. Las mesas y los bancos, pegados a las paredes, estaban cubiertos de tela blanca, en un rincón se había improvisado un gran hogar con un espetón. Estaba todo repleto pero no había mucho ruido. Más de medio centenar de personas de los más diversos estados y profesiones, y también el novio lleno de granos y la novia de nariz respingona que no hacía más que mirarle, escuchaban concentrados y en silencio un sonoro y melodioso romance cantado por una muchacha en un modesto vestido azul cielo, que estaba sentada en una plataforma con el laúd apoyado en el regazo. La muchacha no podía tener más de dieciocho años y era muy delgada. Sus cabellos, largos y con volumen, eran del color del oro oscuro. En el preciso momento en el que entraron terminó la muchacha su canción, agradeció los sonoros aplausos con una inclinación de cabeza, se le agitaron los cabellos.

—Bienvenido, maestro, bienvenido. —Drouhart, vestido de fiesta, se acercó a ellos presto, los atrajo al centro del almacén—. Y bienvenido vos, don Gerardo... Muy honrado... Sí... Permitirme... ¡Distinguidas damas y caballeros! He aquí a nuestro güesped de honor que un honor nos hace y nos honra... El maestro Jaskier, famoso cantaor y haceversos... poeta, quiero decir, que nos honra un honor... Honorémosle entonces...

Estallaron los gritos y los aplausos en el momento justo pues parecía que Drouhard se iba a ahogar de tanta honra. Jaskier, rojo de orgullo, adoptó un gesto de altivez y se inclinó rígidamente, luego saludó con la mano a las muchachas que estaban sentadas en un largo banco como gallinas en la percha de un gallinero, escoltadas por una vieja dueña. Las muchachas estaban muy tiesas, dando la impresión de que las habían pegado al banco con cola de carpintero u otro aglutinante del mismo efecto. Todas sin excepción descansaban la mano sobre las rodillas muy apretadas y tenían la boca medio abierta.

—Y enhora —gritó Drouhard—, ¡hale, a por la cerveza, compadres, a llenar el buche! ¡Haced la merced, haced la merced! Mi casa es...

La muchacha del vestido azul se abrió camino por entre la multitud que, como ola marina, se estrelló contra la mesa donde estaba la comida.

—Hola, Jaskier —dijo.

Geralt pensaba que la frase «ojos como estrellas» era banal y gastada, sobre todo desde que comenzó a viajar con Jaskier y hubo de sufrir la costumbre que el trovador tenía de lanzar este cumplido a diestro y siniestro, para colmo casi siempre inmerecidamente. Sin embargo, en lo que se refería a Essi Daven, incluso alguien tan poco dado a la poesía como el brujo había de reconocer lo acertado de su apodo. En una carita simpática y agradable, pero sin nada que la distinguiese, ardía un enorme, hermoso, centelleante ojo azul oscuro del que era imposible desviar la mirada. El segundo ojo de Essi Daven estaba la mayor parte del tiempo escondido tras un rizo de oro que le caía por la mejilla. A intervalos, Essi lo retiraba con un movimiento de cabeza o con un soplido y entonces podía verse que el segundo ojo de Ojazos no se quedaba atrás con respecto al primero.

—Hola, Ojazos —dijo Jaskier, frunciendo el ceño—. Bonito romance has cantado hace un momento. Has mejorado bastante tu repertorio. Siempre he dicho que si no se sabe escribir versos, hay que tomar prestados los ajenos. ¿Has tomado muchos?

—Unos cuantos —contestó inmediatamente Essi Daven y sonrió, mostrando sus blancos dientes—. Dos o tres. Quería más, pero no pude. Unas tonterías tremendas, y las melodías, aunque graciosas y sin pretensiones en su simpleza, por no decir primitivismo, no es lo que espera mi público. ¿Has escrito algo nuevo, Jaskier? Creo que no lo he oído.

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