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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino

 

El esperado regreso de Geralt de Rivia con nuevas aventuras. La vida de un brujo cazador de monstruos no es fácil. Tan pronto puede uno tener que meterse hasta el cuello en un estercolero para eliminar a la bestia carroñera que amenaza la ciudad, intentado no atrapar una infección incurable, como se puede encontrar unido a la cacería de uno de los últimos dragones, en la que la cuestión no es si los cazadores conseguirán matar a la pobre bestia, sino qué pasará cuando tengan que repartirse el botín. Magos, príncipes, estarostas, voievodas, druidas, vexlings, dríadas, juglares y criaturas de todo pelaje pueblan esta tierra, enzarzados en conflictos de supervivencia, codicia y amor, y entre ellos avanza, solitario, el brujo Geralt de Rivia.

Andrzej Sapkowski

La espada del destino

La saga de Geralt de Rivia - Libro II

ePUB v2.3

ikero
04.07.12

Las fronteras de lo posible
I

—No va a salir de ahí, os digo —habló el caracañado, moviendo la cabeza con convicción—. Una hora y cuarto hace que se metió dentro. Se lo han cargao.

Los burgueses, apiñados entre las ruinas, guardaban silencio, la vista clavada en un negro agujero abierto entre los escombros que era la entrada arruinada a un subterráneo. Un gordo vestido con un jubón amarillo pasó el peso de una pierna a la otra, carraspeó, se quitó un arrugado birrete de la cabeza.

—Esperemos aún —dijo, limpiándose el sudor de unas cejas ralas.

—¿A qué? —resopló el caracañado—. Allá en las mazmorras vive un basilisco, ¿lo olvidasteis, alcalde? Quien ahí entra, ése la palmó. ¿Acaso han muerto pocos ahí dentro? ¿A qué esperar, entonces?

—Así lo habíamos acordado, ¿no? —murmuró inseguro el gordo.

—Con un vivo lo acordasteis, alcalde —dijo el compañero del caracañado, un gigante que llevaba un delantal de carnicero hecho de cuero—. Y que está muerto es tan seguro como que hay sol en el cielo. Era de prever que a su ruina caminaba, como tantos otros antes. Pues hasta sin espejo se metió allá, sólo con la espada. Y que sin un espejo no se puede cargar uno a un basilisco lo saben hasta los crios.

—Sos ahorrasteis unas perras, alcalde —añadió el caracañado—. Pues no hay a quién pagar por el basilisco. Iros tranquilo a casa. Y el caballo y los haberes del hechicero ya los tomaremos nosotros; pena da de dejar que se echen a perder.

—Así es —dijo el carnicero—. Buena es la jaca, y las albardas no están poco llenas. Vamos a echar el ojo dentro, a ver qué hay.

—Pero ¡bueno! ¿Qué es esto?

—Callad, alcalde, y no sos metáis, porque todavía sos lleváis un soplamocos —le advirtió el de los granos.

—Buena jaca —repitió el carnicero.

—Deja ese caballo en paz, querido.

El carnicero se dio la vuelta despacio, en dirección al forastero que había entrado por un agujero en el muro y que venía detrás de la gente que estaba congregada alrededor de la entrada a los calabozos.

El forastero tenía unos cabellos castaños rizados y muy poblados, llevaba una túnica marrón sobre un caftán forrado de guata, botas altas de montar. Y no portaba arma alguna.

—Aléjate del caballo —repitió, con una sonrisa malvada—. ¿Cómo es eso? Caballo ajeno, albardas ajenas, propiedad de otro. ¿Y tú pones en ella tus ojos legañosos, diriges hacia ella tu asquerosa zarpa? ¿Es eso honrado?

El caracañado deslizó poco a poco la mano por el seno del gabán, miró al carnicero. El carnicero le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, luego un ademán al grupo, del que salieron otros dos mozos, fuertes, con el pelo corto. Ambos llevaban en la mano unos palos como los que se usan en los mataderos para entontecer a las bestias.

—¿Y quién hais de ser vos —preguntó el caracañado sin sacar la mano de debajo del seno— para decirnos lo que es honrado y lo que no?

—Eso no es asunto tuyo, querido.

—Armas no lleváis.

—Cierto. —El forastero sonrió aún más perversamente—. No llevo.

—Mala cosa. —El caracañado sacó la mano del seno junto con un largo cuchillo—. Muy mala cosa es que no llevéis.

El carnicero sacó también una hoja, larga como un cuchillo de monte. Los otros dos dieron un paso al frente al tiempo que levantaban los palos.

—No tengo que llevarlas —dijo el forastero sin moverse del sitio—. Mis armas andan conmigo.

Desde detrás de las ruinas acudieron dos jóvenes muchachas que caminaban con paso ligero, seguro. En un segundo la turba se abrió, retrocedió, se hizo más dispersa.

Las muchachas sonreían, brillaban sus dientes y relucían sus ojos, desde cuyos rabillos corrían hasta las orejas las amplias bandas azules de un tatuaje. Los músculos de los poderosos muslos, visibles bajo las pieles de lince que les rodeaban las caderas, y los de los brazos, desnudos y redondos por encima de unos guantes de malla de acero, resaltaban juguetones. Desde detrás de los hombros, también cubiertos de cota de malla, sobresalían las empuñaduras de sendos sables.

Lenta, muy lentamente, el caracañado dobló la rodilla, dejó el cuchillo en el suelo.

Del agujero en las ruinas surgió el sonido del estruendo de piedra contra piedra, un crujido, y luego unas manos salieron de las tinieblas y se aferraron a los mellados bordes del muro. Después de las manos aparecieron poco a poco una cabeza de blancos cabellos regados con polvo de ladrillos, una cara muy pálida, la empuñadura de una espada que sobresalía por detrás de los hombros. La multitud comenzó a murmurar.

El peloblanco se irguió y sacó del agujero una extraña forma, un raro cuerpecillo que estaba cubierto de polvo mezclado con sangre. Tirando del ser por una larga cola de salamandra, lo arrojó sin decir una palabra a los pies del gordo alcalde. El alcalde dio un salto atrás, se tropezó con un fragmento de muro, miró el torcido pico de pájaro, las alas membranosas, las garras en forma de hoz, las patas cubiertas de escamas. Vio el pescuezo hinchado, que alguna vez fue de color carmín y ahora de un rojo sucio. Vio los ojos hundidos y vidriosos.

—Aquí está el basilisco —dijo el peloblanco, limpiándose el polvo de los pantalones—. Como acordamos. Mis doscientos lintares, si no os importa. Lintares de los buenos, no muy recortados. Los revisaré, os aviso.

El alcalde, con las manos temblorosas, extrajo un saquete. El peloblanco miró a su alrededor, detuvo un momento la vista sobre el caracañado, vio el cuchillo que yacía junto a sus pies. Miró al hombre de la túnica marrón, a las muchachas de las pieles de lince.

—Como de costumbre —dijo, mientras arrancaba la bolsa de las manos nerviosas del alcalde—. Me juego el cuello por vosotros a cambio de cuatro perras y, mientras tanto, me quitáis mis cosas. Nunca vais a cambiar, maldita sea.

—No las tocamos —murmuró el carnicero, retrocediendo. Los de los palos hacía tiempo ya que se habían escondido entre la gente—. No las tocamos, las cosas vuestras, señor.

—Me alegro. —El peloblanco sonrió. A la vista de esta sonrisa, que floreció en el pálido rostro como una herida que se abre, la muchedumbre comenzó a dispersarse rápidamente—. Y por ello, paisano, tampoco a ti te va a tocar nadie. Te irás en paz. Pero te irás a toda prisa.

El caracañado, de espaldas, también quiso irse. Los granos en su rostro repentinamente pálido se marcaban dándole un feo aspecto.

—Eh, espera —le dijo el hombre de la túnica marrón—. Te has olvidado de algo.

—¿De qué... señor?

—Has alzado un cuchillo contra mí.

La más alta de las muchachas, que estaba de pie con las piernas muy abiertas, giró sobre sus caderas. El sable, que había sacado no se sabía cuándo, relampagueó con violencia en el aire. La cabeza del caracañado voló hacia arriba, describiendo un arco, cayó al agujero del calabozo. El cuerpo rodó rígido y pesado, como un tronco recién cortado, entre cascotes de ladrillos. La multitud gritó con una sola voz. La segunda de las muchachas, con la mano en la empuñadura, se volvió con agilidad, cubriendo las espaldas. Innecesariamente. La muchedumbre, tropezándose y cayendo sobre los escombros, desapareció en dirección a la ciudad lo más deprisa que le permitían sus pies. En la cabecera, dando unos saltos impresionantes, iba el alcalde, sólo un par de brazas por delante del gigantesco carnicero.

—Un hermoso golpe —comentó el peloblanco con frialdad, mientras se protegía los ojos del sol con la mano enguantada en negro—. Un hermoso golpe de un sable zerrikano. Me inclino ante la maestría y la belleza de unas guerreras libres. Soy Geralt de Rivia.

—Y yo soy Borch, llamado Tres Grajos. —El desconocido de la túnica marrón señaló un desteñido escudo en la parte delantera de su ropa que mostraba a tres pájaros color sable puestos en fila en el centro de un campo de oro de una sola pieza—. Y éstas son mis muchachas, Tea y Vea. Así las llamo, porque con sus nombres verdaderos se puede uno morder la lengua. Las dos, como has adivinado, son zerrikanas.

—Por lo que parece, gracias a ellas tengo todavía caballo y haberes. Gracias, guerreras. Os lo agradezco también a vos, señor Borch.

—Tres Grajos. Y guárdate lo de señor. ¿Algo te retiene en este villorrio, Geralt de Rivia?

—Antes al contrario.

—Perfecto. Tengo una proposición: no lejos de aquí, en la encrucijada junto al camino del puerto fluvial, hay una venta. Se llama El Dragón Pensativo. Su cocina no tiene par en todo el país. Me dirijo justamente allí con la idea de comer y pasar la noche. Sería un honor si quisieras hacerme compañía.

—Borch —el peloblanco se alejó del caballo, miró al desconocido a los ojos—, quisiera que las cosas estuvieran claras entre nosotros. Soy brujo.

—Lo había imaginado. Y lo has dicho en el tono de quien dice «tengo lepra».

—Hay quienes prefieren la compañía de un leproso a la de un brujo —dijo Geralt despacio.

—Y hay quienes prefieren tal compañía a la de las muchachas. En fin, sólo puedo compadecerlos, a los unos y a los otros. Renuevo mi propuesta.

Geralt se quitó el guante, apretó la mano que le tendían.

—Acepto, y me alegro de que nos hayamos conocido.

—En marcha entonces, o me moriré de hambre.

II

El ventero limpió con un trapo la áspera mesa, se inclinó y sonrió. Le faltaban las dos paletas.

—Sííí... —Tres Grajos contempló por un instante el techo cubierto de hollín y las arañas que lo recorrían—. En primer lugar... En primer lugar, cerveza. Para no tener que venir dos veces, un barrilete entero. Y para acompañar... ¿Qué nos propones para acompañar, querido?

—¿Queso? —se arriesgó el ventero.

—No. —Borch frunció el ceño—. El queso será el postre. Con la cerveza queremos algo ácido y picante.

—Muy bien. —El ventero adoptó una sonrisa aún más amplia. Las dos paletas no eran los únicos dientes que le faltaban—. Angulas al ajillo en aceite y vinagre o pimientos verdes rellenos en escabeche.

—Estupendo. Una cosa y la otra. Y luego sopa, aquella que ya comí aquí una vez y en la que nadaban diversos moluscos, peces y otros bichos deliciosos.

—¿Sopa de almadiero?

—Exacto. Y luego asado de cordero con cebolla. Y luego sesenta cangrejos. Echa tanto hinojo en la olla como quepa. Y luego queso de oveja y ensalada. Y luego ya veremos.

—Muy bien. ¿Para todos, cuatro veces, quiero decir?

La zerrikana más alta negó con la cabeza, señaló significativamente al talle envuelto en una ajustada camisa de lino.

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