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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (102 page)

BOOK: La corona de hierba
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Hubo más debate, desde luego. No es que Sila esperase que su propuesta fuese aceptada sin objeciones. Pero incluso entre los prestamistas del Senado, la oposición fue tibia, pues todos consideraban que mejor era recaudar algún dinero que no cobrar nada, y Sila tampoco había intentado abolir radicalmente el interés.

—Efectuemos una votación —dijo Sila, cuando consideró que ya habían discutido bastante, para evitar mayores pérdidas de tiempo.

Ganó la votación por amplia mayoría y la Cámara preparó un
senatus
consultum
recomendando las dos nuevas leyes de Sila a la Asamblea del pueblo, un ente al que el cónsul podía presentárselas en persona, aunque fuese patricio.

El pretor Lucio Licinio Murena, hombre más famoso por su negocio de anguilas de cultivo que por sus actividades políticas, propuso, a continuación, que la Cámara considerase el regreso de los desterrados por la comisión variana dirigida en su momento por Quinto Vario.

—¡Henos aquí concediendo la ciudadanía a media Italia, mientras hombres condenados por ser partidarios de la emancipación siguen despojados de la ciudadanía! —exclamó Murena con énfasis—. ¡Ya es hora de que vuelvan al país, pues son precisamente los romanos que necesitamos!

Publio Sulpicio se levantó enérgicamente del banco de tribunos y se situó ante la silla del cónsul.

—¿Puedo hablar, Lucio Cornelio?

—Adelante, Publio Sulpicio.

—Yo era muy amigo de Marco Livio Druso, aunque nunca me gustó lo de la emancipación para los itálicos. No obstante, deploré el modo de actuar de Vario con su tribunal. Hemos de preguntarnos cuántos de los procesados fueron víctimas suyas por el simple hecho de que los detestaba. Pero persiste el hecho de que el tribunal se creó legalmente y actuó con procedimientos acordes con la ley. En este momento, ese tribunal sigue funcionando, aunque de forma totalmente opuesta. Es el único tribunal abierto. Por consiguiente debemos colegir que es un organismo legalmente constituido y sus fallos tienen vigencia. En consecuencia, yo quiero informar a esta Cámara de que si se pretende hacer regresar a cualquier persona sentenciada por la comisión variana, me opondré con mi veto —dijo Sulpicio.

—Y yo —terció Publio Antistio.

—Siéntate, Lucio Licinio Murena —dijo Sila afable.

Murena se sentó, abatido, y poco después el Senado concluía su primera sesión ordinaria bajo la presidencia del cónsul Sila.

Cuando Sila abandonaba la Cámara, Pompeyo Estrabón le salió al paso.

—Quisiera decirte algo en privado, Lucio Cornelio.

—Por supuesto —contestó Sila cordial, decidido a prolongar la conversación, pues había visto a Mario al acecho y no podía eludirle sin una buena excusa.

—En cuanto hayas arreglado los asuntos financieros de Roma a tu entera satisfacción —dijo Pompeyo Estrabón con su voz neutra pero amenazante—, supongo que abordarás la cuestión del mando en la guerra.

—Sí, Cneo Pompeyo, espero abordarlo —contestó llanamente Sila—. Imagino que lo legal habría sido tratarlo ayer en la Cámara cuando se ratificaron todos los gobernadores provinciales, pero, como habrás comprendido por mi discurso de hoy, considero este conflicto una guerra civil y preferiría discutir lo del mando en una sesión normal.

—Ah, sí, claro, comprendo tu punto de vista —contestó Pompeyo Estrabón, no en el tono de alguien avergonzado por lo burdo de la pregunta, sino como quien admite no tener idea del protocolo.

—¿Y entonces? —añadió Sila muy cortés, viendo con el rabillo del ojo que Mario se alejaba en compañía del pequeño César, que debía estar esperándole afuera.

—Si incluyo las tropas que Publio Sulpicio trajo de la Galia itálica el año antepasado y las tropas que trajo Sexto Julio de Africa, tengo diez legiones —contestó Pompeyo Estrabón—. Y estoy seguro que comprenderás, porque te has visto en iguales circunstancias, Lucio Cornelio, que la mayoría de las legiones hace un año que no cobran.

—¡Me doy perfecta cuenta de lo que quieres decir, Cneo Pompeyo! —replicó Sila con triste sonrisa.

—Bien, hasta cierto punto, Lucio Cornelio, la deuda está cancelada porque la tropa se quedó con todo lo que había en Asculum Picentum, desde muebles hasta monedas de bronce. Ropa, chucherías femeninas, menudencias e incluso las lámparas priápicas. Se quedaron contentos, igual que en otras ocasiones, con que les entregara el botín que había. Menudencias. Pero suficiente para soldados rasos. Bueno, así ha quedado cancelada parte de la deuda. Pero la otra parte me afecta personalmente —añadió tras una pausa.

—¿Ah, sí?

—Cuatro de las legiones son mías. Se reclutaron entre los colonos de mis fincas del norte de Picenum y de Umbría sur, y todos los soldados son clientes míos, por lo que no esperan que Roma les pague nada. Se contentan con lo que hayan podido pillar.

—¡Continúa! —le instó Sila, alerta.

—Bien —añadió Pompeyo Estrabón pensativo, frotándose la barbilla con su manaza derecha—, estoy bastante satisfecho tal como están las cosas, aunque algunas tendrán que cambiar al no ser yo cónsul.

—¿Cuáles, Cneo Pompeyo?

—Para empezar, necesito un
imperium
proconsular y la confirmación del mando en el norte. — La mano que rascaba la barbilla describió un amplio círculo—. El resto para ti, Lucio Cornelio. Yo no quiero nada más. Sólo mi rinconcito de nuestro querido mundo romano. Picenum y Umbría.

—¿A cambio de lo cual no enviarás al Tesoro la factura de las soldadas de cuatro de esas diez legiones y reducirás la de las otras seis?

—Eres muy listo en todos los aspectos, Lucio Cornelio.

—¡Trato hecho, Cneo Pompeyo! —dijo Sila tendiéndole la mano—. Daría Picenum y Umbría al mismísimo Saturnino si con ello Roma no tuviera que pagar los sueldos de diez legiones.

—¡Oh, no, a Saturnino no, aunque su familia procediera de Picenum! Yo me ocuparé de ello mejor que él.

—Estoy seguro, Cneo Pompeyo.

Así, cuando en la Cámara se planteó el asunto del reparto de los puestos de mando para concluir las operaciones de la guerra contra los itálicos, Pompeyo Estrabón obtuvo lo que quería sin oposición por parte del cónsul con la corona de hierba ni de nadie, porque Sila había estado presionando sin parar. Aunque Pompeyo Estrabón no era muy afín a Sila —carecía de sutileza o sofisticación—, se sabía que era tan peligroso como un oso acorralado y tan cruel como un déspota oriental; los relatos de su actuación en Asculum Picentum habían llegado a Roma a través de un medio tan nuevo como inopinado; un
contubernalis
de dieciocho años llamado Marco Tulio Cicerón había escrito un resumen de la misma en una carta a uno de sus dos preceptores vivos, Quinto Mucio Escévola, y Escévola lo había contado todo, aunque su locuacidad se debía más a las cualidades literarias de la carta que al comportamiento vil y monstruoso de Pompeyo Estrabón.

«Humillante!», fue el juicio de Escévola sobre la carta, y «¿Qué cabe esperar de semejante carnicero?» su opinión sobre las acciones de Pompeyo Estrabón.

Aunque Sila retuvo el mando supremo en los frentes sur y centro, el mando real del sur fue para Metelo Pío el Meneítos; Cayo Cosconio había sufrido una herida, que se le infectó, y estaba retirado del servicio activo. El lugarteniente del Meneitos era Mamerco Emilio Lépido Liviano, que se había suavizado y se había hecho elegir cuestor. Como Publio Gabinio había muerto y su hermano menor Aulo era demasiado joven para darle un mando de responsabilidad, Lucania fue para Cneo Papirio Carbón, decisión juzgada excelente por casi todos.

En medio del debate —que cobró más animación por
domina
r el sentimiento de que Roma prácticamente había ganado la guerra— murió Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo. Lo cual significó que hubo que suspender las sesiones de Curia y
Comitia
y encontrar dinero para un funeral oficial para quien, en el momento de su muerte, tenía muchas más riquezas que el erario estatal. Sila presidió la elección del sucesor con cierto resentimiento, pues al asumir la silla curul había asumido igualmente la mayor parte de responsabilidad en los problemas financieros de Roma y le dolía gastar una buena cantidad de dinero en quien no lo necesitaba. Además, antes de Ahenobarbo no había habido necesidad de gastar en la elección, porque él era un tribuno de la plebe convertido en sumo pontífice en virtud de la
lex Domitia de sacerdotis
, una ley que modificaba el método de nombrar sacerdotes y augures según una designación interna por el de hacerlo con arreglo a una elección externa. Quinto Mucio Escévola —que ya era sacerdote— fue el nuevo pontífice, con lo que el puesto sacerdotal de Ahenobarbo fue para un nuevo miembro del colegio de pontífices, Quinto Cecilio Metelo Pío el Meneitos. Al menos en aquel aspecto, pensó Sila, se hacía cierta justicia, ya que al morir Metelo el Meneitos padre, su puesto sacerdotal se había atribuido por votación al joven Cayo Aurelio Cota, elocuente ejemplo de cómo la elección para un cargo podía acabar con el derecho familiar al mismo, que siempre había sido hereditario.

Una vez concluidas las exequias, se reanudó la actividad del Senado y los
Comitia
. Pompeyo Estrabón pidió —y obtuvo— como legados a Poplicola y Bruto Damasipo, aunque su otro legado, Cneo Octavio Ruso, anunció que se consideraba más capaz para servir a Roma en Roma, afirmación que todos interpretaron como señal de que se presentaría a las elecciones consulares a final de año. Cinna y Cornutus siguieron al frente de las operaciones en tierras de los marsos y Servio Sulpicio Galba quedó al mando de los combates contra los marrucini, los vestinos y los pelignos.

—A fin de cuentas es una buena selección —comentó Sila a su colega consular Quinto Pompeyo Rufo.

Era en ocasión de una cena familiar en la mansión de Pompeyo Rufo para celebrar que Cornelia Sila se hallaba otra vez encinta. La noticia no había causado en Sila tanta alegría como en Elia y los Pompeyos Rufos, pero se resignó a cumplir sus tareas familiares, como ver a su nieta, que, según su otro abuelo, su colega consular, era la niña más preciosa del mundo.

Pompeya, con cinco meses, era efectivamente preciosa, tuvo que admitir Sila. Tenía un abundante pelo rojo rizado, cejas y pestañas morenas tan largas y tan espesas que parecían abanicos, y unos enormes ojos verdeoscuros. Su tez era de color crema y su boquita de un rojo capullo, y cuando sonreía se le formaban hoyuelos en las rosadas mejillas. Aunque Sila dijo no entender de niños, Pompeya le parecía una niña soñolienta y estúpida que sólo se animaba cuando ante su nariz agitaban un objeto brillante. Un presagio, pensó Sila, conteniendo la risa.

Su hija era feliz, eso era evidente, y en un aspecto distante era algo que complacía a Sila, que no la quería, pero sí que era proclive a cierto afecto cuando ella no le molestaba. En su rostro, a veces vislumbraba cierto aire a su hermano muerto, un gesto al alzar la vista, y entonces recordaba que el muchacho la había querido mucho. ¡Qué injusta era la vida! ¿Por qué había tenido que ser Cornelia Sila, una muchacha inútil, la que había vivido plenamente sana, y el hijo el que había muerto tan prematuramente? Tendría que haber sido al revés. En un mundo como debía ser, el paterfamílias habría debido tener la posibilidad de elegir.

No pensaba nunca en sus dos hijos germanos, engendrados cuando había vivido en una tribu bárbara, y nunca anhelaba verlos ni pensaba en ellos como sustitutos del queridísimo hijo muerto habido con Julilla. No eran romanos y la madre era bárbara. Siempre volvía el hijo a su memoria; un vacío imposible de llenar. Y allí, ante sus ojos, tenía a la hija que habría dado a la muerte sin ningún remordimiento de haber podido recuperar a su querido retoño.

—Qué maravilla que todo haya salido tan bien —le dijo Elia cuando regresaban a casa, sin escolta de criados.

Como sus pensamientos giraban aún en torno a las injusticias de la vida, que le había arrebatado al hijo dejándole una hija inservible, el comentario de la pobre Elia no pudo ser más inoportuno.

—¡Considérate divorciada desde ahora mismo! —replicó él con toda saña.

—¡Oh, Lucio Cornelio —exclamó ella, deteniéndose de golpe, estupefacta—, piénsalo, te lo ruego!

—Búscate otra casa; a la mía no vuelvas —replicó él, encaminando sus pasos al Foro y dejándola sola en medio del clivus Victoriae.

Cuando se hubo recuperado lo bastante de la impresión para poder pensar, también ella dio media vuelta, pero no para ir al Foro, sino a casa de Quinto Pompeyo Rufo.

—¿Puedo ver a mi hija, por favor? —dijo al esclavo que hacía de portero y que la miraba perplejo. Escasos momentos antes había franqueado la salida a una mujer preciosa y muy contenta y ahora volvía con aspecto de estar a punto de morir, de lo pálida y afligida que se la veía.

Cuando le preguntó si quería ver al amo, ella le respondió que prefería pasar a la sala de estar de Cornelia Sila para hablar con ella a solas sin molestar a nadie.

—¿Qué sucede, madre? —inquirió Cornelia Sila, muy tranquila, nada más entrar; pero se paró en seco al verle la cara, para volver a preguntárselo en tono muy distinto—. ¿Qué sucede, madre? ¿Qué es lo que sucede?

—Se ha divorciado de mí —contestó Elia con un hilo de voz—. Me ha dicho que no vuelva a su casa, y no me he atrevido a volver. Lo ha dicho en serio.

—Pero, madre… ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Ahora mismo, en la calle.

Cornelia Sila se dejó caer abrumada para sentarse al lado de su madrastra, la única madre que había tenido, al margen de un débil recuerdo de una debilucha quejumbrosa, más preocupada por la copa de vino que por los hijos. Sí, había vivido casi dos años con la abuela Marcia, pero la abuela Marcia no había querido hacer otra vez el papel de madre y a los niños los había cuidado con aspereza y sin amor. Por eso cuando Elia había ido a vivir a la casa, tanto el pequeño Sila como ella, Cornelia, la habían acogido con los brazos abiertos, dándole el cariño de madre.

Cogiendo la mano fría de Elia, Cornelia Sila pensó en la mentalidad de su padre, sus temibles arrebatos y cambios de humor, la violencia con que brotaban en él, cual lava de un volcán, y la frialdad con que negaba toda esperanza o posibilidad al corazón humano.

—¡Es un monstruo! —dijo entre dientes.

—No —replicó Elia con desgana—, es un hombre que nunca es feliz. No sabe quién es ni lo que quiere. O quizá lo sepa, pero no se atreve a serlo y conseguir eso que quiere. Sabía que acabaría divorciándose de mí, aunque yo creía que me lo advertiría… por un cambio en su modo de ser o ¡algo! Fíjate, mentalmente había acabado conmigo desde un principio. Por eso, al ver que transcurrían los años, comencé a tener cierta esperanza… Bueno, es igual. Al fin y al cabo ha durado más de lo que yo esperaba.

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