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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Bélico

Kolonie Waldner 555 (3 page)

Una vez allí, no sólo demostró sus excepcionales aptitudes en el trabajo, sino que antes de un año cambió a un nuevo trabajo en una compañía de aceros, mejor remunerado y de más nivel ya que se convirtió en directivo del conglomerado AEG (Allgemeine Elektrizitäts Gesellschaft), en Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais. Recordaba que fue en esa época, 1927, cuando se casó con Ilse a la que ya conocía en Alemania y que aceptó ir a Brasil con él. Pero la historia seguía su propio curso para Helmut y eso iba a ayudarle.

La Revolución en Brasil de 1930 fue un golpe de estado liderado por los estados de Minas Gerais y Río Grande do Sul, que culminó derrocando al presidente paulista Washington Luís el 25 de octubre de 1930. En 1929 los líderes del estado de San Pablo rompieron sus alianzas con los mineros representados por la política del
«café com leite»
, y eligieron al paulista Júlio Prestes como candidato a la presidencia de la República. El Presidente de Minas Gerais, Antônio Carlos Ribeiro de Andrada reaccionó apoyando la candidatura opositora de Getúlio Vargas.

El 3 de noviembre de 1930 tras liderar una revolución armada, Getúlio Vargas asumió la jefatura del gobierno provisional, siendo la fecha que marca el fin de la denominada
«República Velha»
. El gobierno, impuesto por la Revolución de 1930, adoptó y aplicó en Brasil las primeras formas de legislación social y de estímulo al desarrollo industrial. Tanto los sindicatos brasileños, como las grandes empresas estatales, y otras estructuras modernas del Estado y de la sociedad brasileña tienen su origen en las reformas realizadas durante este período. Getúlio Vargas, un auténico superviviente, sobrevivió a la Guerra Civil de 1932 y a la revuelta comunista de 1935 y tiene en su haber una frase que le define como político oportunista: «Nunca he tenido un amigo que no haya podido convertirse en enemigo, ni un enemigo que no pudiera convertirse en amigo».

Este período convulso hizo que Helmut, su mujer y su hijo se trasladasen a Río de Janeiro ya que había sido nombrado ingeniero en jefe de las oficinas centrales de AEG para toda Sudamérica. Más tarde, en 1931, aceptó el reto de montar una filial en Joinville en el estado de Santa Catarina, al sur de Brasil. Todas estas posiciones laborales le permitieron conocer a los grandes industriales del país e incluso de otros países de la zona. Su excelente trabajo también hizo que los directivos de la AEG en Berlín se fijasen en él, hasta el punto que en 1936 le nombraron director de operaciones de las diferentes compañías del grupo en Sudamérica. Su vida civil era todo un éxito, pero siempre conservó un recuerdo vivo e intenso de su vida militar. Siempre creyó que nunca había dejado de ser un soldado y por ello se sentía muy feliz del destino que había tomado Alemania de la mano de Hitler y de la recuperación económica y social de su patria. Alemania volvía a ser alguien en el mundo, tras el nefasto e injusto Tratado de Versalles. En 1938 y durante unas vacaciones con su familia en Austria y Alemania, pasaron varios días en Berlín donde recibió una visita que iba a cambiar muchas cosas en su vida.

Aquella mañana el hotel Adlon en la Pariser Platz, frente a la Puerta de Branderburgo, era un auténtico hervidero de turistas y hombres de negocios que se movían por sus salas con curiosidad y energía. Helmut estaba alojado en el hotel con su familia, tras regresar de su ciudad natal Lübeck, y visitar también Viena y las montañas del valle de Stubai en el Tirol austríaco. Berlín era el centro del mundo en aquel momento y la familia Langert se sentía muy a gusto con los cambios que había introducido el
führer
en todo el país. Alemania volvía a ser orgullosa y fuerte. El pequeño Sepp jugaba con el submarino U-29 que le habían comprado sus padres en Viena en la juguetería Sport-Spiel Mülhauser en la Kärntnerstrasse, 28. Siempre buscaba un estanque y por la mañana, tras bañarse, había jugado con él en la bañera de la habitación. Helmut estaba muy orgulloso del pequeño y parecía que le gustaba la mecánica y saber cómo funcionaban las cosas. Presagiaba un gran futuro para su hijo.

Alguien llamó a la puerta en aquel momento. Un botones permanecía en posición de firmes cuando Helmut abrió la puerta.

—Señor Langert, tengo un aviso para usted. —El joven extendió un pequeño sobre que entregó a Helmut. Tras despedirse formalmente, se giró y desapareció por el pasillo. Helmut miró el sobre con la puerta todavía abierta. Su nombre aparecía en el mismo, escrito con una caligrafía limpia, pero sin más datos externos. Lo abrió y dentro había un cartón tipo tarjeta de visita, algo más grande. En el lateral superior izquierdo aparecía un nombre impreso: Johann Siegfried Becker. Luego, escrito a mano decía: «Le espero en la recepción del Hotel Adlon». Helmut se giró hacia su esposa que en aquel momento llegó hasta donde él estaba y miró con curiosidad el cartón-tarjeta.

—No sé quién es, pero puede ser importante. Quizá trabajo, recuerda que la empresa Junkers ha mostrado interés por mi trabajo en Brasil. —Helmut era un ejecutivo valorado, cuya trayectoria era seguida y conocida por otras empresas. —Muy bien, pero no te demores. Recuerda que le hemos prometido a Sepp ir al zoo en Tiergarten. Y además quiero pasear con vosotros por allí. ¡Es tan diferente a la jungla tropical! —Helmut pensó que Ilse tenía razón. Los bosques que habían visto durante el viaje eran absolutamente diferentes a lo que veían cada día en Brasil pero que cada cosa tenía su sitio. Helmut pensaba que todos tenían su encanto especial y lo comparaba con las operas italianas y las alemanas. Ninguna era mejor que otra, aunque tenían cosas muy diferentes.

—No te preocupes. Me pondré la corbata y bajaré a conocer a nuestro misterioso personaje. No tardaré. —La besó y abrazó al pequeño. Se ajustó bien la corbata de seda verde oscuro y la chaqueta de tweed con coderas de cuero y bajó al
hall
central del hotel.

Se preguntaba cómo reconocería a su interlocutor. No hizo falta.

—¿Teniente Helmut Langert? —Helmut se giró hacia la voz que sonó a su espalda. Hacia muchos años que no se dirigían a él por su grado militar. Un joven vestido de paisano, alto y enjuto, pero con cierto aire marcial, le sonreía mientras alargaba su mano para estrechar la suya. La insignia del partido con la cruz gamada sobresalía de su solapa. Helmut se la estrechó—. Permítame que me presente, soy el
Hauptsturmführer
Johann Siegfried Becker, del Sicherheitsdienst. Quisiera hablar con usted. —Helmut estaba impresionado porque alguien del Servicio de Seguridad del Reich quisiera hablar con él.

—Debe tratarse de un error,
Hauptsturmführer
. Sólo soy un hombre de negocios de vacaciones con mi familia en Alemania. En dos semanas regresamos a Brasil, donde residimos. —El joven de la SD seguía sonriendo.

—Lo sé y sé qué está haciendo ahora en Berlín. No se preocupe, sólo queremos hablar con usted sobre Sudamérica. No le robaremos mucho tiempo. —El joven SD había utilizado el plural—. Nos interesa verle lo antes posible en nuestra sede de la Wilhelmstrasse 102, muy cerca de aquí.

Efectivamente, la sede de la SD y la Gestapo se encontraba a poca distancia del hotel Adlon. Era un paseo de unos veinte minutos muy agradable y una vez ante el edificio de la SD, este era imponente. Aunque la dirección era esa, se trataba de un conjunto de varios edificios que daban a dos calles, la Wilhelmstrasse y la Prinz Albrechtstrasse. Allí estaban las oficinas, servicios e instalaciones ocupadas por el
Reichsführer
-SS y Jefe de la Policía del Reich, Heinrich Himmler y por el Servicio Central de Seguridad del Reich o Das Reichssicherheitshauptamt (RSHA) del que dependían diversos servicios, entre ellos el Servicio de Seguridad SD (Der Sicherheitsdienst des
Reichsführer
-SS) o la Geheime Staatspolizei, más conocida como Gestapo. Sin más opciones, Helmut aceptó la entrevista y quedaron para esa misma tarde a las tres en la sede de la SD.

—Un coche vendrá a buscarle a las 14:45 —dijo el
Hauptsturmführer
Becker. De nuevo estrechó la mano de Helmut y se marchó tras ajustarse el sombrero oscuro de ala caída.

Ilse se enojó cuando supo del cambio de planes, pero por otro lado también se mostró impresionada de la cita de su marido. Consideró que era mejor aceptar la nueva situación.

—No sé de qué se trata, Ilse. Además utilizó mi antiguo rango militar que hacía años que no escuchaba. Sin duda saben quien soy. Iba de paisano a pesar de ser un militar… —Miraba a Ilse, que también le miraba con admiración, a pesar del repentino enfado que había tenido.

—No te preocupes. He pensado que como hace un día muy bueno y el calor ya se nota, iré con Sepp al Lustgarten y de allí a la zona de los museos, donde me ha dicho Anna que han montado una especie de playa en el río Spree. Se ve que es muy agradable y con bares.

—Me parece bien, pero yo no sé a qué hora voy a terminar mi cita. En estos lugares se sabe cuando se entra, pero no cuando se sale. —Miró al pequeño—. Sabes Sepp, vamos ahora a comer algo en ese sitio que te gusta Die Lustigen Holhackerbuam. ¿Qué te parece, hijo? —Ilse sonreía al ver a sus dos hombres negociar.

—Bueno, papi, pero luego quiero que vengas pronto. —Helmut miró a su mujer y luego se dirigió a su hijo.

—Así será hijo. Vendré pronto. Ahora vamos a comer.

A las 14:45 un Mercedes Benz negro sin ningún distintivo, se paró delante de la entrada principal del hotel. Helmut ya estaba en la puerta esperando. Un hombre joven y también de paisano se bajó y se dirigió a él sin premura. Parecía conocerle.

—¿Teniente Langert? —preguntó aunque imaginaba la respuesta. Helmut contestó afirmando con la cabeza.

—Le ruego que me acompañe. Le están esperando. —Los dos hombres se dirigieron al coche, donde les esperaba un tercer hombre, de paisano también, al volante y con el motor al ralentí. El coche arrancó y curiosamente en vez de ir por la Wilhelmstrasse, el coche cruzó la Pariser Platz, pasó por debajo de la Puerta de Branderburgo y giró hacia su izquierda enfilando la Hermann Göring Strasse, luego cruzó la Potsdamer Platz y encaró la Saarlandstrasse. Tras cruzar la Prinz Albrechtstrasse y pasar por delante del Museum für Völker-Kunde y la Europa Haus, a continuación, el vehículo giró por la Anhalter Strasse. A mitad de dicha calle, el coche entró en un garaje sub-terráneo y Helmut se dio cuenta de que entraban por la parte trasera del conjunto de edificios de la seguridad del Reich, como queriendo ocultar el traslado. Habían seguido en paralelo la Wilhelmstrasse y todo el conjunto denominado Regierungviertel, donde se hallaba la Nueva Cancillería. Helmut todavía se preguntaba qué podían querer de él. Y ¿por qué se dirigían a él con su graduación militar? No hallaba una respuesta satisfactoria, pero pronto lo sabría, pensó. Pasaron sin problemas ante una guardia de acceso.

El garaje era inmenso y el parque de vehículos espectacular. Sobresalían los de carácter anónimo como el de su traslado, pero también había varios coches oficiales, con estandartes y distintivos. Todos brillaban y casi todos eran de color negro. También había varias furgonetas cerradas de traslado de prisioneros y algunos camiones de los Schupo o Schutzpolizei, para algaradas callejeras y motocicletas de escolta. El coche se detuvo frente a una puerta y allí se bajaron Helmut y su anfitrión. Llegaron hasta un ascensor, entraron y subieron hasta el cuarto piso. Una vez allí, un ordenanza SS abrió la puerta y les acompañó hasta un despacho de espera.

—Teniente Langert, le ruego que espere aquí. —le dijo su acompañante, el cual desapareció seguidamente. Helmut miró su reloj. Eran las 15:00. Todo parecía ir rápido y pensó acabar lo antes posible, así podría ver a su familia.

La puerta se abrió y apareció el
Hauptsturmführer
Johann Siegfried Becker. Esta vez iba de uniforme SS y en la manga izquierda lucía el clásico rombo de fondo negro con las iniciales SD. Helmut se fijó que no llevaba el reborde en hilo de plata, lo que significaba que Becker no pertenecía a la Gestapo.

—Volvemos a vernos, teniente Langert. Le ruego que me acompañe. —Con un ademán de su mano le indicó el camino a seguir. Pasaron por un pasillo, cruzándose con personal de todo tipo que apenas les prestó atención. Se oían lejanamente máquinas de escribir y su típico tecleteo mecánico. De todas formas, el silencio reinaba por doquier. También pasaron frente a despachos de las diferentes secciones. Todos tenían las puertas debidamente cerradas. Becker se detuvo delante de un despacho y llamó con los nudillos. Se oyó una voz que le daba acceso y acto seguido Becker abrió la puerta permitiendo a su invitado entrar primero.

El ocupante de aquel despacho estaba de espaldas mirando por la ventana hacia algún punto del exterior. Helmut podía ver su silueta perfectamente delimitada al contraluz. Era alto y parecía de complexión atlética, aunque no excesiva. Su pelo rubio estaba perfectamente peinado hacia atrás. Se giró suavemente. Su nariz aguileña destacaba sobre un rostro extremadamente bien delimitado y pétreo. Era Reinhard Heydrich. Helmut sintió un vuelco en su corazón ya que sabía perfectamente de quién se trataba. Estaba ante uno de los hombre más importantes del Tercer Reich y que prácticamente lo sabía todo de todos. Incluso Himmler le temía. Dirigía la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA). Su uniforme era perfecto, sin una arruga. Becker se quedó unos pasos por detrás. Aquello iba muy en serio.

—Buenas tardes, teniente Langert. Soy Reinhard Heydrich.

—Helmut se sorprendió de la voz aflautada de Heydrich—. Creo que es usted un melómano ¿verdad? —preguntó Heydrich a bocajarro. Helmut se sintió algo azorado, pero se recuperó.

—Bueno SS
Gruppenführer
, digamos que soy un buen aficionado, nada más. —Heydrich sonrió ante el conocimiento de los grados SS.

—Creo que tenemos cosas en común, teniente. Yo también soy aficionado a la música y toco varios instrumentos, aunque me gusta especialmente el violín. ¿Sabía que mi padre, Bruno Heydrich, había sido compositor y cantante de ópera? —Evidentemente, Helmut desconocía ese dato.

—No, no lo sabía. —En ese momento Heydrich invitó a sus dos recién llegados a sentarse. Tomaron asiento y Heydrich continuó.

—¿Cuál es su obra favorita, teniente? —Helmut pensó un momento.

—Me gusta la obra de Mozart, aunque Wagner también me seduce. Por otro lado, Verdi me resulta atractivo en alguna de sus óperas,
Rigoletto
, por ejemplo. Y también me gustan las obras del barroco italiano. Arcangelo Corelli es mi preferido.

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