—Tienes que estar de broma…
—Creo que incluso fue alumno suyo.
Tomás volvió la cabeza, absolutamente atónito. La conversación había adquirido visos surrealistas: ¿Un antiguo alumno suyo era ahora miembro de Al-Qaeda? ¿Y ese antiguo alumno iba a cometer un atentado? ¿Qué maldito disparate era aquél?
—Disculpa, pero no recuerdo a ningún Ibn Taymiyyah en mis clases… —dijo, después de hacer un esfuerzo por recordarlo.
—¿Recuerda usted el nombre de todos sus alumnos?
—Claro que no, son demasiados. Pero un nombre así no pasa desapercibido, ¿no? ¿Ibn Taymiyyah? ¡Me acordaría de un nombre así! Tiene fuertes connotaciones históricas.
Zacarias se encogió de hombros.
—Quizá no fue alumno suyo —admitió—. Pero lo vi en la facultad, de eso no me cabe la menor duda.
El historiador se incorporó en su lugar, decidido a dejar el asunto para otro momento. Había otras prioridades.
—Bueno, después hablamos de eso —murmuró—. Ahora explícame de quién intentas huir.
Zacarias permaneció callado unos instantes, como si hasta tuviera miedo de pronunciar el nombre.
—¿Ha oído hablar del… Lashkar-e-Taiba? —susurró, volviendo a lanzar miradas en todas direcciones para asegurarse de que nadie le había oído.
—Son los tipos de los atentados de Mumbai, en 2008. ¿Estás metido con esa gente?
—Por desgracia.
—Pero… ¿cómo?
El joven se encogió de hombros, como si fuera incapaz de entender las circunstancias que lo habían llevado a meterse en aquel lío.
—¿Sabe?, vine a estudiar a un complejo educativo cerca de Lahore —dijo, señalando vagamente en una dirección—. Se llama Muridke. No sé si ha oído hablar de él.
—No.
—El Muridke tiene un campus a unos cuarenta kilómetros de aquí. Dentro hay un hospital, escuelas, una mezquita, laboratorios…, de todo. Lo llaman «complejo educativo», pero es también, en cierto modo, un campo de entrenamiento.
—¿De entrenamiento? ¿Qué tipo de entrenamiento?
—¡Hombre, para la yihad!
Tomás le lanzó una mirada escrutadora.
—¿Viniste a Pakistán para entrenarte para la yihad?
—No es exactamente así. Vine a Muridke sin saber dónde me metía. Al fin y al cabo, quien dirige el complejo es Jammaat-ud-Dawa, la Asociación para la Profesión de la Fe, que regenta más de un centenar de escuelas y seminarios por todo Pakistán, y una red de hospitales y servicios sociales. Confié en eso, claro. —Dudó—. Lo que no sabía es que… Jammaat-ud-Dawa no es más que una fachada del Lashkar-e-Taiba.
Se hizo un breve silencio, que truncó el estrépito de una moto que pasó por delante del establecimiento.
—¿Las autoridades están al tanto de eso?
Zacarias se rio sin ganas.
—Las autoridades lo apoyan —exclamó.
—¿El Gobierno pakistaní apoya a esa organización?
El joven movió la cabeza.
—El Gobierno no manda nada —dijo—. Quien está detrás de todo esto es el ISI, los servicios secretos pakistaníes. Ellos son quienes mandan en el país. Se coordinan con los talibanes, con el Lashkar-e-Taiba…, quizás incluso con Al-Qaeda, no lo sé.
El historiador hizo un gesto con la cabeza, como si todo aquello fuera demasiado para él.
—¡Qué tierra ésta!
—Los tipos del Lashkar-e-Taiba me reclutaron en Muridke. Yo era muy ingenuo y no sabía dónde me estaba metiendo. Cuando por fin lo entendí, era demasiado tarde.
La mirada de Zacarias se perdió entre las casas degradadas de la ciudad vieja de Lahore, como si estuviera inmerso en sus pensamientos, reflexionando sobre el entramado de circunstancias que lo había arrastrado de manera inexorable a aquel momento y a aquel lugar, como si no fuera más que una hoja a merced del humor inestable del viento.
—¿Los tipos de Lashkar-e-Taiba estaban vigilándote en el fuerte?
—No lo sé —dijo estremeciéndose, como si su espíritu hubiera vuelto a su cuerpo en aquel instante—. He visto a uno de ellos, eso es verdad. Pero podría ser una coincidencia.
Tomás se rascó la barbilla, pensativo. Le habría gustado pedir instrucciones a Jarogniew o a Rebecca, pero no parecía aconsejable en aquel momento.
—¿Qué quieres que hagamos ahora?
—No sé —dijo dubitativo—. Quiero salir de aquí, pero me temo que es demasiado arriesgado.
—He venido acompañado.
—¿De quién?
—Fuerzas de seguridad.
Zacarias lo miró horrorizado. Alzó la vista, como si le hubieran hablado del diablo.
—¿Qué? ¿No me diga que ha hablado con la Policía pakistaní? —Se echó las manos a la cabeza, con una expresión de alarma en el rostro—. ¡Oh, no! ¿No ha oído lo que le he dicho? ¡Esos tipos están conchabados con el Lashkar-e-Taiba, todos están conchabados! —Miró a su alrededor, desorientado—. Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Calma —dijo Tomás en tono tranquilo—. No he hablado con nadie de la Policía pakistaní.
—Entonces, ¿con quién ha hablado?
—Norteamericanos.
Zacarias miró hacia la calle, intentando identificar rostros occidentales.
—¿Dónde están?
El historiador hizo un gesto displicente en dirección al exterior.
—Por ahí andan…
—¿Y esos tipos pueden sacarme de aquí?
—Claro. En este mismo momento si quieres. Te meten en un coche y te llevan a una base militar que hay aquí cerca. Después te meten en un avión de las fuerzas aéreas norteamericanas y te sacan inmediatamente del país. Sólo hace falta que lo pidas.
El muchacho respiró hondo. Era como si su cuerpo fuera un saco de preocupaciones que se vaciaba en aquel momento.
—¡Uff! ¡Muy bien!
—¿Entonces? ¿Qué hacemos?
Zacarias se levantó de un salto, repentinamente lleno de energía y entusiasmo.
—Vámonos de aquí —exclamó, ya sin intentar disimular que hablaba con Tomás—. No hay tiempo que perder. —Hizo un gesto en dirección al camino por donde habían venido—. Pero primero tenemos que ir al fuerte.
—¿Por qué?
El muchacho dejó un billete sobre la mesa y salió a la calle, acompañado de su antiguo profesor.
—He traído una prueba.
—¿Qué prueba?
—La prueba de que se está preparando un gran atentado. Pero, cuando estaba en el fuerte, vi al tipo de Lashkar-e-Taiba rondando por allí, me entró el pánico y la escondí, porque no quería que me sorprendieran llevando algo así. ¡Ahora tenemos que ir a buscarla! Cuando usted vea…
—
Ibn al Kalb
!
El insulto, dicho a gritos, interrumpió la conversación y paralizó a Tomás. Vio un bulto negro entre él y Zacarias, vio una hoja que brillaba al sol y, como en un sueño, la vio precipitarse sobre el cuerpo de su antiguo alumno.
—¡Ahhhh!
El desconocido estaba apuñalando a Zacarias.
L
isboa impresionó a Ahmed.
Era la primera vez que salía de Egipto y visitaba un país extranjero, que además era occidental, por lo que sintió una desorientación brutal cuando se enfrentó a las diferencias entre los dos mundos. El contacto con los
kafirun
en el
souq
de El Cairo ya le había dado algunos indicios, pero una cosa era intuir las diferencias, y otra muy distinta era sumergirse en ellas.
La novedad que más le desconcertó al principio, algo para lo que no estaba realmente preparado, fue la riqueza que veía en Portugal: los coches brillaban de tan nuevos que parecían; las furgonetas tenían puertas automáticas; las calzadas eran impecables; no había papeles ni plásticos tirados por los paseos; las personas tenían un aspecto cuidado y sus cuerpos olían a perfume; no se veían barrios degradados, ni albañales, ni cubos de basura en las esquinas, ni bandadas de mendigos; el aire era limpio y todo parecía ordenado y arreglado.
¡Qué contraste con El Cairo!
¿Y qué decir de los comportamientos? Nunca había visto tanto
kafir
de una sola vez, pero lo más chocante fue observar que las mujeres andaban por todas partes exhibiendo su piel blanca. ¡Por Alá, iban prácticamente desnudas! Se les veían los brazos, las piernas, el pelo, los hombros. ¡Algunas llevaban camisas tan cortas que dejaban al aire la barriga e incluso el escote!
—¡Prostitutas! —vociferó en voz baja, indignado—. ¡Son todas unas prostitutas!
Y lo más extraordinario era que a los hombres tampoco parecía importarles demasiado. No daban señales de estar molestos con semejante impudicia. Hasta los vio tratar a las mujeres como si fueran iguales, mezclándose con ellas sin pudor. ¡Observó que muchos matrimonios iban de la mano por la calle y, con los ojos que Alá le había dado, llegó a verlos besarse en la boca en plena vía pública! ¡Qué inmundicia!
Sentía que se ahogaba en aquel mar de inmoralidad y degeneración, por lo que decidió buscar refugio en una mezquita. Le dijeron que había una cerca de Martim Moniz y la buscó, pero, por más vueltas que daba, no la encontraba. Deambuló perdido por la Baixa Lisboa y se asustó cuando vio que un policía se acercaba a él. Pensó que lo iban a detener y se preparó para huir, pero se quedó paralizado y fue incapaz de despegar los pies del suelo. El policía le habló en portugués e, inmóvil, Ahmed movió la cabeza e hizo un gesto de que no entendía lo que le decía. Después de unas primeras palabras confusas, el guardia se dirigió a él en un inglés básico, pero comprensible.
—¿Necesita ayuda?
¡El policía quería ayudarle! En El Cairo siempre veía a los policías como represores agresivos y corruptos, personas a las que había que evitar a toda costa. Aquello, en cambio, era desconcertante: aquel guardia era amable. Desconfiando, Ahmed farfulló una disculpa improvisada y se alejó lo más aprisa que pudo, convencido de que en todo aquello había gato encerrado.
¡Qué tierra aquélla!
—Estos portugueses deben de hartarse de robar a los creyentes —observó después de su primer paseo por la ciudad.
Ahmed se instaló en casa de los Qabir, una familia de musulmanes de origen mozambiqueño que vivía en Odivelas. Nadie sospechaba de la relación del visitante con Al-Jama’a, y lo habían acogido en casa como pago de antiguos favores.
—¿Por qué dices eso, hermano? —le preguntó el cabeza de familia, Faruk—. ¿Pasa algo?
—Me refiero a toda esta opulencia, a todo este dinero que exhiben los portugueses. Es gente muy rica. Sin duda, deben de haberlo robado en alguna parte.
Faruk se rio.
—¿Quién? ¿Nosotros? —Soltó otra carcajada—. ¡Somos de los pueblos más pobres de Europa occidental! ¡Hermano, tienes que viajar más por Europa para ver riqueza de verdad! ¡Hay pueblos mucho más ricos que nosotros!
Ahmed clavó la mirada en el anfitrión. Su gesto denotaba una mezcla de incredulidad y escándalo.
—¿Los demás
kafirun
son aún más ricos? ¡Por Alá, el expolio debe de ser increíble!
—No es del todo así, hermano. Invertimos mucho en la educación y sabemos que la verdadera riqueza proviene del conocimiento. Si viajas por este país o por el resto de Europa, verás pocas riquezas naturales. No hay petróleo, no hay oro, no hay diamantes. —Se tocó la sien con el dedo índice—. Pero tenemos conocimientos. Aquí en Occidente, sabemos hacer coches, aviones, puentes, ordenadores…, ésa es nuestra riqueza.
Ahmed se calló. Le pareció evidente que aquella familia se había desviado del islam y vivía en
jahiliyya
. ¡Estos supuestos creyentes estaban tan integrados que hasta se referían a los
kafirun
occidentales como «nosotros» y no como «ellos»! ¿Dónde se había visto algo así? Además, tenían comportamientos impropios. ¿No iba Fátima, la hija mayor de Faruk, vestida con vaqueros y mostraba impúdicamente la cara y el pelo por la calle, lo que atraía las miradas lúbricas de los
kafirun
? ¿Y qué decir de la mujer de su anfitrión, Bina, que a veces parecía ser quien mandaba en casa? ¿Cómo podía Faruk permitir algo así? ¿Por qué no las ponía en su sitio? Como si todo aquello no bastara, ¡Ahmed había visto con sus propios ojos cervezas en el frigorífico de aquella casa! ¿Sería posible?
El recién llegado comenzó a frecuentar la mezquita de Odivelas, pero pronto creyó que era demasiado heterodoxa. ¿Dónde estaban los llamamientos a la yihad? ¿Dónde se exigía la aplicación de la
sharia
? ¿Dónde se oían recitar las órdenes de Dios en el Corán de tender emboscadas contra los idólatras? ¡En ninguna parte! Por Alá, ¿qué musulmanes eran aquéllos?
Las instrucciones de Al-Jama’a a Ahmed eran que nunca debía dejar entrever que era un verdadero creyente. Debía ocultar siempre su pensamiento, incluso frente a los musulmanes portugueses. Se trataba de una medida de seguridad. No podía llamar la atención, ya que la organización quería mantenerlo a toda costa fuera de las listas de los creyentes identificados por los servicios secretos occidentales. Por eso, permanecía callado, pero se sentía confuso e indignado con tanta
jahiliyya
.
La gota que colmó el vaso de su paciencia llegó al final de la segunda semana, cuando cenaba con los Qabir. Fátima llegó a casa esa noche muy excitada con la noticia que le acababan de contar. Una amiga musulmana se había casado obligada por su familia con un desconocido un año antes. Ahora se había descubierto que la muchacha tenía un amante secreto y, por lo visto, había seguido en contacto con él, incluso después de casada.
—¡Vaya lío! —observó Fátima.
—Esa muchacha debería tener más juicio —dijo su madre—. ¡Siempre ha sido una cabeza loca!
—¡Oh, ya la conoces! Cuando se le mete algo en la cabeza, no hay quien se lo saque. ¡Ha decidido que su amante es el hombre de su vida, y no habrá quien la convenza de lo contrario! ¡Ahora que se ha descubierto todo, creo que se divorciará y se casará con su amante!
El alboroto despertó la curiosidad de Ahmed, que pidió que le explicaran la conversación. Fátima le resumió el asunto en su árabe titubeante y dejó al convidado atónito.
—¿Seguía viendo a su amante? —se espantó.
—Así es —confirmó Fátima.
—¿Y ahora?
—Y ahora…, fíjate: va a divorciarse.
—Pero… pero… ¿y el adulterio?
—Pues no creo que al marido le haya gustado —reconoció ella—. ¡Que no se hubiera casado por contrato! Quien anda bajo la lluvia se moja, ¿no es así?
—¡Pero cometió adulterio! —insistió Ahmed, escandalizado—. ¿Eso está permitido?
La familia Qabir se miró de reojo.
—Bueno…, claro que no —dijo Faruk.