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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (39 page)

Un contenedor de basura.

Tomás se quedó inmóvil, mirando las letras blancas en el contenedor azul. Parecía hipnotizado.

—¿Pasa algo? —preguntó Sam.

El historiador señaló maquinalmente el contenedor de basura. Se quedaron ambos contemplándolo durante un instante, casi como si temieran ver qué escondía en su interior. El primero en reaccionar fue el norteamericano. Metió la mano debajo del
shalwar kameez
para agarrar el arma y, aunque mantuvo la pistola escondida, adoptó una postura vigilante, como si de ese modo garantizara la seguridad del perímetro.

—Vaya a ver qué hay dentro.

Tomás se acercó lentamente e inclinó la cabeza sobre la abertura mirando el interior del contenedor de basura. Había una lata de refresco verde y una bolsa blanca de patatas fritas. Alargó la mano y apartó la bolsa, intentado ver qué había debajo. Vio entonces una superficie de color amarillo tostado, que le pareció un cartón.

—Aquí hay algo.

—Sáquelo.

Moviéndose con muchísimo cuidado, el historiador metió el brazo en el contenedor de basura y tocó la superficie amarillenta. Era un cartón o un papel grueso. Lo cogió, lo sacó y lo miró a la luz.

Era un sobre.

Inspeccionó el sobre por delante y por detrás, pero no había nada escrito en él. Indeciso, intercambió una mirada con Sam. El norteamericano le hizo señas con la cabeza, animándolo a abrirlo. Tomás buscó la abertura y descubrió que estaba sellada con una pequeña cuerda áspera. Deshizo el nudo, metió la mano dentro del sobre y notó una superficie lisa y fresca en el interior.

—¿Y bien? —preguntó Sam, impaciente.

—Calma.

Después de comprobar que no había nadie a su alrededor espiándolos, Tomás extrajo el objeto suave que contenía el sobre. Parecía una hoja plastificada, de tamaño A4. Giró la hoja y lo que vio hizo que le diera un vuelco el corazón.

—¡Dios mío!

Al ver al historiador arquear las cejas, Sam no consiguió contener la curiosidad.

—¿Qué es? ¿Qué pone ahí?

Lívido, Tomás le enseñó la hoja. Sam se percató entonces de que se trataba de una imagen ampliada de una fotografía tomada con un teléfono móvil. La imagen era oscura y algo desenfocada, pero aun así se veía bien lo que era: la foto mostraba una caja con caracteres cirílicos. En la parte superior de la caja, entre una bandera rusa y los caracteres cirílicos, había un símbolo reconocido universalmente: el símbolo nuclear.

38

U
na desagradable ráfaga de viento obligó a Ahmed a levantarse para cerrar la ventana. Miró hacia fuera y arqueó las cejas, horrorizado: ¡Adara cruzaba en ese momento la calle y, para su espanto, llevaba la cabeza completamente descubierta!

—¡Por Alá! —exclamó sin salir de su asombro—. ¡Se ha vuelto loca!

No le gustaba que fuera a la compra sola, pero no había manera de evitarlo. Estaba en un país
kafir
y no tenía a su familia allí para que acompañaran a Adara siempre que necesitaba salir a la calle. Por eso, había tenido que resignarse, pero sólo había accedido a dejarla ir sola con la promesa de que protegería su rostro y su cuerpo de miradas impúdicas. Ahora veía que había incumplido esa promesa.

En el momento en que Adara abrió la puerta, llevaba el cabello cubierto con un pañuelo. El marido le abofeteó la cara varias veces.

—¡Eres una prostituta! ¡Una desvergonzada! ¿Cómo te atreves a desobedecerme?

Ahmed perdió el control de sí mismo. Era la primera vez que pegaba a su mujer, pero la furia se había apoderado de él. Adara estaba encogida en una esquina de la entrada y se cubría la cabeza con los brazos. Su cuerpo, hecho un ovillo en una postura defensiva, temblaba.

—¿Qué he hecho? —gimió ella—. ¿Qué he hecho?

—¡Prostituta! ¿No tienes vergüenza? ¡Perra! ¡Ordinaria! ¡No vales para nada!

Pese a que el marido había dejado de golpearla, Adara permaneció durante un rato acurrucada en la esquina, llorando. Ahmed, jadeante, se repetía por enésima vez que aquella mujer era de veras rebelde, mientras miraba con despecho su cuerpo trémulo. ¡Pero él la haría entrar en razón, le enseñaría cómo ser recatada y a comportarse como una buena musulmana!

—¡No me puedes pegar! —gimió ella cuando recuperó el aliento—. ¡No tienes derecho! ¡Sólo un mal creyente pega a una mujer!

—¿Quién te ha dicho eso?

—El mulá de la Mezquita Central. ¡Dijo que el Profeta, en su último sermón, ordenó a los creyentes tratar bien a sus mujeres!

—Que yo sepa, te trato bien…

—¡Pero me has pegado! El mulá dice que el Corán garantiza la igualdad entre hombres y mujeres. ¡No puedes maltratarme!

El marido soltó una carcajada forzada.

—O bien es un ignorante, o bien ese mulá se ha vendido a los
kafirun
. ¿Dónde está escrito eso?

Ella levantó la vista. Su mirada mezclaba desafío y rencor.

—En el Corán, ya te lo he dicho. ¡Yo misma lo he leído! Alá dice en el versículo 228 de la sura 2: «Las mujeres tienen sobre los esposos idénticos derechos que ellos tienen sobre ellas». ¡Está escrito en el Corán!

—¿Ahora recitas el Corán?

—Conozco ese versículo.

—Entonces, deberías citarlo entero. Es cierto que Alá dice en el Corán que los derechos de hombres y mujeres son idénticos. Pero luego, en el mismo versículo, Alá aclara que «los hombres tienen sobre ellas preeminencia».

—«Tienen preeminencia» —admitió ella—, aunque tienen «idénticos derechos» a los de ellas.

—Así es. Pero no olvides que Alá establece en el Libro Sagrado que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre, que la herencia que corresponde a una hija es la mitad de la que corresponde a un hijo, y que un hombre puede casarse con cuatro mujeres al mismo tiempo y que, en cambio, una mujer no puede estar casada con más de un hombre a la vez. Y en el versículo 223 de la sura 2, Alá dice: «Vuestras mujeres os pertenecen. Disfrutadlas como os plazca».

—«Disfrutadlas», dice Alá —argumentó Adara, siempre combativa—. No dice «golpeadlas».

—Lo dice en la sura 4, versículo 34: «A aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, mantenedlas separadas en sus habitaciones, castigadlas».

—Exacto —insistió Adara—. Alá dice «amonestadlas» y «castigadlas», pero en ningún caso dice que se pegue a las mujeres.

—¿A qué castigo y amonestación crees que se refiere Alá?

—No sé, pero no habla nunca de golpear.

—Lo dijo el Profeta.

La mujer le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Hay un
hadith
que recoge estas palabras del mensajero de Dios: «No se le preguntará a ningún hombre los motivos por los que pega a su mujer». Y en otro
hadith
está escrito que el Profeta se quejó de las mujeres que se enfrentaban a sus maridos y dio permiso a éstos para pegarles.

—Mi mulá dice que esos
ahadith
no son totalmente fiables —contestó ella.

Ahmed se encogió de hombros.

—Los cita Abu Dawud —aclaró, como si eso fuera suficiente—. Y hay otro
hadith
de Al-Bujari en que alguien preguntó al Profeta si podía pegar a su mujer y él le respondió que sí, añadiendo que se debe infligir el correctivo con un
miswak
.

A Adara le costaba aceptar aquello. Aunque sabía que jamás conseguiría derrotar a Ahmed con argumentos coránicos, no se dio por vencida.

—Pues que yo sepa no me has golpeado con un
miswak
—protestó—. Además, un creyente que golpea a su mujer debe tener un motivo válido. ¡No puede pegarle porque le apetezca sin más!

—Es cierto.

—Entonces, si es cierto, ¿por qué me has pegado?

—¡Porque me has desobedecido!

—¿Yo?

Ahmed dio un paso adelante, enervándose, y señaló a la mujer en un gesto acusador.

—¡No te hagas la despistada, porque lo he visto todo! ¡Andabas por la calle sin ir debidamente tapada, como ordenó el Profeta, como te mandé yo y como corresponde a una musulmana que se dé a respetar! ¿O me lo vas a negar?

Adara no supo qué decir. Era verdad que, últimamente, se destapaba siempre que salía a la calle. Estaba cansada de las miradas extrañadas de los
kafirun
portugueses y quería integrarse mejor, andar sin sentirse observada en todo momento. Siempre había tenido cuidado de cubrirse al llegar a casa, pero, por lo visto, su marido la había sorprendido infringiendo las reglas.

Levantó la vista y volvió a mirar a Ahmed con una expresión desafiante.

—Está bien, me he destapado en la calle. ¿Y qué? ¿Cuál es el problema?

El marido la miró con asombro. No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Cuál es el…? —Movió la cabeza, como si hacerlo le sirviera para ordenar sus pensamientos—. ¿Te estás burlando de mí, mujer?

—¡No, ni mucho menos! ¿Cuál es el problema de que las mujeres vayan destapadas? ¿Me lo puedes explicar tú?

—¿Estás loca? ¡Son órdenes del Profeta!

—Pero él tendría una razón para ordenar que nos cubriéramos…

—¿No te das cuenta de que los hombres…, los hombres pierden la cabeza cuando ven a una mujer destapada? ¿No ves el efecto que una mujer semidesnuda provoca en los hombres? ¡Les ciega el deseo! ¡Una visión así los confunde!

—¿Los confunde?

—¡Sí, los confunde! ¡No consiguen trabajar! ¡Se instala un caos total! ¡La sociedad se hunde en la anarquía más completa! ¡Es la
fitna
absoluta!

Adara permaneció callada durante un instante mirando a su marido, como si intentara decidir por dónde empezar. Después se levantó a duras penas y se dirigió lentamente hacia la cocina.

—En la madraza, en El Cairo, las profesoras también me daban esa explicación. Decían que las mujeres tenemos un gran poder en nuestro cuerpo y que, si lo mostramos en público, la sociedad se desintegra. —Se acercó a la ventana y llamó al marido—. Ven aquí, mira esto.

Sin entender adónde quería llegar, Ahmed se acercó.

—¿Qué?

—¿Las mujeres
kafirun
se tapan?

—Sabes bien que no —replicó con desprecio—. Esas impías no son más que prostitutas que no tienen vergüenza alguna de exponer su cuerpo a miradas impúdicas.

Adara señaló hacia la calle.

—Entonces mira ahí afuera y dime: ¿ves a los hombres correr de un lado para otro ardiendo de deseo? Si todo lo que tú y las profesoras decís es verdad, ¿cómo explicas que esta tierra de
kafirun
esté más organizada y ordenada que la tierra de los creyentes? ¿Cómo explicas que vaya destapada por la calle y no haya hombres que me lancen miradas lúbricas? ¿Cómo explicas que todo funcione tan bien cuando hay miles de mujeres destapadas por todas partes? ¿Dónde está la
fitna
? ¿Dónde está el caos? ¿Dónde está la anarquía?

Ahmed pasó la vista por la calle delante de su apartamento. El paisaje era realmente mucho más armonioso que la confusión a la que estaba acostumbrado en Egipto. Las personas andaban tranquilamente y los hombres no daban señales de babear siempre que se cruzaban con un tobillo femenino. Es cierto que algunos obreros echaban piropos soeces a las chicas, pero era algo relativamente raro, y en El Cairo había visto cosas peores. Vio pasar al fondo a una mujer con los hombros descubiertos y el hombre con quien se cruzó no sufrió un ataque de nervios ni experimentó una erupción lasciva. ¿Cómo podía explicar aquel misterio?

Con un gesto de desprecio, el marido volvió la espalda a la ventana y salió de la cocina.

—La explicación es sencilla —refunfuñó al salir—: ¡los
kafirun
no son machos de verdad!

39

L
a rubia se inclinó lasciva sobre Tomás, dejando ver los senos exuberantes por el cuello entreabierto de la camisa, y dibujó una sonrisa maravillosa.

—¿Desea algo más?

Al oír la pregunta, el historiador notó la boca seca.

—No, gracias.

La rubia dejó la copa de champán sobre la mesita, volvió a sonreír y dio media vuelta. Caminó contoneándose por el avión hasta desaparecer detrás de las cortinas de la parte delantera.


Jesus
! —exclamó Rebecca, que estaba sentada al lado de Tomás observando la escena—. Es verdad que tiene usted tirón con las mujeres. ¡Hasta las azafatas le ponen ojitos!

El portugués de ojos verdes torció la boca y esbozó un gesto de conmiseración.

—Notan que usted no me hace ningún caso… —murmuró con un quejido fingido.

Ella soltó una carcajada.

—¡Ahora está usted tanteando el terreno!

—Por desgracia, es lo único que he tanteado hasta ahora…

Rebecca lo miró de reojo.

—¡Si quiere algo más, tendrá que ganárselo!

—Ah, ¿sí? —Tomás se animó y esbozó una sonrisa seductora—. ¿Qué tengo que hacer?

La mujer se agachó en su asiento y sacó una carpeta de cartulina que guardaba en la bolsa que tenía a los pies. La carpeta llevaba impresa el águila norteamericana, las siglas del NEST debajo, y las palabras «
Top Secret
» selladas en rojo en una esquina.

—Tiene que hacer su trabajo —respondió ella adoptando una postura profesional y alargándole la carpeta—. Lea.

Con aire resignado, el historiador cogió la carpeta de cartulina y la abrió. Dentro había pliegos de papel con el nombre de Al-Qaeda como referencia. Vio que había fotografías y fue directo a ellas. Unas mostraban hombres vestidos con ropas árabes, con la cabeza tapada y armas en las manos; otras eran imágenes de edificios, sacadas desde el aire o desde el propio lugar, con una leyenda que decía «campos de entrenamiento»; otras incluso mostraban perros muertos en el interior de lo que parecía ser una cámara estanca. Había también fotografías con rostros árabes. Dos de ellas eran de Osama bin Laden: una mostraba al líder de Al-Qaeda disparando un kalasnikov.

—Esto es un dosier sobre Al-Qaeda —constató Tomás.


Gee
, Tom! ¡Es usted un genio!

Ignorando el tono de ironía, el portugués cerró la carpeta y se la devolvió a Rebecca.

—Oiga, no soy ningún genio —dijo—. Soy un historiador, y esta materia es de su competencia, no de la mía.

—Pero usted trabaja en el NEST, Tom, tenemos una emergencia entre manos —argumentó Rebecca—. Su ex alumno le dijo que Al-Qaeda cuenta con material radioactivo. Las palabras en ruso escritas en las cajas que fotografió revelan que se trata de uranio enriquecido por encima del noventa por ciento. O sea, es material militar. Eso es muy grave y, ya que está usted implicado en la operación, sería bueno que se familiarizara con este asunto.

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