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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (16 page)

—No tenía ni idea de que la situación fuera ésa…

—La verdad, Tom, es que Al-Qaeda piensa que todo territorio que fue musulmán debe volver a serlo. Bin Laden quiere recuperar al-Ándalus para integrarlo en el Gran Califato. Se mantiene a la gente en la más absoluta de las ignorancias respecto al asunto, pero muchos políticos saben bien lo que pasa. El antiguo ministro de Exteriores alemán, Joschka Fischer, afirmó en círculos íntimos que, si Israel cae, el próximo país que atacarían los fundamentalistas sería España.

Tomás se rascó la nuca.

—Pues, realmente… —Suspiró—. No hay duda de que España tiene un gran problema.

—Y Portugal.

—¿Y eso?

—Tom, ¿está usted dormido o qué? ¿Ha olvidado qué era Portugal antes de formarse como país?

—¿Insinúa que Al-Qaeda…, que Al-Qaeda tiene los ojos puestos en Portugal?

Se pararon en la puerta del Harry’s, a poco metros del embarcadero de los
vaporetti
. Las aguas del Gran Canal mojaban la piedra de los muelles y las góndolas negras pasaban una tras otra, como espectros cosidos a la sombra del destino.

—Dígame, ¿qué territorios formaban, al fin y al cabo, al-Ándalus?

—Bueno, España y… Portugal, claro.

Rebecca abrió la puerta del Harry’s Bar y, antes de entrar, miró de reojo al historiador.

—Pues ahí tiene la respuesta.

14

C
amino del aula, unos días después de la conversación mantenida en el despacho, Ahmed iba por el pasillo cuando notó que alguien lo agarraba por el hombro y lo empujaba hasta obligarle a darse la vuelta. Levantó el rostro sorprendido y vio que el cuerpo blanco y espigado del profesor Ayman se inclinaba hacia él hasta rozarle el hombro con la barba.

—He estado investigando a tu mulá —le susurró al oído—. Es sufí. —Ayman se puso derecho y recuperó su tono de voz normal—. Apártate de él.

Tras darle este consejo, el profesor se volvió y siguió su camino. El alumno se quedó clavado en el sitio con la mirada fija en la
jalabiyya
que se alejaba, incapaz de entender el significado de lo que acababa de oír.

—¡Profesor! —consiguió decir aún en dirección al docente—, ¿por qué es un problema que sea sufí?

Ya desde la puerta del aula, Ayman volvió la cabeza y le lanzó una sonrisa enigmática.

—Ahora lo entenderás.

La clase comenzó con la recitación habitual del Corán. Varios alumnos, entre ellos Ahmed, se esforzaban por memorizar el Libro Sagrado y eran capaces de recitar las primeras suras sin mirar el texto. Pero, media hora más tarde, el profesor anunció que dedicaría el resto de la lección a la historia del islamismo, lo que hizo que la clase vibrara de alegría. No había nadie a quien no le gustaran los episodios que el profesor narraba con inigualable pericia.

—El islam tuvo, en su primera época, un crecimiento glorioso —comenzó por decir Ayman, volviendo al tema que a todos les encantaba escuchar en aquellas clases—. El ejército del Profeta, que la paz sea con él, sometió toda Arabia a la voluntad de Alá, y pronto, siguiendo los mandatos de Dios en el Santo Corán y en la sunna, nuestros valientes muyahidines atacaron los países vecinos e impusieron el islam en ellos. Fue un periodo de luchas constantes, de guerras y batallas, pero el islam siempre salía vencedor.


Allah u akbar
! —exclamaron algunos alumnos, presintiendo que seguiría una gran narrativa épica.

El profesor hizo una señal de que se callaran.

—Sin embargo, pasado algún tiempo, algunos creyentes más débiles empezaron a cansarse de la guerra. Estaban más preocupados por su bienestar que por obedecer las órdenes de Alá en el Santo Corán y por difundir la palabra de Dios. Cuando nuestro ejército conquistó otros pueblos que no eran árabes, como aquí en Egipto o en Siria, esos creyentes débiles entraron en contacto con los
kafirun
cristianos que vivían en esos lugares y se dejaron influir por ellos.

—¿Eso quiere decir que hay creyentes influenciados por los cristianos, señor profesor? —preguntó un alumno, extrañado por la observación.

—Por ejemplo, había monjes cristianos enclaustrados en un monasterio que, según decían, meditaban para entrar en comunión con Dios y para encontrar la paz y el amor. Toda esa palabrería influyó en los creyentes débiles, muchos de los cuales comenzaron a hablar del amor de Alá, en lugar de hablar de su fuerza. Así nació el sufismo, un movimiento que predica el amor, la paz y la espiritualidad. —Ayman pasó la vista alrededor del aula—. ¿Alguno de vosotros es sufí?

Se levantaron tres manos vacilantes.

El profesor miró la cara de los tres alumnos y esbozó una expresión de desdén.

—Pues debéis saber que el sufismo no es islam.

Los tres arquearon las cejas sorprendidos. Las miradas de los compañeros se centraron de inmediato en ellos, por lo que se sintieron súbitamente intimidados. ¿Qué quería decir el profesor con aquello?

—Pero yo soy creyente, señor profesor —argumentó uno de ellos, casi con un quejido asustado—. Hago el
salat
completo, cumplo el
zakat
, respeto el…

—El mero respeto de algunos preceptos del islam no convierte a una persona en creyente —lo cortó Ayman en un tono agreste que ensombreció su voz—. Para ser musulmán hay que respetar todos los preceptos sin excepción. Todos. Eso es lo que Alá dice en la sura 4, versículo 68 del Santo Corán, y eso es lo que establece la sunna del Profeta, como se relata en un
hadith
auténtico. ¿El mensajero de Alá comandaba a los hombres en el campo de batalla y los sufíes se atreven a subestimar la importancia de la guerra? Los sufíes reniegan del ejemplo del Profeta, que la paz sea con él, ¿y aún se consideran creyentes? ¿Acaso no estableció Alá en la sura 33, versículo 21 del Santo Corán: «En el Enviado tenéis un hermoso ejemplo»? ¿No es un hermoso ejemplo que el propio Profeta hiciera la guerra y mandara degollar a los
kafirun
? Si él mandaba matar en la guerra, ¿quiénes son los sufíes para subestimar la guerra? —Ayman clavó la mirada en otro de los alumnos que había dicho que era sufí, un muchacho gordo de grandes ojos negros—. ¿Dónde dice el Santo Corán que debemos evitar el uso de la fuerza?

La pregunta quedó flotando en el aire, en el silencio que reinaba en el aula. El profesor seguía mirando fijamente al alumno. Al sentirse interpelado, el muchacho se vio en la obligación de responder. Estaba encogido en su sitio y, cuando habló, su voz no pasó de un hilo tembloroso.

—¿Cómo…, cómo dice, señor profesor?

—Muéstrame dónde está el mandato de Alá en el Santo Corán según el cual debemos evitar el uso de la fuerza.

Confuso, el muchacho miró el volumen que tenía delante.

—Está…, está en la…, en la sura 3, señor profesor.

—Recita el versículo.

El alumno no se lo sabía de memoria, así que abrió el Corán. La mano rolliza le temblaba por los nervios. Localizó el tercer capítulo y deslizó el grueso dedo índice por las hojas siguiendo en silencio los sucesivos versículos. El proceso se prolongó, pero el profesor le dejó hacer. Aquel silencio aumentaba la intensidad del momento.

—¡Lo tengo! —exclamó por fin el alumno, casi con alivio—. ¡Lo tengo! ¡Es el versículo 128!

—Recítalo.

El muchacho sopló para aliviar el nerviosismo, como si fuera una máquina de vapor que tuviera que descargar la presión para no explotar. El corpachón le temblaba y tartamudeó cuando comenzó a recitar el versículo.

—«Para los piadosos, que gastan obedeciendo a Dios en las alegrías y en las desgracias, que reprimen la cólera y borran las ofensas de los hombres, ¡Dios ama a los benefactores!».

—¿Nada más?

El alumno gordo levantó la cabeza. Sudaba abundantemente y se le había secado la boca.

—Hay otras suras donde…, donde Alá dice lo mismo, señor profesor.

—Claro que las hay —asintió Ayman con frialdad—. Por ejemplo, en la sura 42, versículo 35, Dios promete lo mejor para aquellos «que se apartan de los grandes pecados y de las torpezas y que, cuando se han enfadado, perdonan». —Se encogió de hombros—. ¿Qué hay de extraño en eso? Alá quiere que los creyentes perdonen y que hagan el bien. Sin embargo, perdonemos y hagamos el bien entre los creyentes. Eso nos hace buenos musulmanes. ¡Pero engrandecer el islam también es hacer el bien! ¡Perdonar a los
kafirun
que se conviertan al islam también es perdonar! No obstante, el perdón tiene límites, ¿o no? ¿Qué dice Alá en el Santo Corán de los que roban? ¿Dice que los perdonemos? ¡No! ¡Dice que les cortemos las manos! ¿Qué dice Alá a través de la sunna de las adúlteras? ¿Dice que las perdonemos? ¡No! ¡Dice que las lapidemos hasta la muerte! ¿Qué dice Alá en el Santo Corán de los idólatras? ¿Dice que los perdonemos? ¡No! ¡Dice que les preparemos emboscadas y que los matemos! ¡El Santo Corán debe leerse como un todo, la
sharia
debe respetarse como un todo! ¿Lo habéis entendido?

Un murmullo de asentimiento recorrió la sala.

—Los sufíes debilitaron el islam —lo acusó, como si aquel muchacho representara a todos los sufíes—. Cuando los
kafirun
cruzados invadieron el islam y conquistaron Al-Quds, que Alá los maldiga para siempre, algunos sufíes se opusieron al uso de la fuerza diciendo que la guerra prescrita en el Santo Corán no era física, sino espiritual. Estas afirmaciones debilitaron el islam y, por culpa de esos malditos sufíes, los cruzados consiguieron humillar a la
umma
. Y cuando, más tarde, los mongoles atacaron y conquistaron la sede del califato, Bagdad, varios sufíes repitieron la misma herejía afirmando que no se debía luchar con las armas, que con la fuerza no se resolvía nada…, y esa clase de palabrería cristiana. ¿Cuál fue el resultado de eso? ¡Debilitaron de nuevo el islam y dejaron que una vez más humillaran a la
umma
! ¿Y sabéis quién se levantó contra los sufíes y denunció su herejía? ¡Fue Ibn Taymiyyah! ¿Sabéis lo que dijo Ibn Taymiyyah?

Miró a la clase como si esperara una respuesta, aunque todos supieran perfectamente que la pregunta era retórica y que nadie iba a responder.

—¡Ibn Taymiyyah declaró que el sufismo es un movimiento cristiano! —Levantó un dedo para subrayar la afirmación—. ¡Un movimiento cristiano! ¡Dicen ser creyentes, pero son cristianos! Tal como dicen los
kafirun
cristianos, los sufíes creen que, cuando rezan a Alá, están con Alá y que Alá está con ellos. ¿Dónde dice el Santo Corán eso? ¡En ninguna parte! ¡Ese tipo de oración es propia de los
kafirun
cristianos, no de un verdadero creyente! Y, además de eso, los sufíes rezan a los santos, igual que los infieles cristianos y los chiíes, con lo que niegan la existencia de un solo Dios. —Volvió a señalar al alumno—. ¡No son más que
kafirun
que fingen ser creyentes! ¡No os dejéis, pues, engañar por esos apóstatas! ¡El islam que los sufíes predican no es el islam del Santo Corán! Leed lo que está escrito en el Libro Sagrado y conoceréis la palabra de Dios. ¡No dejéis que los intermediarios hagan las interpretaciones que más les convienen!

La clase fue inesperadamente tensa, sobre todo por la presencia de los tres alumnos que dijeron ser sufíes y por la forma en que el profesor explicó el movimiento. Todos habían oído hablar de los sufíes, claro. Incluso leían poemas sufíes en la madraza o en casa. Pero nadie había pensado que su doctrina era una desviación del Corán y de la sunna del Profeta.

A ningún alumno le afectó más esta revelación que a Ahmed. Mientras el aula se vaciaba, el muchacho pensaba en las palabras que el profesor le había dirigido una hora antes en el pasillo. El jeque Saad era sufí. ¡Sufí! La palabra, ahora maldita, resonaba continuamente en su mente. ¡Sufí! ¡El jeque Saad era sufí!

Tanta novedad lo atormentaba; necesitaba más aclaraciones. Se acercó al profesor y esperó a que todos los compañeros se marcharan.

—¿Has entendido ya el motivo por el que debes apartarte de tu mulá? —le preguntó Ayman con una mirada severa.

—Sí, señor profesor. Pero hay algo que no entiendo aún.

El aula estaba ya vacía y Ayman se dirigió a la puerta para marcharse, acompañado por su último alumno.

—Dime.

—Los sufíes, señor profesor. ¿Cuál es la sura y el versículo del Corán donde se…?

—¡Es él!

Una voz en el pasillo y la visión del grupo de policías que cercaban la salida del aula paralizaron a Ayman e hicieron enmudecer a Ahmed, que iba tras él y tardó un instante en entender qué pasaba.

—¡Es él! —repitió la misma voz, señalando al hombre enfundado en la
jalabiyya
que se había parado delante de la puerta del aula.

Ahmed miró al hombre que había hablado y que ahora señalaba al profesor de religión y reconoció al director de la madraza. Uno de los policías, que con toda certeza era el jefe, hizo una señal a sus hombres.

—¡Detenedlo!

Los policías agarraron a Ayman de inmediato. Uno de ellos le torció el brazo obligándolo a encorvarse.

—¿Qué es todo esto? —preguntó el profesor, con la voz alterada, mientras se movía para intentar zafarse—. ¡Suéltenme! ¡Por Alá, suéltenme! Yo quiero…

Un policía golpeó a Ayman en el estómago y otros dos lo esposaron con las manos a la espalda. Una vez inmovilizado, le empujaron por el pasillo. Todo ocurrió muy rápido, y Ayman acabó por tropezar y caerse con un gemido de dolor, pero los policías no se detuvieron y siguieron empujándolo, arrastrándolo del pelo por el suelo hasta que desaparecieron al fondo, después de doblar la esquina.

Aterrorizado, Ahmed lo vio todo sin ser capaz de mover un músculo.

15

U
na atmósfera densa los acogió en el Harry’s Bar. La planta baja estaba repleta de gente y Tomás prefirió llevar a Rebecca al primer piso, donde el ambiente era más tranquilo. Se sentaron en una esquina, bajo la media luz amarillenta del local, y pidieron un bellini para comenzar.

—No quiero ser pejiguero —observó Tomás haciendo una mueca—, pero el Harry’s Bar es mucho ruido y pocas nueces.

Señaló la carta y añadió:

—La relación calidad-precio deja bastante que desear.

—No se preocupe, paga el NEST.

—Ya lo sé. Por eso precisamente he hecho el comentario. —Se rio—. ¡Si saliera de mi bolsillo, pagaría y me callaría!

Rebecca se arregló el cabello rubio y paseó la vista por el restaurante. Sus ojos azules brillaban.

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