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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (17 page)

—Pero admitirá que es un sitio con clase.

—No lo niego.

La mujer inspiró profundamente, como si quisiera empaparse de toda la historia del Harry’s.


Awesome
! —exclamó extasiada—. ¡Hemingway solía venir aquí! ¿Se ha fijado?

Tomás mantuvo la sonrisa dibujada en los labios.

—Ustedes, los norteamericanos, parece que están obsesionados con Hemingway.

—Fue uno de nuestros mejores escritores, ¿qué espera? Pero este lugar era también el punto de encuentro de las grandes figuras europeas. Maria Callas, Onassis… —Cogió la carta y señaló el plato más famoso del restaurante—. ¿Sabe que aquí inventaron el carpaccio? ¿Qué tal si pedimos un plato para cada uno?

—Si paga el NEST…

Instantes después ya habían pedido al camarero. Rebecca parecía realmente entusiasmada por estar en el Harry’s. Por su parte, Tomás seguía dándole vueltas a lo que ella le había dicho antes de entrar en el local.

—¿De veras cree que los fundamentalistas islámicos tienen los ojos puestos en Portugal?

Ella lo miró desafiante.

—¿Qué piensa usted, Tom? —le preguntó—. Usted es historiador y conoce el islam a fondo. ¿Piensa que si están interesados en recuperar al-Ándalus se contentarán con España? ¿Eso es lo que cree?

Tomás suspiró, repentinamente angustiado.

—Tiene toda la razón —reconoció—. A la luz de lo que aprendí en la Universidad de Al-Azhar, la amenaza es mucho más seria de lo que pensamos. —Tamborileó repetidamente sobre la mesa con los dedos—. ¿Considera que hay riesgo de amenaza nuclear contra la península Ibérica?

Rebecca arrugó los labios en un gesto de escepticismo.

—Hoy en día nadie puede estar seguro de nada —dijo—. Pero yo diría que, si usan armas nucleares, los terroristas buscarán objetivos muy mediáticos. El 11-S puso muy alto el listón del terror. Después de esos atentados, seguro que buscarán algo más espectacular o terrible. Un atentado nuclear sería la elección obvia, pero pueden atacar sin una bomba atómica. Hay otros tipos de armas nucleares…

El rostro del historiador reflejó su desconcierto.

—¿Qué otras armas nucleares? Que yo sepa las únicas que existen son las bombas atómicas.

Ella negó con la cabeza.

—Hay otras.

—¿Habla en serio? ¿Cuáles?

—Por ejemplo, un avión.

Tomás movió la cabeza en un esfuerzo por desentrañar el sentido de aquella información.

—Creo que no lo entiendo. ¿Cómo puede un avión ser un arma nuclear?

El camarero volvió con los dos bellini y los dejó sobre la mesa. La norteamericana dejó que se alejara, dio un sorbo y miró de nuevo al portugués con sus grandes ojos azules.

—Imagine, Tom, que los terroristas que tomaron el control del vuelo de American Airlines que chocó contra la torre norte del World Trade Center, el 11-S, hubieran optado por volar unos sesenta kilómetros más al norte y hubieran estrellado el avión contra la central nuclear de Indian Point. ¿Qué cree que habría pasado?

Tomás arqueó las cejas al imaginar la escena.

—Lo ilustraré al respecto —continuó Rebecca—. Si el avión hubiera alcanzado el sistema de enfriamiento del reactor nuclear, se habría producido un
meltdown
al lado del cual Chernóbil parecería un picnic. Se habrían liberado centenas de millones de curies de radiactividad. ¡Para que se haga una idea, estamos hablando de una cantidad de energía cientos de veces superior a la liberada por las bombas de Hiroshima y Nagasaki! ¡Y eso con Nueva York y Nueva Jersey ahí al lado!

—No se me había ocurrido…

—Pues nosotros lo hemos contemplado. Y los terroristas también. Después de invadir Afganistán conseguimos detener a uno de los cerebros del 11-S, un tipo llamado Khalid Sheikh Mohamed. ¿Sabe lo que confesó? Reveló que el objetivo primordial de los dos aviones eran las instalaciones nucleares, pero que al final decidieron no atacarlas por ahora. Y repitió la expresión «por ahora».

—¡Dios! Pero esas centrales están diseñadas para aguantar terremotos y otros desastres, ¿no?

—Eso es verdad, pero nunca se ha previsto que un avión cargado de combustible se estrelle contra una central nuclear. Ninguno de los reactores que existen actualmente en Estados Unidos se diseñó para aguantar el impacto de un Boeing. Ninguno. Y veinte de esos reactores están situados en un radio de siete kilómetros de un aeropuerto. Además de eso, ni siquiera es necesario un avión para causar un
meltdown
de los reactores nucleares. Basta que el aparato caiga sobre el edificio donde está almacenado el combustible nuclear ya utilizado. El combustible podría incendiarse y liberar una cantidad de radioactividad equivalente a tres o cuatro Chernóbils. ¡Sería una catástrofe!

Tomás se bebió de un sorbo casi la mitad de su bellini.

—Lo único es que ahora los
cockpits
de los aviones están blindados —observó—. Secuestrar un aparato es hoy mucho más difícil que en 2001…

—Eso es cierto —asintió Rebecca—. Pero creo que no entiende la dimensión del problema. ¡De la misma manera que un avión puede chocar contra una central nuclear, también puede hacerlo un camión cargado de explosivos! ¡Para los objetivos que persiguen los terroristas, sería lo mismo! No importa si usan un avión o un camión blindado. Lo que importa es que provocarían una catástrofe nuclear. Y eso está al alcance de cualquier organización terrorista competente.

—Como Al-Qaeda.

—Por ejemplo. Y lo peor es que las amenazas nucleares no se acaban ahí. Hay más armas nucleares a disposición de los terroristas.

Tomás abrió la boca, estupefacto.

—¿Más aún?

—Las llamamos «bombas sucias».

El camarero apareció de nuevo, esta vez con el carpaccio y con los platos principales. Distribuyó la comida por la mesa y se evaporó tan deprisa como había aparecido.

—Los militares prefieren una denominación más sofisticada —dijo Rebecca recuperando el hilo de la conversación—. Las llaman «aparatos de dispersión radiológica».

—Parece que hablaran de máquinas de rayos X.

—Y, en cierto modo, es de lo que hablan. La idea que hay detrás de estas bombas es muy sencilla. Se pone dinamita en una maleta llena de cesio y se hace explotar. O se llena un camión de TNT con cobalto y se detona. Las posibilidades son infinitas y se reducen al concepto elemental de asociar explosivos comunes y material radiactivo. Eso es una bomba sucia.

—¿Quiere decir con eso que esas bombas tienen capacidad para desencadenar explosiones nucleares?

—No, claro que no. Pero si se detonan al aire libre pueden esparcir radioactividad en un radio de cientos de kilómetros cuadrados. Supongo que se imagina el impacto psicológico que eso tendría. El cesio, por ejemplo, emite rayos gamma, que pueden causar daños en los tejidos biológicos, envenenamiento radiactivo y cáncer. Un atentado de este tipo desencadenaría el pánico generalizado debido a la amenaza invisible de la radioactividad. Probablemente habría más muertos por accidentes de coche en los intentos desesperados de huir que por la explosión o por la radioactividad propiamente dichas. Si los terroristas usaran material radiactivo especialmente potente, se tendrían que evacuar y descontaminar durante meses las partes de la ciudad donde se hubiera producido la explosión. Las primeras capas de suelo y hasta la vegetación, el asfalto y el cemento tendrían que retirarse y almacenarse en lugares seguros. Miles de personas se verían obligadas a abandonar sus hogares y muchas sin posibilidad de volver. ¿Ve la confusión que se generaría?

—Pero ¿dónde buscarían los terroristas el material radiactivo?

—En cualquier parte. En hospitales, por ejemplo. Los aparatos de rayos X que acaba de mencionar son radiactivos cuando están encendidos. Hasta los detectores de humo que se usan en las oficinas contienen material radiactivo. Cualquier terrorista puede conseguir ese material, juntarlo con dinamita y…
¡bum
!

—Si es tan fácil, ¿por qué no lo han pensado aún?

Rebecca se recostó en la silla repentinamente cansada.

—Ya lo han pensado.

—¿Qué?

—En 1995, los terroristas chechenos pusieron una bomba en el parque Ismailovski, en Moscú. El dispositivo estaba compuesto por dinamita y unos kilos de cesio-137, un material altamente radiactivo. Por suerte, en vez de detonarlo, llamaron a una estación de televisión local para indicar la localización de la bomba. Esa vez no quisieron sembrar destrucción, sólo crear miedo. En vista de lo que aconteció en el 11-S, no sé si la próxima vez los terroristas serán tan escrupulosos.

El camarero sirvió dos capuchinos humeantes y desapareció de inmediato. Tomás se puso azúcar en el café y lo removió distraídamente con la cuchara, con el pensamiento absorbido por los nuevos problemas que Rebecca le había explicado.

—Con todo esto, nos hemos desviado de Portugal —afirmó.

—Sí que nos hemos desviado.

—Confieso que aún no sé por qué motivo han contactado conmigo.

—Lo necesitamos para entender qué está pasando en Portugal, que están haciendo los fundamentalistas islámicos allí, si hay algo anormal… Ese tipo de cosas.

—Pero para eso tienen a la inteligencia portuguesa, el SIS.

—El SIS sirve para algunas cosas, pero no para otras. Usted tiene relaciones dentro de la comunidad islámica, el SIS no.

Tomás adoptó una expresión interrogativa.

—¿Qué pasa con la comunidad islámica en Portugal? Sólo hay buena gente entre ellos. Los conozco bien, son personas fantásticas y muy pacíficas, de una gentileza increíble. La mayor parte procede de Mozambique, son personas que ocupan posiciones de relevancia en la sociedad portuguesa y, cuando hablamos entre nosotros, la religión ni siquiera sale. ¿Sabe?, yo pondría la mano en el fuego por ellos.

—Es verdad que las referencias que tenemos de los musulmanes en Portugal son excelentes. Es más, son extrapolables a los musulmanes de todos los países de habla portuguesa, como Brasil, Guinea Bissau y Mozambique. Al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de los países occidentales, los musulmanes en Portugal no son una minoría marginada, sino ciudadanos de primera, muy integrados y con formación superior. Por lo que parece, incluso hay una parte que antepone la lusofonía al islamismo, o al menos le da la misma importancia.

—Entonces ¿cuál es el problema?

Rebecca miró durante un instante a su interlocutor.

—En todo rebaño hay ovejas negras…

—¿Qué quiere decir con eso?

La mujer se inclinó en su silla, cogió el maletín que tenía a sus pies, se lo puso en el regazo y lo abrió. Sacó del interior un ordenador portátil de color metálico y, tras desplazar el capuchino para hacer hueco, lo instaló sobre la mesa.

—A Al-Qaeda le gusta mucho Internet —dijo apretando el botón para encender el portátil—. Desde los atentados de 1998 contra las embajadas norteamericanas de Nairobi y Dar-es-Salaam, la organización de Bin Laden y Al-Zawahiri ha coordinado sus grandes operaciones a través de Internet. —La pantalla del ordenador se encendió—. Usan formas muy sofisticadas de encriptación para ocultar sus mensajes. Por ejemplo, recurren a programas que…

—Se está desviando de nuevo del asunto —observó Tomás—. No es eso lo que le he preguntado.

—Tenga paciencia —pidió Rebecca—. No estoy cambiando de tema, tranquilo. Más bien estoy intentando demostrarle algo. —En el ordenador ya aparecían los distintos programas—. ¿Ha oído hablar de la esteganografía?

—Claro que sí —replicó Tomás, casi ofendido como criptoanalista por una pregunta así—. Es una forma de encriptación muy ingeniosa para ocultar la existencia de mensajes. Como están ocultos en imágenes muy inocentes, nadie repara en su existencia. ¿Por qué lo pregunta?

Rebecca abrió el navegador de Internet y fue a la página de Hotmail.

—Porque es una técnica que Al-Qaeda emplea mucho. La organización de nuestro amigo Bin Laden oculta tras ciertas imágenes algunas instrucciones a sus activistas o a sus células durmientes. Ahora, entre otras cosas, siempre vigilamos direcciones electrónicas sospechosas, y aquellas cuyos mensajes se abren en el sur de Europa recalan en mí. —Escribió una dirección electrónica de Hotmail—. Al-Qaeda usa esta dirección para comunicar con sus células durmientes. —Se abrió la dirección y la pantalla mostró la lista de mensajes—. ¿Quiere ver ahora una cosa curiosa?

—Enséñemela…

Rebecca cargó la bandeja de correo
spam
y mostró todo la basura electrónica que acumulaba.

—¡Huy! —dijo Tomás riéndose—. ¡Muchas propuestas para aumentarme el pene! Como si lo necesitara…

La norteamericana lo miró de reojo.

—Pasaré por alto el
marketing
. —Volvió a concentrarse en los mensajes acumulados en el
spam
hasta encontrar uno en concreto titulado «
naughty redhaired
»—. Fíjese en este mensaje.

Pinchó sobre el mensaje, que se abrió y mostró un
link
a un
site
llamado
Sexmaniacs
. Rebecca pinchó en el
link
y el
site
comenzó a cargarse. Instantes después, la pantalla mostró la imagen de una rubia practicando sexo oral.

En primer plano.

—¡Vaya! —exclamó Tomás, sorprendido por la fotografía que ocupaba toda la pantalla—. ¿Usted frecuenta estos
sites
?

Rebecca torció la mirada.

—Muy gracioso —dijo—. Ahora voy a usar el
key-tracker
para identificar el
password
. —Activó el
software
de intercepción y, al cabo de unos instantes, el programa descifró la clave que permitía acceder al mensaje oculto—. ¡Bien! Ahora fíjese en lo que oculta la imagen.

Tecleó el
password
que el
key-tracker
le había proporcionado. El reloj de arena del ordenador comenzó a girar sobre la boca abierta de par en par de la rubia de la imagen y, al cabo de pocos segundos, una línea compuesta por letras y números ocupó el lugar de la fotografía pornográfica.

—¡Bingo!

Tomás inclinó la cabeza hacia delante y, pensando como un criptoanalista, leyó el mensaje que Al-Qaeda había ocultado en aquella fotografía.

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