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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (21 page)

El incidente hizo que Ahmed abriera los ojos a una nueva realidad: había policías de paisano circulando por el bazar. Desde ese momento, prestó más atención a todo lo que pasaba a su alrededor. Siempre que veía a los policías detener a alguien, se paraba a observarlos atentamente. Memorizaba las caras, las actitudes, las expresiones, lo que decían, la manera de andar y la forma de mirar. Se dio cuenta de que esos hombres no sonreían ni eran espontáneos como el resto de las personas que se veían en el
souq
. En lugar de eso, tenían el rostro tenso, grave y seguro. También tenían una manera de andar característica. No se relajaban de forma natural, aunque se esforzaban por aparentar que estaban tranquilos. Más bien, mostraban una rigidez que eran incapaces de superar.

De ese modo, Ahmed aprendió a reconocerlos y, sobre todo, a evitarlos. Su negocio era atraer clientes a la tienda y procuraba hacerlo bien. A pesar de tratar con
kafirun
, el trabajo no le resultaba del todo desagradable. Algunos turistas se mostraban simpáticos y algunos hasta le daban
baksheesh
de cincuenta piastras e incluso de una libra, aunque el muchacho no se dejaba engañar por eso. Siempre tenía muy presente el aviso de Dios en la sura 5, versículo 56 del Corán: «¡Oh, los que creéis! No toméis a judíos y a cristianos por amigos: los unos son amigos de los otros. Quien de entre vosotros los tome por amigos será uno de ellos».

Así prohibía Alá la amistad con las Gentes del Libro, y Ahmed no lo olvidaba. De ahí que, cuando lo veían pasar por las callejuelas laberínticas del
souq
con un matrimonio de turistas tras sus pasos y le preguntaban adónde iba, siempre daba la misma respuesta: «¡Voy a llevar a este perro
kafir
y a su prostituta al Infierno!».

19

E
L grupo de jóvenes recorría las calles decadentes observando las fachadas pintorescas de las casas, salpicadas de flores en los balcones y de ropa de colores tendida en las ventanas. En algunas esquinas olía a vino, por influencia de las tabernas que a esa hora aún estaban cerradas, y en otras, a orina. Al frente del grupo, el profesor iba señalando los detalles que debían observar.

—Aquí ya no hay casas moriscas —explicó Tomás a sus alumnos de la asignatura de Estudios Islámicos—. Pero, si os fijáis bien, la Alfama mantiene cierto aire de
kasbah
, ¿no os parece?

Los alumnos asintieron, cada cual mirando en una dirección. La mayoría de los alumnos eran musulmanes, pero algunos eran cristianos o agnósticos que acudían a las clases por pura curiosidad. Bajaron los escalones, dejaron atrás la iglesia y pronto llegaron a la terraza del Miradouro de Santa Luzia. Ante sus ojos, aparecieron los tejados rojos y, a lo lejos, el caudal azul del Tajo: la antigua Lisboa en todo su esplendor.

—¡Extraordinario! —exclamó uno de los estudiantes.

Se quedaron allí descansando y contemplando la magnífica vista de la ciudad. Sin embargo, la mente del profesor bullía de ideas. Desde que había vuelto de Venecia, buscaba la mejor forma de preguntar a sus alumnos sobre política y, en particular, sobre el fundamentalismo islámico. El problema era que no encontraba la forma adecuada de hacerlo. El asunto era totalmente ajeno a las clases y aquellos jóvenes, despreocupados y alegres, parecían tener tanta relación con el fundamentalismo como el agua con el aceite.

Pero ¡qué diablos!, no cabía duda de que aquel correo de Al-Qaeda lo habían abierto en Lisboa. Era fundamental que comenzara a hacer preguntas, incluso a las personas más improbables, como sus alumnos musulmanes. Por eso, había decidido salir de la facultad y dar una clase al aire libre visitando la Alfama y la Mouraria, los barrios de la antigua Lisboa musulmana. Sabía que en ese contexto conseguiría crear un ambiente propicio para las preguntas que necesitaba plantear.

El estudiante que tenía más cerca era Suleimán, un muchacho tranquilo cuyos padres, de origen indio, habían llegado desde Mozambique en la década de los sesenta y se habían convertido en abogados de prestigio en Lisboa. Tomás vio que ésa era su oportunidad.

—Suli, ¿viste ayer las noticias?

El alumno desvió la vista del paisaje lisboeta.

—Sí, claro. ¿Por qué?

—Terrible lo que ocurrió en la India, ¿no?

Suleimán suspiró y chasqueó la lengua.

—Ni me hable de eso.

—¿Viste lo que pasó? Salieron a la calle y se pusieron a disparar contra todo el mundo…

—Están locos. Son unos chalados enfermizos.

Tres gaviotas se acercaron al mirador en un vuelo rasante y graznando sin parar, por lo que algunos jóvenes tuvieron que agacharse. El incidente causó risas y chistes entre los alumnos.

Tomás dejó pasar unos segundos antes de volver a la carga.

—¿Y si pasara algo así aquí?

—¿Qué?

—Los atentados, Suli. Imagínate que esos tipos, esos fundamentalistas, cogieran sus armas y vinieran aquí a la Alfama, por ejemplo, y empezaran a matar a todo aquel que se les pusiera por delante. ¿Viste el lío que se armó?

Con un gesto inquisitivo, Suleimán preguntó:

—¿Está usted hablando en serio, profesor?

—Bueno, Suli, ¿quién nos garantiza que algo así no ocurrirá aquí? Al fin y al cabo, hay fundamentalistas en todas partes, ¿no es cierto? Basta un puñado de ellos para sembrar el caos…

—¡Estamos en Portugal! —replicó el muchacho, como si ese hecho fuera elocuente por sí mismo—. ¡Aquí no hay gente de ésa!

—¿Cómo puedes estar seguro?

Una expresión de desconcierto se apoderó del rostro del estudiante.

—Porque… no sé, porque…, a ver, porque algo así se sabría —tartamudeó.

—¿Cómo se sabría?

—Quiero decir que, por ejemplo, yo ya habría oído hablar de algo así. O alguien habría comentado algo. ¿Sabe? el discurso de los fundamentalistas es algo que se nota, no pasa desapercibido…

—¿Y tú nunca has oído nada?

—Claro que no.

Tomás miró a su alrededor.

—¿Ni los demás?

Suleimán también miró hacia el grupo y, como para relajarse, lanzó la pregunta.

—¡Chicos! ¿Alguno de vosotros ha oído…, no sé…, alguien ha oído a algún tipo hablar de… de yihad, o de cosas por el estilo?

El grupo adoptó una expresión de perplejidad. Pero uno de ellos, Alcides, dio un paso al frente y, con el semblante muy serio, dijo:

—Yo.

Tomás enarcó las cejas.

—¿En serio? ¿A quién?

Alcides entornó los ojos, adoptó una postura de conspirador, miró a su alrededor y, asegurándose de que nadie lo oía fuera del grupo, se inclinó hacia delante y murmuró con un gesto muy serio:

—A Sylvester Stallone. En
Rambo
.

La conversación se diluyó entre bromas.

20

«¡
V
oy a llevar a este perro
kafir
y a su prostituta al Infierno!».

Llevaba tres años respondiendo lo mismo siempre que le preguntaban en árabe en el
souq
, camino de la tienda de pipas de agua, adónde iba seguido por un matrimonio de turistas.

Sólo que, un día, ocurrió algo que no esperaba. Ahmed tenía quince años y recorría el Khan Al-Khalili a sus anchas, como si hubiera vivido allí siempre. Aquel día decidió ir a El Fishawy a buscar turistas. El café más antiguo de El Cairo estaba situado en una callejuela estrecha y concurrida detrás de Midan Hussein. Era un establecimiento con historia, con una atmósfera exótica que un día atrajo incluso al rey Faruk y que parecía gustar a los
kafirun
.

Los turistas se recostaban en los sofás y en las sillas de El Fishawy para fumar
sheesha
o beber té aromático, disfrutando de la decoración refinada y deteriorada del café y de la agitación del
souq
. El callejón era un pasaje estrecho, protegido del sol por enormes toldos, aunque algunos rayos de luz se colaban por los lados y hacían brillar el polvo y el humo perfumado de las pipas de agua, que formaba en el aire diamantes centelleantes y adoptaba tonalidades fantásticas en un incesante juego de sombras.

Después de echar un vistazo a los clientes instalados en el exterior de El Fishawy, Ahmed concentró su atención en un matrimonio que fumaba
sheesha
en un salón interior.


Mister
, ¿está buena esa
sheesha
?

El norteamericano levantó el pulgar derecho y acto seguido le guiñó el ojo.

—Excelente.

—¿Le gustaría comprar una pipa de agua aún mejor que ésa?

El turista soltó una carcajada.

—¡
Gee
, ni aquí nos dejan en paz ustedes!

—¡Pero,
mister
, es la tienda más antigua de
sheesha
de El Cairo! —Señaló la fotografía que El Fishawy exponía en la pared del rey Faruk sentado en una mesa del café—. Hasta el rey compraba allí las pipas.

Todo eso era mentira, claro. El establecimiento de Arif distaba mucho de ser antiguo y nunca había recibido visitantes ilustres, pero aquellas palabras parecían surtir efecto en muchos turistas y éstos no serían una excepción. Después de intercambiar algunas palabras, Ahmed vio que eran estadounidenses. El hombre hablaba como una cotorra, pero la mujer, de piel trigueña y con grandes gafas oscuras, permanecía callada, lo que agradaba al joven egipcio. Era recatada, algo que le parecía digno de alabanza. Al fin y al cabo, las mujeres debían saber ocupar su lugar. Por eso, a Ahmed le bastó con hablar con el marido en inglés y lo convenció para que visitaran la tienda de Arif y así ver lo que pomposamente llamó «las pipas más buscadas de El Cairo».

El guía y los clientes salieron de El Fishawy y recorrieron apresuradamente las calles del
souq
. Ya en la concurrida Sharia Al-Muizz li-Din Allah, la calle principal de El Cairo medieval, giraron en dirección al complejo Al-Ghouri. El minarete pintado a cuadros rojos funcionaba como un faro, una vez que la tienda de pipas de agua de Arif se encontraba bajo su sombra. Pasaron por delante del viejo vendedor de especias que desde hacía años siempre preguntaba lo mismo a Ahmed en tono guasón.

—¿Adónde vas con tanta prisa?

—¡Voy a llevar a este perro
kafir
y a su prostituta al Infierno!

Unos pasos más adelante, el guía se dio cuenta de que la pareja se había detenido tras él. Se paró también y dio media vuelta, sin entender cuál era el problema.

—¿Y ahora qué pasa,
mister
?

Para espanto de Ahmed, quien respondió no fue el norteamericano, sino su mujer.

—¿Qué nos has llamado?

Ahmed se quedó boquiabierto. La mujer le había hablado. Y en árabe.

—¿Cómo dice?

—Te he preguntado qué nos has llamado —repitió ella, en un tono de voz cortante y frío.

El muchacho movió la cabeza en un intento de ordenar sus pensamientos. Se había dirigido a él en un árabe fluido, aunque con un acento extranjero inconfundible, que le pareció libanés. ¿Qué había dicho para que le hiciera esa pregunta en aquel tono? Se esforzó por reconstruir el minuto anterior. Venía andando por la callejuela, desembocó en la calle principal, vio al viejo de siempre sentado en el sitio de siempre, el viejo le preguntó adónde iba y él dio la respuesta habitual: iba a llevar al perro
kafir
y a su prostituta…

¡Por Alá! ¡La perra
kafir
lo había entendido!

—¿Qué pasa? —preguntaba el hombre en inglés, sin entender nada—. ¿Por qué nos paramos?

Ahmed confirmó por su reacción que el hombre no hablaba árabe. Sólo la mujer. Ella seguía mirando fijamente al muchacho, y éste, recuperado de la sorpresa al percatarse de que ella había entendido sus palabras, le devolvió la mirada sin mostrarse intimidado. ¡Por el Profeta, ninguna mujer le haría vacilar!

—¿Qué nos has llamado? —insistió la turista.

—¡Os he llamado lo que sois! —dijo Ahmed, mirándola a los ojos con desafío.

—¿Qué pasa,
sweetie
? —volvió a preguntar el norteamericano al presentir que algo no iba bien—. Cuéntamelo.

Sin apartar la vista de Ahmed, la mujer dijo en inglés:

—Este tipo te ha llamado perro infiel; y a mí, prostituta.

El hombre arqueó las cejas, perplejo y boquiabierto. Dudaba incluso de si la habría oído bien.

—¿Qué?

—Lo que te digo, Johnny. Nos ha insultado.

Pasado el pasmo inicial, el rostro del norteamericano enrojeció y, con un gesto rápido e inesperado, abofeteó a Ahmed.

Paf.

—¿Cómo te atreves? —murmuró, súbitamente indignado.

El muchacho, cogido por sorpresa, cayó al suelo y sintió que el hombre se acercaba.

—¡Cerdo árabe! —Lanzó luego una patada que pasó rozando la espalda del muchacho—. ¡Toma! ¿Quién te has creído?

El miedo de Ahmed se volvió repentinamente furia. Se levantó de un salto y se abalanzó a ciegas sobre el norteamericano, lanzando golpes sin cesar. A veces acertaba contra el rostro o el cuerpo del turista, y otras veces fallaba. En todo caso, no paraba de golpear, en un frenesí furioso, imparable, desquiciado. Dejó de ver bien. Todo lo que registraba era una refriega rabiosa. Veía una mano, un rostro, el suelo, una tienda, un pie, una mano, todo en una secuencia incesante, en medio de una confusión indescriptible y una cólera desaforada.

—¡Perro
kafir
! —vociferó en medio de aquel caos enfurecido—. ¡Que Alá te condene al fuego eterno!

Se generó un pequeño tumulto en plena calle. Ahmed notó que, al principio, la violencia de su ataque había cogido al adversario por sorpresa, aunque tras los primeros golpes había reaccionado. Redobló la furia de su ataque, en un intento de acabar la pelea cuanto antes, pero su nuevo ímpetu se vio interrumpido de manera inesperada por dos manos duras como el hierro que lo empujaron por el aire.

—¡Suéltalo! —ordenó una voz en árabe—. ¡Suéltalo!

Ahmed sintió que le doblaban el brazo derecho, que casi reventó del dolor cuando se lo apretaron con fuerza a la espalda. Se llevó un puñetazo en el estómago y el dolor, agudo y devastador, se trasladó a esa parte de su cuerpo. Se retorció y se golpeó la cabeza contra el suelo. Sintió dos patadas en las costillas, y otra en la nariz. Intentó abrir los ojos y lo vio todo rojo: era la sangre que le corría abundantemente por la cara. Pero, en medio de todo aquel barullo, consiguió ver de reojo a los hombres que habían intervenido y, al reconocer las caras serias, se dio cuenta de que estaba perdido: eran policías de paisano.

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