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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (22 page)

El juez tenía un aire entre displicente e indiferente en el momento en que alzó el martillo de madera y miró al muchacho, que, en el banquillo de los acusados, lo observaba asustado y ansioso.

—Por delitos contra la integridad física de un turista y contra la integridad moral de una mujer —proclamó de manera monótona—, condeno al acusado, Ahmed ibn Barakah, a tres años de prisión.

El martillo golpeó con estruendo la mesa.

Pac
.

Acto seguido, el policía empujó por los hombros a Ahmed, que ni siquiera tuvo tiempo de ver cómo su madre ocultaba su rostro lleno de lágrimas, cómo el padre se estremecía avergonzado en las bancadas casi desiertas del tribunal y cómo Arif agachaba la cabeza en señal de desaliento. En un abrir y cerrar de ojos lo sacaron de la sala de audiencias y lo arrastraron por los pasillos desnudos y opresivos hasta el coche celular, donde lo esperaban los demás condenados del día. Hacía calor, como siempre en El Cairo, pero lo que le ardía ese día era el alma. De miedo e indignación.

Se sentó en el coche celular, con la mirada perdida en el infinito, mientras esperaba la llegada de otros condenados y que los llevaran a la prisión. ¡Tres años de reclusión por haber puesto en su sitio a un
kafir
y a su prostituta! ¡Tres años! ¿Qué país era el suyo, en el que daban más importancia a dos
kafirun
que a un creyente? ¡Y, además, él se había limitado a responder a las agresiones de esos perros! Movió la cabeza, en un ademán que mezclaba indignación y conmiseración. ¿Dónde se había visto algo así? ¡Un
kafir
ya era más importante que un creyente! ¿Cómo era posible? ¡Un
kafir
había llegado a ser más importante que un creyente! ¡Por Alá, a qué extremos había llegado el país…!

A ojos de Ahmed, su enjuiciamiento se resumía a una lógica de una simplicidad horripilante. El turista norteamericano no era más que un periodista que cubría la guerra civil del Líbano. Había ido a El Cairo con su meretriz libanesa, una perra cristiana a buen seguro apaniaguada por los malditos Gemayel y, en venganza por el justo correctivo que le había aplicado, había usado toda su influencia para implicar a la embajada estadounidense y presionar hasta obtener la condena de un creyente. El Gobierno, formado evidentemente por fantoches de los norteamericanos, seguramente se había visto obligado a implicarse en todo aquel lío y había presionado al tribunal. El juez tenía miedo y lo había condenado. Sólo así se podía entender que diera más importancia a un
kafir
que a un creyente.

¡Ay, mientras tuvieran un Gobierno así, no irían a ninguna parte! ¿No eran los mismos que habían ido a Al-Quds y habían firmado la paz con los sionistas? ¡El faraón Sadat fue quien dio la cara, pero Mubarak también había estado involucrado en esa traición, el muy apóstata! ¿Y qué era el pequeño Ahmed ante una afrenta de tal calibre? Si tuvieron la poca vergüenza de acudir a la tierra de los
kafirun
y de abrazar a los sionistas, ¿qué les costaba mandar a un pobre y humilde creyente a prisión durante tres años por haberse defendido de un cruzado?

El sentimiento de rebeldía llevó a Ahmed a pensar en algo que otro turista le había dicho. ¿Qué palabra había utilizado? Democracia, ¿no? Le había preguntado a Ahmed si le gustaría que hubiera democracia en Egipto. Claro, en aquel momento tuvo que buscar la palabra en la enciclopedia: «democracia». Según lo que leyó, había concluido que eso significaba organizar unas elecciones y que todo el mundo votara un nuevo gobierno.

A primera vista, la idea no le parecía del todo mal. Tendría que consultarlo con un mulá, claro. Y no con un sufí desviado, sino con un verdadero creyente. Si hubiera elecciones, podría votar contra Mubarak y sus esbirros, y contra toda aquella miserable corrupción que los arrastraba a la decadencia. En vez de aquellos gusanos, podrían poner en el gobierno a gente honesta, buenos musulmanes que respetaran la
sharia
y la voluntad de Alá, que distribuyeran
zakat
entre los necesitados y que hicieran frente a los
kafirun
que humillaban a la
umma
. Sí, tal vez eso era lo que Egipto necesitaba: democracia.

21

L
a vida de Tomás volvió a discurrir dentro de la rutina de siempre. Daba clases de Historia en la Universidad de Lisboa y ejercía de consultor en la Fundación Calouste Gulbekian, que precisamente tenía su sede en la misma calle de la facultad. Los fines de semana, iba a Coímbra a visitar a su madre. Cuando la encontraba más lúcida, se la llevaba a pasear por la Baixinha o por la ribera del río, junto al puente peatonal.

Las novedades llegaban a su vida a través del teléfono. Rebecca Scott lo llamaba con frecuencia desde Madrid para saber si había conseguido descifrar el mensaje que le había mostrado en Venecia o por si había progresado en sus pesquisas sobre los fundamentalistas islámicos en Lisboa.

—He descubierto algunos sitios en Lisboa donde se habla mucho de la yihad —anunció Tomás.

—Ah, ¿sí? ¿Dónde?

—En los cines que proyectan las películas de Chuck Norris —bromeó, empleando el chiste de Alcides.

—Hace muy mal tomándose esto a broma —le reprendió ella al otro lado de la línea—. ¡Es algo muy serio!

Las conversaciones entre ambos se circunscribían a los asuntos relacionados con el trabajo en el NEST, pero Tomás tenía la intuición de que ella usaba el trabajo como un pretexto para hablar con él. Es verdad que la intuición nunca había sido su fuerte e incluso podían ser sólo imaginaciones suyas, pero las conversaciones con Rebecca le hacían tener esa impresión.

En su momento, las revelaciones que recibió en Venecia le parecieron gravísimas, pero, ahora, en el remanso de paz de Lisboa, que se desperezaba en la placidez soleada de los días templados, las amenazas terribles le parecían pura fantasía. En todo caso, decidió no dejar el asunto morir del todo. Bien visto, el NEST le pagaba ahora un sueldo, modesto, es verdad, pero lo suficiente como para convencerlo de que debía prestar el servicio.

Por eso comenzó a frecuentar las mezquitas. Los viernes se movía principalmente por la Mezquita Central, en la Praça de Espanha, que le quedaba muy a mano al estar al lado de la facultad y de la Gulbekian. Los musulmanes que la frecuentaban lo recibieron con una mezcla de sorpresa y satisfacción. No era habitual ver por allí gente con los ojos verdes.

—¿Quiere convertirse al islam? —le preguntaban con frecuencia las primeras veces.

—No, no. Sólo estoy aquí para ver.

Con el tiempo comenzaron a meterse con Tomás, sobre todo los mozambiqueños y los guineanos que se cruzaban con él durante las abluciones.

—¿Cuándo va a declarar la
shahada
, profesor? —le preguntaban en broma, refiriéndose a la declaración de que sólo existe un Dios y de que Mahoma es su Profeta.

Al principio se reía y mantenía la versión de que estaba allí sólo para ver, pero sintió que necesitaba bromear y decidió entrar en el juego.

—Me lo estoy pensando —respondió una vez.

Esta réplica fue diferente de la habitual, lo que suscitó la curiosidad de sus interlocutores, siempre predispuestos.

—¿En serio, profesor?

—Sí —confirmó—. ¡Desde que he descubierto que los musulmanes pueden casarse con varias mujeres, no pienso en otra cosa!

Su comentario fue recibido con una carcajada general, acompañada de muchas palmadas en la espalda.

—Depende de la hembra —replicó un mozambiqueño con las manos metidas en el agua—. ¡Hay mujeres por las que hay que pagar para librarse de ellas, hombre!

Hubo nuevas carcajadas.

—Ahora en serio —insistió el historiador—. ¿Hay alguien que tenga varias mujeres?

—¿Aquí en Portugal? —preguntó un guineano que esperaba su turno para las abluciones—. ¡Ésa es buena!

—Aquí no hay harenes —confirmó el mozambiqueño, que ahora se lavaba los pies—. La gente respeta la ley. ¡Qué remedio!

Tomás descubrió que este ambiente relajado era ideal a fin de crear una atmósfera propicia para hacer preguntas de mayor alcance, sin correr el riesgo de ofender a nadie. Empezó a buscar la complicidad con los hombres haciendo bromas, sobre todo respecto a las mujeres, para sondear el terreno de un modo más eficaz.

—Los fundamentalistas sí que tienen una buena vida, ¿verdad? —dijo al hilo de una serie de chistes sobre los harenes—. Los que sólo obedecen la
sharia
y se casan con todas las mujeres que quieren…

—Ya lo creo, amigo. Ya lo creo.

—Me gustaría conocer a ese tipo de gente. ¿Alguien de vosotros podría presentarme a alguno?

Siempre que pedía algo así, los musulmanes portugueses se reían.

«Sólo en Arabia Saudí, amigo mío», le respondían a menudo. O: «¡Tienes que preguntar a Bin Laden!».

Sólo cuatro semanas después de volver de Venecia, y tras varias llamadas de Rebecca para preguntarle sobre los progresos de su trabajo, abrió la libreta de notas y miró el mensaje cifrado que Al-Qaeda había ocultado bajo la fotografía pornográfica de la rubia de la boca abierta.

Comenzó por leer la línea en voz alta, intentando respetar las sílabas.

—«Seis ay has un ha oito ru». —Se calló, en un esfuerzo por discernir el sentido de lo que había leído—. ¿Qué demonios querrá decir esto?

Aquel día era festivo, por lo que tenía todo el tiempo del mundo para resolver el misterio. Se rascó la cabeza. A primera vista, aquello parecía claramente una…

Rrrrrrr

El sonido hizo que levantara la cabeza del bloc. Era la vibración muda del teléfono móvil. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el aparato.

—¿Sí?

—Buenas tardes. ¿Profesor Noronha?

—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?

—Soy Norberto.

Tomás hizo un esfuerzo por recordar, pero el nombre no le decía nada.

—Disculpe, no caigo…

—Norberto Mamede. Soy un alumno suyo de la facultad, de Estudios Islámicos.

—¡Ah! —exclamó dándose golpecitos con la palma de la mano en la cabeza—. ¡Norberto! Perdona, tenía la cabeza en otra parte. ¿Va todo bien, muchacho?

Al otro lado de la línea, la voz era vacilante.

—Más o menos, profesor.

—¿Y eso? ¿Qué pasa?

Norberto hizo una pausa breve antes de responder.

—¿Recuerda usted la clase del otro día, cuando nos llevó a pasear por la Alfama y por la Mouraria?

—Sí…

—¿Se acuerda de que nos preguntó sobre los…, bueno, sobre los fundamentalistas?

El corazón de Tomás se sobresaltó. Se sentó lentamente en el sofá y se pegó el auricular del teléfono al oído para asegurarse de que oiría bien lo que el alumno tenía que decirle.

—Sí…

—Pues…, lo cierto es que he recibido hace un momento una llamada y…, no sé qué hacer, no sé a quién dirigirme… Me acordé de la conversación del otro día con usted y decidí llamarlo. No sé si he hecho bien.

—Has hecho bien, Norberto —le aseguró—. Has hecho bien. A mí puedes contarme lo que sea. Dime, ¿quién te ha llamado?

La voz del alumno volvió a ser vacilante.

—¿Se acuerda usted de Zacarias?

—¿Quién? ¿Aquel chico con barba que iba a la facultad el año pasado?

—¡Sí, ese mismo! Se acuerda de él, ¿no? Pues ha sido él quien me ha llamado.

—¿Y?

—Zacarias siempre tuvo la manía de que era mejor musulmán que el resto de nosotros: más esto, más aquello, siempre se enfadaba con nosotros cuando bebíamos cerveza… En fin, era riguroso a la hora de cumplir con nuestras costumbres. El año pasado desapareció y nunca más supimos de él. Confieso que no reparé demasiado en su ausencia, porque el tipo era incluso algo desagradable. Pero anoche, estaba cenando y sonó el teléfono. Mi madre lo cogió y me dijo que era una llamada de larga distancia para mí. Cuando cogí el teléfono, comprobé que era Zacarias.

—Ah, ¿y qué te dijo?

—Me pareció que estaba asustado. Quería saber si podía ayudarle a volver a Portugal.

—Pero ¿por qué estaba asustado?

—Creo que los tipos con los que se mueve son fundamentalistas.

—¿Ah, sí?

—La conexión no era buena, había muchas interferencias, pero me pareció oír que decía una palabra…, una palabra que me acojonó un poco, lo confieso. Todavía estoy algo nervioso.

—¿Qué palabra? ¿Qué fue lo que dijo?

Norberto suspiró para reunir el valor necesario para decir la palabra.

—Terroristas.

22

L
a puerta de la celda era metálica y, cuando el guarda la abrió, Ahmed vio un mar de cabezas y cuerpos volverse hacia él. El guarda lo empujó al interior de la celda y cerró la puerta. Un fuerte hedor a heces infestaba el aire pesado y viciado. Hacía un calor insoportable, y el recién llegado pronto se dio cuenta de que era difícil moverse en medio de aquella multitud. Parecía que los prisioneros estaban enlatados, hacinados.

—¿Quién eres tú, hermano? —preguntó uno de los compañeros de celda, un viejo de barbas blancas.

Ahmed se presentó y, respondiendo al interrogatorio al que lo sometieron, explicó el motivo por el que estaba preso. En un momento de la narración se elevó entre el resto de los presos un leve clamor de aprobación en apoyo a los insultos y a los golpes que habían causado la detención.

—Estos
kafirun
tienen que aprender que no pueden venir aquí, a nuestra tierra, y comportarse como cruzados —observó el hombre de las barbas blancas, lo que provocó un nuevo asentimiento a coro del resto de los presos—. Hiciste bien, hermano.

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