—¿Cómo te llamas?
—Ahmed ibn Barakah.
El hombre abrió la maleta y hojeó unos papeles hasta encontrar lo que buscaba. Cuando los encontró, leyó durante unos instantes.
—Estoy leyendo tu expediente —murmuró recorriendo el documento con la vista—. Aquí dice que eres un radical. —Miró al preso enarcando las cejas, como quien sabe la verdad y no admite que le mientan—. ¿Es verdad eso?
A Ahmed le palpitaba el corazón en el pecho de forma descontrolada. Sabía que tenía que responder todas las preguntas sin cometer un error, pero no entendía con exactitud qué esperaba de él aquel hombre.
—¿Es verdad?
El preso notaba la boca seca. Había de responder, pero tenía miedo de hablar, no fuera a cometer un error.
—Soy…, soy creyente —balbució al fin—. Creo en Alá
Ar-Rahman Ar Rahim
, el Clemente y Misericordioso. Soy testigo de que no hay más Dios que Alá y de que Mahoma es su Profeta.
El hombre gordo cambió de pierna de apoyo.
—Todos creemos en Alá y somos testigos de que no hay más Dios que Alá —replicó, en un tono que reflejaba que se le estaba agotando la paciencia—. Pero aquí quien manda es Alá
Al-Hakam
, el Juez, y yo quiero saber si eres o no un radical.
—No sé qué es un radical —intentó argumentar Ahmed, en un esfuerzo por evadir la pregunta—. Soy un creyente, respeto los mandatos de Alá y la sunna del…
Un dolor violentísimo le subió por el vientre, como si lo laceraran con cuchillos. El dolor era tan fuerte que lo cegó, llenándole la vista de lucecitas. Se contorsionó en la silla intentando doblarse, pero las correas eran resistentes y no consiguió moverse del sitio.
—¿Eres o no un radical?
Notó que se le había agotado el margen de negociación y decidió que diría lo que le pidieran.
—Sí…, sí, soy un radical.
—¿Perteneces a la Hermandad Musulmana?
—No.
Volvió a sentir el dolor, inmenso e intenso. Ahmed casi perdió la conciencia. Sintió que le echaban agua fría por la cabeza y, al abrir los ojos de nuevo, vio al hombre gordo mirándolo.
—¿Perteneces a la Hermandad Musulmana?
—No.
—Pero venías con ellos desde Abu Zabaal.
—Vine…, vine, porque me metieron en el coche. Ni sabía…, ni sabía que ellos eran de la Hermandad.
—¿No los conocías en Abu Zabaal?
—Sólo…, sólo de vista. Dos…, dos de ellos estaban en la misma celda que yo en Abu Zabaal.
—¿Quiénes?
—Los hermanos…, los hermanos Walid.
El hombre gordo consultó los documentos que tenía en la mano y asintió con la cabeza. Parecía haber aceptado la respuesta. Sin embargo, pronto alzó de nuevo la vista y miró fijamente al recluso.
—¿Y a Al-Jama’a Islamiyya?
Ahmed se dio cuenta de que era una pregunta muy peligrosa. Una facción de Al-Jama’a era responsable de la muerte del Sadat, y el Gobierno había emprendido una persecución cerrada contra el movimiento. Cualquier asociación con esta organización sería explosiva, devastadora.
Negó con la cabeza para enfatizar su respuesta.
—No, no pertenezco a Al-Jama’a.
Volvió a sentir una explosión de dolor, de ceguera y de luces. El sufrimiento era increíble, como si le clavaran mil cuchillos punzantes en el cuerpo. Esta vez perdió el sentido.
Volvió en sí con una sensación fría y húmeda en la cara. Le habían vuelto a echar agua en la cabeza.
—Te lo volveré a preguntar: ¿perteneces a Al-Jama’a al-Islamiyya? ¡Di la verdad!
—¡No! —volvió a negar, moviendo de manera vehemente la cabeza—. ¡No!
El hombre gordo señaló los papeles que tenía en la mano.
—Aquí dice que hay testigos de que simpatizabas con el movimiento.
—¿Quién? ¿Qué testigos? ¡No sé nada, lo juro! ¡Por el Profeta, juro que no sé nada!
—¡Mientes!
—¡Es verdad! ¡No soy de Al-Jama’a! ¡Lo juro!
—¿No participaste en el asesinato del presidente?
—¿Yo? —Ahmed se sorprendió y enarcó las cejas horrorizado—. ¡Claro que no! ¡Claro que no!
—¿Puedes probarlo?
—¡Tenía…, tenía doce años cuando ocurrió! ¡Claro que no participé!
—¡Pero tenías amigos en Al-Jama’a!
—Tenía muchos amigos. Quizás algunos pertenecían a Al-Jama’a…, no lo sé.
El hombre hojeó otras páginas recorriendo con la vista la información que contenían.
—Dicen que te volviste un radical.
—Soy un creyente. Sigo las instrucciones de Alá en el Corán y la sunna del Profeta. Si eso es ser un radical, soy un radical.
El interrogador volvió a estudiar los documentos que tenía en la mano y miró la fecha de nacimiento.
—Es cierto, naciste en 1969, ¿no? —Se rascó la barba mientras hacia el cálculo—. Realmente, tenías doce años cuando el presidente fue asesinado. —Siguió leyendo los documentos y levantó la vista cuando descubrió algo que le llamó la atención—. A ver, ¿por qué dejaste de frecuentar tu mezquita?
En ese momento Ahmed advirtió, sorprendido, que la policía lo había investigado a fondo. ¡Hasta habían preguntado por él en la mezquita!
—¿Qué mezquita? —preguntó, pese a que sabía de sobras a cual se refería su interlocutor, para ganar tiempo y ordenar sus pensamientos.
—La de tu barrio. ¿Por qué dejaste de ir?
—Porque…, porque no enseñaban el verdadero islam.
El hombre gordo arqueó las cejas.
—¿Ah, no? ¿Qué enseñaban entonces?
—Era una versión cristianizada del islam, una versión para agradar a los
kafirun
. Aquello no era el verdadero islam.
—Entonces, ¿qué es el verdadero islam?
—Lo que dice el Corán y en la sunna del Profeta.
—¿En esa mezquita no enseñaban el Corán y la sunna?
—Sí, claro —reconoció—. Pero sólo una parte. Había cosas que no enseñaban.
—¿Qué cosas?
—Que no debemos ser amigos de las Gentes del Libro, por ejemplo. Es lo que Alá dice en el Corán, y algunos que dicen ser creyentes parecen querer ignorarlo. O que debemos tender emboscadas y matar a los idólatras allá donde los encontremos, tal como Alá ordena en el Libro Sagrado. En la mezquita, no enseñaban nada de esto: el mulá fingía que no estaban allí.
El hombre gordo respiró hondo y dejó los documentos sobre una mesita. Después miró a sus hombres e hizo una señal con la cabeza en dirección a Ahmed.
—Lleváoslo y traedme a otro.
¡C
off! ¡Coff!
El olor ácido y penetrante a contaminación le invadió los pulmones. Tomás tosió, sofocado, y miró hacia fuera. Una nube violeta se alzaba sobre las calles, planeando sobre los miles y miles de motos y automóviles que llenaban como hormigas las arterias polvorientas de Lahore. Vio que lo peor eran los motocarros, cuyos tubos de escape exhalaban densas columnas de humo. Parecían chimeneas de fábrica sobre ruedas.
¡Coff! ¡Coff
!
No podía parar de toser
.
¡Coff! ¡Coff
!
—
Por favor —le pidió al conductor, al sentir que se asfixiaba—, ¿podría cerrar las ventanillas
?
—
Yes, mister
—asintió el taxista.
El pakistaní hizo girar el elevalunas hasta cerrar la ventanilla de su puerta y, sin parar el coche en ningún momento, inclinó el cuerpo hacia el otro lado y comenzó a girar el elevalunas de la otra puerta.
—¡Cuidado! —gritó Tomás al ver que el taxi se dirigía hacia un motocarro.
Un volantazo brusco evitó que chocaran en el último momento. El taxista volvió la cabeza y mostró los dientes amarillos, en lo que parecía la caricatura de una sonrisa.
—No se preocupe,
mister
. Aquí, en Lahore, siempre es así.
Con las ventanillas ya cerradas, el interior del taxi parecía por fin aislado, una caja donde se podía respirar en medio de una nube increíblemente vasta de contaminación.
Tomás respiró profundamente, aliviado.
—¡Puf! Ahora se está mejor.
Miró hacia fuera y examinó el entramado urbano. Lahore era una ciudad plana y polvorienta, pero sobre todo caótica. Las casas eran bajas, había edificios inacabados de color ladrillo y una nube permanente de humo fluctuaba a lo largo del horizonte irregular. La neblina era tan cenicienta que oscurecía la mañana. La niebla de la contaminación nacía en las grandes arterias, todas muy agitadas, y ascendía lentamente hacia el firmamento, donde se quedaba planeando como un espectro.
—¿El Zamzama queda lejos? —preguntó el cliente, que ya estaba impacientándose.
El taxi se había metido en una avenida tan congestionada que casi le resultaba imposible avanzar.
—No,
mister
.
La información le tranquilizó.
—¿Cuánto nos falta para llegar? ¿Cinco minutos? ¿Diez?
El taxista se rio.
—No,
mister
. Con este tráfico, vamos a tardar por lo menos una hora…
Tomás entornó los ojos.
—¡Oh, no!
Se recostó en el asiento mentalizándose para un viaje lento y largo. Atrapado en la ratonera infernal de aquel tráfico, el taxi avanzaba a impulsos. No le sorprendía ya que necesitaran una hora para cubrir el trayecto. ¡En los últimos diez minutos, sólo habían avanzado doscientos metros!
Se sentía cansado después de tantos vuelos. Se había pasado las últimas veinticuatro horas de vuelo en vuelo: de Lisboa a Londres, desde donde ese día no había conexión directa con Pakistán; de Londres a Manchester, a tiempo para coger el vuelo nocturno de las líneas aéreas pakistaníes; de Manchester a Islamabad, donde desembarcó de madrugada; y finalmente de Islamabad a Lahore. Había llegado después de cuatro vuelos.
«Lo bueno es que he aprovechado el tiempo para trabajar», consideró.
Cerró los ojos para intentar relajarse y descansar. Pero tenía la mente saturada con las imágenes del trabajo al que se había dedicado durante los vuelos. Era tan obsesivo como aquellos juegos de ordenador que permanecían en la retina después de horas. A pesar de tener los ojos cerrados, sólo veía las letras y los números que formaban combinaciones en la oscuridad, como un inmenso
sudoku
mental.
—Mierda —renegó, abriendo los ojos.
Concluyó que no iba a poder dormir hasta que no solucionara el enigma, que lo tenía absorbido. Rindiéndose a la evidencia, se inclinó en el asiento y abrió la bolsa de mano, de donde sacó la libreta de notas. Pasó las páginas y volvió a la línea que lo torturaba siempre que cerraba los ojos.
—Al lado de la línea y en las páginas siguientes, se multiplicaban los intentos frustrados de descifrar la clave. Vio que algo fallaba. Quizá fuera mejor encarar el acertijo de otra forma. Como los criptoanalistas del NEST, siempre había partido de la premisa de que se enfrentaba a una clave de gran complejidad, pues sus autores parecían contar con recursos tan sofisticados que hasta habían conseguido ocultar el mensaje tras una imagen. Pero puede que ésa no fuera la línea correcta. Los continuos fracasos, tanto los suyos como los de los criptoanalistas del NEST, eran un indicio evidente de que estaban cometiendo un error.
¿Y si cambiaba la perspectiva? ¿Y si intentaba ponerse en el lugar de los hombres que habían enviado aquel mensaje? Mejor aún, ¿y si era capaz de comprender la posición del destinatario en Lisboa?
Se rascó la cabeza, totalmente embebido en aquel misterio.
Lo primero destacable es que el mensaje, aunque lo habían enviado unos musulmanes, posiblemente árabes, estaba escrito en caracteres latinos. Tomás pensó que ese detalle no era baladí. ¿Qué lectura debía hacer de eso? En primer lugar, esto parecía demostrar que el destinatario en Lisboa no tenía modo de abrir un mensaje en caracteres árabes. Claro, lo había consultado en un cibercafé, como había averiguado el NEST, y era natural que el ordenador de ese cibercafé no tuviera instalado
software
para lengua árabe. Por eso habían tenido que enviar el mensaje en caracteres latinos.
Sin embargo, había otra conclusión que debía extraerse de ese hecho. Estaba claro que quien envió el mensaje no sabía que la dirección del remitente se encontraba bajo vigilancia. Eso era lo que Rebecca le había dicho. Si es así, después de ocultar el mensaje tras una fotografía pornográfica, seguramente los terroristas no verían la necesidad de utilizar una clave muy compleja. ¿Por qué lo iban a hacer si pensaban que no estaban vigilados? Además, era incluso posible que el destinatario en Lisboa no dispusiera de medios para descifrar un mensaje que utilizara un sistema demasiado sofisticado. Visto así, la conclusión era clara: la clave tenía que ser sencilla.
Sencilla.
—Es evidente… —murmuró Tomás, cayendo en la cuenta—. ¿Cómo no lo he visto antes?
—¿Perdón,
mister
?
El portugués miró alelado al taxista, que lo observaba por el retrovisor. Su mente seguía sumergida en el enigma, con la vista fijada momentáneamente en los ojos del pakistaní. Sólo tras un instante de perplejidad se dio cuenta de que el hombre le había formulado una pregunta.
—No pasa nada —dijo, volviendo a dirigir su atención hacia la libreta de notas. Estaba hablando solo.
Con movimientos frenéticos, bolígrafo en mano, se puso a probar soluciones tradicionales para el mensaje. La clave debería ser sencilla. Probó la clave de César, pero no consiguió nada. Probó luego con las cifras de sustitución homófonas, también sin suerte. Tampoco consiguió nada aplicando el cuadro de Vigenère.