La costumbre hacía que le costara llamar «hermano» a su antiguo profesor, pero era consciente de que, con el tiempo, se acostumbraría a usar el nuevo tratamiento.
—De acuerdo…, hermano.
Le costó, pero lo dijo.
—Muy bien —aprobó Ayman—. Ahora, cuéntame, ¿qué es de tu vida?
—Estoy bien,
masha’allah
. ¿Qué le hicieron a usted, señor profes…, hermano?
El antiguo profesor de religión se encogió de hombros.
—¡Me hicieron lo que les hicieron a todos los hermanos, que Alá los maldiga para siempre! Me torturaron. —Se desabrochó la camisa y le enseñó las marcas en el pecho—. Me golpearon, me dieron
electroshock
, me colgaron como si fuera un trozo de carne en una carnicería. —Mostró las manos. Tenía las puntas de los dedos deformadas—. ¡Me arrancaron las uñas, una por una, que Alá los lleve al Infierno!
Ahmed miró impresionado los dedos deformados del profesor moviendo la cabeza. Le costaba contener la furia. Le hervía la sangre.
—¡A mí también me torturaron, esos malditos perros!
—¿Qué te hicieron?
—Me dieron
electroshock
.
—¿Y qué más?
—¿Te parece poco?
Ayman movió la cabeza, queriendo decir que podía haber sido peor.
—Y ahora que has pasado por la tortura, ¿tienes miedo?
El joven miró a su profesor con una expresión escandalizada, como si lo hubiera insultado.
—¿Miedo, yo? ¡Claro que no!
—¿Y entonces?
Ahmed temblaba.
—¡Los odio! ¡Los odio! ¿Cómo pueden comportarse así? ¿Cómo pueden hacernos esto? —Escupió al suelo con desdén—. ¡Estos perros son la vergüenza del islam! ¿Cómo pueden castigar a un creyente para proteger a los
kafirun
?
—Los del Gobierno declaran la
shahada
y practican el
salat
—dijo el antiguo profesor—, pero no son creyentes.
—¡Son perros rabiosos!
Mirando el alambre de espino trenzado sobre los muros que rodeaban el patio de la prisión, Ayman aspiró con fuerza y escupió, en un gesto de profundo desprecio.
—Peor que eso —sentenció—: ¡son
kafirun
!
¿H
a
leído usted a Kipling? —preguntó Rebecca.
—Claro, no olvide que soy historiador…
La norteamericana pasó la mano por el cobre trabajado de la pieza de artillería que dominaba la gran avenida.
—Entonces, ya conoce el Zamzama.
Los ojos verdes de Tomás se deslizaron de las grandes ruedas laterales al arma que sostenían.
—«Quien controla el Zamzama controla el Punjab», así comenzaba la mejor novela de Kipling,
Kim
. —Dirigió la vista hacia ella—. ¿Es verdad eso?
Rebecca sonrió como si no hubiera respuesta para esa pregunta, como si ella no la supiera, o como si careciera de importancia, y señaló con la cabeza el lado izquierdo de la avenida.
—¡Vamos! Tenemos mucho que hacer.
Cruzaron The Mall en dirección al museo de Lahore, un bonito edificio de estilo neomongol que impresionó a Tomás. Estaban en pleno Raj británico.
En esta parte de la ciudad todo era grandioso e imponente, como la gran avenida que dividía Lahore como un río majestuoso: a un lado el bello museo en aquel estilo neomongol, semejante al Taj Majal; al otro la Universidad del Punjab. A ambos lados de la avenida había amplios paseos y espacios verdes, todo muy ordenado y bien cuidado, en un contraste flagrante con el caos y la contaminación que había encontrado al entrar en la ciudad.
—¿Sabe? —dijo Tomás—, ya he descifrado la clave del acertijo que interceptaron.
—¿En serio?
Pese a que iban caminando por el paseo, el historiador abrió su bolso de mano y buscó la libreta de notas.
—Sí. Me he pasado el viaje dándole vueltas y he conseguido descubrir el método con el que Al-Qaeda encriptó el mensaje.
—¿Qué dice?
—¿El mensaje? Aún no lo sé, pero me falta poco. Al menos ya…
Rebecca consultó el reloj y levantó la mano para interrumpirlo.
—Ahora no tenemos tiempo para eso —dijo en un tono de voz bajo y tenso—. Son las diez de la mañana y la cita con su ex alumno es dentro de menos de dos horas. Tenemos muchas cosas de qué preocuparnos en este momento. Dejemos el acertijo para luego.
Truncado su entusiasmo, Tomás se calló y se dejó guiar por la mujer, mientras su mirada de historiador se perdía entre la arquitectura imperial de aquella parte de la ciudad.
Era cierto, las fachadas de los edificios estaban deterioradas, pero la zona refulgía con el esplendor de la gran joya arquitectónica del Raj. Contemplando The Mall era posible retroceder en el tiempo y volver a las tardes indolentes de
cricket
, en las que los
gentlemen
llenaban los paseos de la avenida, acompañados de
ladies
que se protegían del sol con sombrillas, con números del
The Times
, que llegaban con semanas de retraso, bajo el brazo; en las que los caballos y las calesas recorrían la calzada con sus «clip-clops» característicos; en las que hombres con lazo y corbata entraban en los
clubs
para el
tea time
con
scones
y conversaciones en torno al
great imperial game
, y
mensahib
vestidas con…
—Es aquí.
La voz de Rebecca deshizo la imagen del Raj de Lahore y devolvió a Tomás al presente. La norteamericana se paró delante de una gran camioneta azul, aparcada junto al paseo.
Una nave espacial.
Ésa fue la impresión que tuvo cuando puso el pie en el interior de la camioneta. Por fuera, el vehículo tenía la chapa desgastada y abollada en algunas partes. La pintura azul se había desvaído y estaba cubierta por una densa capa de polvo y por espesas manchas de barro. Los neumáticos estaban casi gastados. Lo único que distinguía a la camioneta del resto de las carcasas ambulantes que agitaban el tráfico de Lahore eran los cristales oscuros, que, aparentemente, cumplían la función de proteger a los ocupantes del calor asfixiante del Punjab.
A la vista del aspecto exterior tan degradado, Tomás se esperaba que el interior del vehículo estuviera sucio y desaseado, quizás hasta con agujeros en los asientos, por lo que, al entrar, experimentó una sensación de absoluta irrealidad. El interior era oscuro, lleno de pantallas LCD y de alta tecnología. Dentro se respiraba un aroma de sofisticación. Esperaba algo tan distinto que hasta dudó de sus sentidos. ¡No podía estar dentro de la camioneta destartalada que había visto hacía sólo unos instantes! ¡Seguro que se engañaba!
—
Howdy
!
La voz masculina procedía de la parte delantera de la camioneta. O, para ser exactos, del
cockpit
. Esforzándose por acostumbrarse a la oscuridad, Tomás distinguió dos figuras. Eran dos hombres de veinte a treinta años, vestidos con camisa clara y corbata, y que llevaban puestos unos enormes auriculares.
—Me llamo Jarogniew —dijo uno de ellos, que se volvió hacia él y le ofreció la mano para saludarlo—. Pero me llaman «Jerry». Es más fácil. ¿Cómo va todo?
—Yo soy Sam —dijo el otro, imitando a su compañero.
El recién llegado les dio la mano.
—Soy Tomás —se presentó.
—
No shit, Sherlock
! —sonrió Jarogniew—. ¡Pensábamos que era el
fucking
Bin Laden!
Se rieron ambos, muy animados, y Tomás sonrió más por cortesía que porque le hubiera hecho gracia el chiste.
—¡Muchachos! ¡Muchachos! —dijo Rebecca, que había entrado en la camioneta y acababa de cerrar la puerta tras de sí—. ¡Un poco de formalidad! ¡Compórtense! ¿Qué va a pensar nuestro invitado?
—Sí, Maggie —respondió Jarogniew, que era claramente el más bromista—. ¿Nos vamos ya,
boss
?
—Sí.
Jarogniew encendió el motor y la camioneta arrancó bruscamente, agitando a los ocupantes en sus asientos. Rebecca sonrió y se volvió hacia el portugués.
—No les haga caso, Tom. Siempre están de guasa, pero puede confiar en ellos. Son los mejores agentes que tenemos en Pakistán.
—¿La han llamado Maggie?
La mujer se encogió de hombros.
—Ah. No les haga caso.
—Pero ¿se llama Maggie o Rebecca?
—No es eso. Tienen la manía de que me parezco a Meg Ryan…
Tomás la miró con atención y observó mejor los grandes ojos azules y el cabello rubio y corto de la mujer sentada a su lado.
—No van desencaminados —reconoció—. Se da usted un aire.
—¿De veras?
—Claro que usted es más guapa —se apresuró a añadir—. Si quiere que le diga la verdad, Meg Ryan no le llega a la suela de los zapatos…
Rebecca soltó una carcajada.
—¡Ay, la sangre latina! ¡
Mister
Bellamy ya me avisó! ¡Debo tener cuidado con usted!
—¿Y yo? ¿Con quién debo tener cuidado?
La mujer desvió la vista hacia las calles que se sucedían. La camioneta acababa de dejar The Mall y se adentraba en el sector pakistaní de Lahore.
—Usted debe tener cuidado con lo que pase en el fuerte —respondió ella, cambiando el tono ligero de la conversación—. Esta gente no bromea.
—¿Y quién me va a proteger? ¿Usted?
—Claro. —Señaló a los dos hombres que ocupaban la parte delantera del coche—. Y ellos.
Tomás centró su atención en los dos hombres.
—¿El NEST tiene agentes en Pakistán?
—No. Jerry y Sam trabajan en la embajada de Islamabad. Digamos que nos los han prestado para esta operación. ¿Ve a Jerry?
Tomás miró al hombre que conducía la camioneta. Jarogniew era gordo y tenía una calva reluciente. Sólo tenía pelo detrás de las orejas.
—Sí.
—Es nuestro experto en comunicaciones. Sus abuelos llegaron desde Polonia, pero ahora su país es esta camioneta. Instala sistemas de comunicaciones y se dedica a labores de vigilancia. Si hay alguna anomalía, Jerry será el primero en detectarla.
El portugués continuaba mirando fijamente la calva del conductor.
—Y si detecta una anomalía, ¿qué pasa entonces?
—En ese caso, nos la comunicará a nosotros —dijo ella—, y todo quedará en mis manos y en las de Sam.
Los ojos de Tomás se deslizaron hacia el hombre que estaba sentado junto al conductor. Sam era un individuo corpulento, de pelo corto y barba rala, totalmente vestido de negro.
—Sam es el músculo, ¿no?
—Podría decirse que sí.
—Parece una versión fea de Van Damme —observó—. ¿No sabrá kárate también?
Era una broma, pero, por lo visto, a Rebecca el comentario le pareció oportuno.
—¡Sam! —llamó.
El hombre de negro volvió la cabeza.
—¿Qué, Maggie?
—Antes de venir a Islamabad, ¿que hacías?
—Me temo que esa información es confidencial.
Rebecca puso morritos y pestañeó de manera exagerada.
—¡Venga, no me vengas con ésas!
El hombre se rio.
—Navy SEALS —dijo—. Operaciones especiales en Afganistán, como bien sabe. ¿No se acuerda de aquel té que nos tomamos en Kandahar?
—¿Cómo no voy a acordarme? No dejaban de pegar tiros fuera, mientras nos tomábamos aquella zurrapa…
—Si se acuerda, ¿por qué lo pregunta?
—Por nada —replicó ella—. Sólo quería que nuestro amigo se percatara de en manos de quién está.
—
Right
.
El agente volvió a mirar hacia delante y prosiguió su conversación con el conductor, y Rebecca se inclinó en dirección al portugués.
—¿Le ha quedado claro? Sam es el responsable de su seguridad. Si Jerry detecta un problema, Sam y yo actuaremos. Su vida dependerá de nuestra capacidad de reacción.
Tomás se incorporó en su asiento.
—Caramba, ahora me está usted asustando. ¿Cree que esto puede salir mal?
—Oiga, Tom. ¿Tiene idea de qué tipo de musulmanes viven en esta ciudad?
—Sufíes —replicó Tomás—. Es más, los sufíes de Lahore son famosos. ¿Quién no conoce las noches sufíes del santuario de Baba Shah Jamal? Parece que bailan hasta entrar en trance, como una forma de entregarse a Dios. Dicen que es interesante. Muy místico.
Ella lo miró de nuevo, con un brillo de incredulidad en la mirada.
—¿Sufíes, dice?
—Sí. Es la corriente más pacífica del islam, junto con los ismaelitas. Los sufíes viven en paz y armonía. Para ellos la yihad es un concepto de lucha del espíritu por alcanzar la perfección, no significa necesariamente ni guerras ni matanzas.
Rebecca movió afirmativamente la cabeza. No parecía estar muy convencida.
—Es verdad que hay sufíes en Lahore —reconoció—. Es verdad que esta ciudad es el centro del misticismo islámico. —Adoptó un tono sombrío y añadió—: Pero también es verdad que aquí viven musulmanes de otras corrientes. ¿Ha oído hablar del Lashkar-e-Taiba?
El historiador asintió.
—El Ejército de los Puros —tradujo él—. Fueron los responsables de los atentados de 2008 en Mumbai. ¿Por qué?
—El Lashkar-e-Taiba es originario de Lahore.
—Habla en serio…
—Y otro puñado de organizaciones fundamentalistas islámicas. Lahore, Peshawar, Rawalpindi y Karachi son auténticos viveros de radicales. —Señaló hacia las calles—. Ésta puede ser la ciudad de la noche sufí de Baba Shah Jamal, pero no se olvide de que Lahore es también la ciudad de las mañanas sangrientas del Lashkar-e-Taiba.
La camioneta dejo atrás el tráfico denso y enfiló por un camino despejado que desembocaba en las grandes murallas. Había dos autobuses estacionados enfrente y algunos peatones con cámaras de fotos colgadas al cuello. La camioneta se aproximó despacio y aparcó al lado de los autobuses.
—Hemos llegado —anunció Jarogniew—. Éste es el fuerte.
Se hizo el silencio en el vehículo. Con una mezcla de curiosidad y preocupación, Tomás estiró el cuello y observó la concurrida entrada del fuerte.
—Lahore es la ciudad de los fundamentalistas islámicos —insistió Rebecca—. No olvide el tipo de gente con la que se encontrará aquí.
Fuera, todo el mundo parecía normal. La mayor parte de los que entraban en el fuerte eran turistas, por lo que Tomás centró su atención en los pocos pakistaníes que había por allí. Había conductores de autobuses, algunos taxistas, tres o cuatro conductores de motocarros, y un puñado de vendedores de bebidas y folletos turísticos, además de algunos transeúntes. El historiador buscaba una amenaza en los rostros, pero todos tenían un aire inofensivo.