—¿Fácil hasta qué punto? ¿De qué estamos hablando?
—Le pondré un ejemplo. En noviembre de 1993, un capitán de nuestra Marina entró en los astilleros de Sevmorput, en el puerto de Murmansk, por una puerta sin guardia. Así de sencillo le resultó acceder al edificio donde se guardaba el combustible de los submarinos nucleares. Una vez dentro, cogió tres piezas de un reactor con cinco kilos de uranio enriquecido, puso el material en una bolsa y salió de los astilleros de la misma forma que había entrado. Nadie se enteró de nada. Sólo supimos del caso meses más tarde, cuando detuvieron al capitán intentado vender el uranio enriquecido.
—Es muy preocupante —observó Rebecca.
El oficial ruso se encogió de hombros.
—¿Eso cree? —preguntó—. Lo realmente preocupante es que esta historia no tiene nada de extraordinario. Es igual a muchas otras. Lo que sucedió en Sevmorput ya había pasado en la base naval de Andréieva Guba o en la base de submarinos de Viliuchinsk-3, por citar sólo algunos ejemplos. Y los casos con civiles también son frecuentes, como los de Luch, Sárov o Glázov. A un hombre al que detuvieron con uranio altamente enriquecido robado en Podolsk le condenaron sólo a tres años con suspensión de condena, porque el juez sintió pena de él. El ladrón sólo quería conseguir dinero para cambiarse el horno y el frigorífico.
—¿Ha habido muchos incidentes de ese tipo?
—Alguno que otro.
—¿Cuántos?
Alekséiev suspiró, cansado de la presión a la que la americana lo sometía.
—Sólo la Agencia Internacional de la Energía Atómica identificó dieciocho incidentes en Rusia entre 1993 y 2002.
—Eso es lo que dice la agencia. ¿Cuántos hubo en realidad?
—Muchos más.
Rebecca se inclinó hacia su interlocutor mirándolo fijamente, como una fiera que no estaba dispuesta a soltar su presa.
—¿Cuántos?
—No puedo decírselo —murmuró—. Es información confidencial. Pero puedo decirle que, sólo en la transición de la Unión Soviética a Rusia, perdimos material nuclear que bastaría para construir veinte bombas atómicas.
La mujer arqueó las cejas, incapaz de dar crédito a lo que acaba de oír.
—¿Cuántas?
—Veinte bombas.
—
Jesus
!
E
sa mañana, los reclutas de Jaldan estudiaban la técnica y los principios de los
itishadi
, los atentados suicidas. Abu Omar, que impartía la clase, comenzó explicando los principios teológicos que legitimaban las acciones de los
shahid
, los mártires, toda vez que el suicidio estaba absolutamente prohibido por el Corán.
—Los
itishadi
son precisamente la excepción —subrayó el instructor, refiriéndose a los suicidas en acciones de combate—. El martirio en la yihad es incluso la única forma de asegurarse el Paraíso. ¿Alguien sabe qué versículo del Corán lo establece?
Al lado de Ibn Taymiyyah había un palestino de Gaza, con toda seguridad relacionado con Hamás. El muchacho levantó la mano.
—En la sura 3, versículo 163 —exclamó de pronto—: «No tengáis por muertos a quienes fueron matados en la senda de Dios. ¡No! Están vivos junto a su Señor, están alimentados».
—Muy bien —aprobó Abu Omar—. Ese versículo deja claro que la muerte en la yihad nos lleva junto a Alá, a los jardines eternos donde abundan la comida y el agua. Hay hasta un
hadith
que aclara que al
shahid
le esperan setenta y dos vírgenes. Eso es…
Un murmullo de alegría recorrió el aula.
—¿Qué? —preguntó el profesor con una sonrisa—. ¿Ya estáis pensando en las setenta y dos vírgenes?
El murmullo dio paso a las risas.
—En Gaza hay muchos hermanos que sólo quieren ser
shahid
por las vírgenes —observó el palestino con una sonrisa socarrona.
Su comentario dio pie a una nueva carcajada general.
—¿Cómo no vamos a desear morir si el
shahid
es el único creyente que tiene asegurado un lugar en el Paraíso? —preguntó Omar cuando el rumor se calmó—. Nos esperan la paz del Señor y las vírgenes, ¿cuál es la duda? ¿Qué son las amarguras de esta vida comparadas con la recompensa que nos espera? Hay otros versículos del Corán y otros
ahadith
que hablan sobre el Paraíso que espera a los
shahid
. Por ejemplo, ved lo que Alá dice en el…
La curiosidad por conocer la experiencia de su vecino devoraba a Ibn Taymiyyah. Se inclinó hacia él y le susurró:
—¿Has conocido muchos
shahid
?
—Sí —confirmó el palestino—. Yo mismo quiero ser un
shahid
.
—¿En serio?
—¿No ves lo que nos espera, hermano? ¡El Paraíso! ¡El río con jardines! ¡El vino sin alcohol! ¡La gracia de Dios!
—Y las vírgenes…
El palestino sonrió de nuevo.
—¿Sabes lo que hacen muchos hermanos cuando se convierten en
shahid
? Como no consiguen dejar de pensar en las vírgenes, se protegen el vientre con cartón para asegurarse de que, después de estallar, llegan con los órganos genitales intactos al Paraíso.
Ibn Taymiyyah se rio.
—No puedo creerlo.
—¡Te lo juro por Alá! Antes de partir para completar su misión, muchos
shahid
se protegen los genitales. Dicen que es muy eficaz para…
De repente, se oyó un tiroteo ensordecedor fuera.
Tac-tac-tac-tac-tac
.
—¿Qué pasa?
Tac-tac-tac-tac-tac
.
El fuego cerrado sembró el caos en el aula. Los reclutas se resguardaron debajo de las mesas.
—Están atacando el campo —gritó Abu Omar, que cogió de inmediato su kalashnikov y salió afuera.
Después de los primeros momentos de confusión, Ibn Taymiyyah y sus compañeros siguieron el ejemplo de su instructor y fueron también a buscar sus armas. Acostumbrados a usar el kalashnikov, quitaron el seguro y salieron a toda prisa del edificio. Iban agachados, sin despegar el dedo del gatillo, mirando en todas direcciones para localizar la amenaza y neutralizarla.
Los compañeros adoptaron la posición de tiro. Junto a ellos, Ibn Taymiyyah vio tres hombres que disparaban, se arrodilló y apuntó hacia ellos.
—¡Alto! —ordenó Abu Omar, antes de que los reclutas abrieran fuego—. ¡No disparéis! ¡Son nuestro hermanos!
En ese momento, Ibn Taymiyyah se percató de que el enemigo eran Abu Nasiri y otros dos instructores. Los tres disparaban frenéticamente al aire. Parecían niños. El grupo que había salido del aula los miró sin saber qué pensar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Abu Omar a Abu Nasiri, intentando hacerse oír pese a las sucesivas ráfagas de tiros—. ¿Pasa algo?
—
Masha’allah
! —gritaban los instructores—.
Masha’allah
!
Dispararon más tiros.
—¿Qué pasa?
Abu Nasiri dejó de disparar por un momento.
—¡Encended la radio! —gritó, como si estuviera histérico—. ¡Escuchad la noticia que están dando los
kafirun
!
—¿Qué dicen?
—¡Estados Unidos ha hincado la rodilla! ¡Estados Unidos ha hincado la rodilla!
Masha’allah
!
Los instructores volvieron a disparar para celebrar la noticia, con una euforia desatada. Intrigados, Abu Omar y los reclutas abandonaron la plaza y se precipitaron hacia la cantina. En el comedor había un receptor de onda corta que escuchaban algunas noches.
Ibn Taymiyyah conocía la frecuencia de la BBC en árabe, que había visto sintonizar a sus padres de pequeño, y la buscó. La radio emitió los pitidos habituales de las ondas cortas y pasó por varias estaciones hasta llegar a la frecuencia que buscaban.
Una voz en árabe irrumpió en la cantina.
—«… no sabemos aún que va a pasar con el otro edificio» —dijo la voz, que claramente improvisaba—. «El primer avión chocó contra ella, pero permanece en pie, mientras que la torre contra la que se estrelló el segundo aparato ya ha caído. ¿Caerá también la primera torre?». —Una segunda voz, aparentemente desde un teléfono, respondió a la primera—. «¡Bueno…, no quiero ni pensarlo! Es una tragedia sin…, sin precedentes. En el centro de Nueva York reina el caos. Todo el mundo se pregunta quién ha lanzado este brutal ataque contra las Torres Gemelas del World Trade Center. El presidente Bush, que ha recibido la noticia, se encontraba en una…».
—
Masha’allah
! —gritó Abu Nasiri afuera, loco de alegría.
El grupo que se había reunido en la cantina en torno a la radio echó a correr hacia la plaza, pegando tiros y saltos, entusiasmado, gritando a coro la respuesta que les llenaba el corazón:
—
Allah u akbar
!
—
Masha’allah
!
—
Allah u akbar
!
Las celebraciones acabaron bien entrada la noche.
La moto avanzaba, levantando una nube de polvo rojiza, e Ibn Taymiyyah se agarró con fuerza al cuerpo del conductor para no caerse. Vio que la moto reducía la velocidad y miró hacia delante. Allí estaba el hombre, sentado en una mesa de la terraza tomando un café.
Ibn Taymiyyah se acomodó la Walther PPK en la mano derecha y se preparó para actuar en cuanto recibiera la orden.
—¡Ahora! —dijo el conductor.
Ibn Taymiyyah saltó de la moto en marcha, quitó el seguro a la Walther, avanzando a zancadas hasta situarse delante del hombre sentado en la terraza, apuntó a la cabeza y apretó tres veces el gatillo.
Pam, Pam, Pam
.
El hombre cayó desamparado hacia atrás y el asesino echó a correr, saltó a la parte trasera de la moto, el vehículo arrancó con estruendo y dejó atrás rápidamente el lugar del atentado.
—¡Muy bien! —Abu Nasiri irrumpió aplaudiendo en la terraza—. ¡Eres un asesino perfecto, hermano! Has estado incluso mejor en este ejercicio que en la simulación de secuestro.
La moto dio media vuelta y regresó al lugar. Ibn Taymiyyah se apeó y fue a comprobar la precisión de sus disparos en la cabeza del muñeco tirado en el suelo.
—He fallado un tiro —constató.
—No pasa nada —lo consoló el instructor—. Dos disparos en la cabeza son suficientes para arruinarle el día a cualquier
kafir
.
Ibn Taymiyyah, no muy convencido, miró hacia la moto, cuyo motor aún ronroneaba.
—¿Puedo intentarlo otra vez?
—Claro, pero esta vez quita el seguro de la pistola cuando la moto comience a frenar, no cuando ya estés andando. Lo que hiciste es arriesgado. Imagina que hubieras saltado delante del objetivo, ¿qué habrías hecho? Todavía tendrías que haber quitado el seguro y el
kafir
habría tenido tiempo suficiente para percatarse de la amenaza y reaccionar. ¿Lo ves?
—Sí, hermano.
Sin perder más tiempo, Abu Nasiri fue a recoger el muñeco y lo puso de nuevo en la mesa.
—Vamos a repetirlo.
Ibn Taymiyyah permaneció de pie mirando al muñeco,
—¿Y si en vez de dispararle a la cabeza lo mato como Alá ordenó?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Alá dice en la sura 47, versículo 4 del Corán: «Cuando encontréis a quienes no creen, golpead sus cuellos hasta que les dejéis inermes».
El instructor miró fijamente al muñeco.
—¿Quieres decapitarlo?
—Sí, ésa es la orden de Alá.
—Es muy complicado, no hay tiempo para algo así en el medio urbano —observó Abu Nasiri, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Ahora practica la ejecución con pistola. Ya tendrás tiempo para practicar la decapitación otro día.
El recluta se dirigió de nuevo a la moto, se acomodó en el asiento trasero y puso el seguro a la Walther. La moto volvió a su posición inicial. Ya estaban listos para repetir el ejercicio de asesinato en medio urbano cuando Ibn Taymiyyah vio que alguien se acercaba a ellos gesticulando frenéticamente.
—¿Quién viene?
—Es Omar —respondió el compañero—. Parece que nos está llamando.
El motorista se dirigió al responsable del campo para ver qué quería.
—Ibn Taymiyyah, hermano —dijo Abu Omar poniendo la mano en el hombro del recluta—. Ve a buscar tus cosas inmediatamente.
—¿Qué cosas?
—Las que trajiste al campo.
—¿Por qué?
—Sales dentro de cinco minutos.
La información dejó boquiabierto a Ibn Taymiyyah.
—¿Salir? ¿Adónde?
—El jeque quiere hablar contigo. Nos ha pedido que te lleváramos a su refugio lo antes posible.
—¿Para qué?
Poniendo voz de pito, Abu Omar imitó a Ibn Taymiyyah.
—¡Para qué, para qué…, cuántas preguntas! —Señaló en dirección a los barracones—. ¡Por Alá, ve a buscar tus cosas y cállate! ¡Pareces una alcahueta con tantas preguntas! Un buen muyahidín no habla, actúa.
Ibn Taymiyyah se mordió el labio, reprochándose su falta de disciplina, y obedeció.
—Sí, hermano.
Al observar alejarse al recluta, Abu Omar hizo un gesto rápido con la mano, como si lo ahuyentara.
—
Yallah! Yallah
! ¡Lárgate!
Viendo que su discípulo se marchaba, Abu Nasiri corrió tras él para darle unos últimos consejos.
—Llévate un abrigo —le recomendó cuando lo alcanzó—. En las montañas hace frío. Y que Alá te acompañe, porque vas a necesitar ayuda, hermano.
Esta observación hizo que Ibn Taymiyyah se parara y mirara al instructor.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que te espera una misión muy importante.
—¿Qué misión?
Abu Nasiri movió la cabeza y miró a su alrededor, como si temiera haber hablado de más.
—No te lo puedo decir. Eso corresponde al jeque.
—¡Ah, el jeque, la figura misteriosa del campo! —exclamó—. ¿Quién es, si puede saberse?
El instructor arqueó las cejas, sorprendido por la pregunta.
—No hay ningún misterio. Es el emir de nuestro campo —dijo—. Por Alá, ¿no sabes quién es el jeque?
—No.
—A ver, ¿no has leído los periódicos que llegan al
mukhayyam
?
—Claro que sí, ¿por qué?
—El jeque es el héroe de la
umma
, hermano. ¡El jeque es el hombre que sometió a Estados Unidos!
Ibn Taymiyyah no entendía nada. ¿De quién hablaba el instructor?
—¿De quién hablamos?
Abu Nasiri clavó los ojos en su discípulo.
—El jeque es Bin Laden.
U
n hombre minúsculo de cabello rubio, escaso y fino, entró saludando en la sala de estar del
strip club
. El coronel Alekséiev volvió la cabeza y, al verlo, se incorporó de un salto y abrió los brazos para acogerlo efusivamente.