—¿Qué hora es? —preguntó.
Rebecca miró el reloj.
—Las once —dijo—. Falta una hora.
E
l encuentro con el antiguo profesor reavivó una llama de esperanza en Ahmed. Durante las horas en que podía salir de la celda e ir al patio, aprovechaba para reunirse con Ayman y beber un poco más de su sabiduría. No siempre podía estar a solas con el maestro, ya que en la prisión había otros miembros de Al-Jama’a al Islamiyya, con los que Ayman pasaba mucho tiempo en animadas discusiones políticas y teológicas.
Pero Ahmed disfrutaba de la compañía de aquellos hombres con los que compartía tantas ideas y a quienes admiraba por haber tenido el coraje de matar al faraón. Con ellos, aprendió a comportarse como un verdadero creyente: la manera de hablar; la forma de rezar; la manera de vestir. Se fue educando de forma gradual en todos esos aspectos. Empezó a caminar con la mirada baja, como se exigía a los creyentes píos, para evitar las miradas de los demás. Le enseñaron a no mirar a las mujeres por encima de la barbilla. Como en la cárcel no había mujeres, practicó esa manera de mirar respetuosa con otros reclusos.
Aprendió a cubrirse siempre la cabeza, para ahuyentar al diablo, y, sobre todo, a rezar correctamente: no debía mirarse los pies cuando se arrodillara, sino el punto donde apoyaría la cabeza cuando se inclinara delante de Dios. Además, en la cantina empezó a comer con los dedos, como los demás miembros de la Hermandad Musulmana o de Al-Jama’a. Ésa era la manera en que Mahoma comía, según describían los
ahadith
, por lo que los verdaderos creyentes debían comer así.
Se fijó en que otros reclusos, más instruidos religiosamente, movían los labios sin cesar, pero sólo pasado un tiempo reunió el coraje para preguntar a Ayman por qué lo hacían.
—Estoy rezando —le explicó su antiguo profesor—. Debemos rezar constantemente, debemos arrepentirnos en todo momento, debemos purificarnos permanentemente. No olvides que hacer el
salat
cinco veces al día es lo mínimo que se exige a los creyentes, pero Alá quiere que lo hagamos más veces.
Desde entonces, Ahmed siempre murmuraba oraciones moviendo los labios, aunque a veces se olvidaba y sólo la imagen de otro hermano rezando le hacía recordar su deber como buen musulmán. Viéndolo siempre tan devoto, Ayman hablaba con él con más frecuencia para revelarle más facetas del islam.
El antiguo alumno ya había recitado todo el Corán, lo que lo convertía en un
hafiz
, «aquel que preservó», pero la realidad era que, como la mayoría de los creyentes, no comprendía bien su contenido. Sus implicaciones filosóficas, políticas y teológicas se le escapaban. El árabe del siglo VII en que se escribió el Libro Sagrado era difícil de comprender. Para complicar las cosas aún más, sólo se podían entender bien los versículos cuando se interpretaban a la luz de los
ahadith
, que explicaban las circunstancias que los originaron. A esas alturas, Ahmed sospechaba que el jeque Saad había evitado explicarle el contexto de muchos versículos a conciencia, por lo que buscaba en Ayman la explicación que lo aclarara todo.
Y el antiguo profesor se la daba con gusto.
La primera vez que volvieron a encontrarse a solas en el patio de la cárcel fue una mañana soleada, pero extrañamente fresca.
—Nuestro gobierno está formado por
kafirun
—proclamó Ayman—. Toda la gente que manda sobre nosotros, todas las leyes que nos rigen y que sirvieron para enviarnos a prisión…, todo es cosa de
kafirun
que fingen ser creyentes.
Hablaba no como si los insultara, sino como si expusiera una mera constatación teológica, lo que intensificó la curiosidad de Ahmed.
—Hermano, ¿piensas igual que yo? ¿Nuestro gobierno es…, es
kafir
?
—Con toda certeza. Está en el Libro Sagrado. Cualquier creyente estudioso lo sabe. El Gobierno es
kafir
, no hay duda alguna.
Ahmed reflexionó sobre estas palabras.
—Pero ¿dónde dice eso el Libro Sagrado, hermano? Que yo sepa, nuestros gobernantes declararon la
shahada
, hacen el
salat
y creen en Alá. ¿Eso no los convierte en musulmanes?
Ayman se sentó con un gemido de placer en un banco del patio. El sol ardiente le tostaba la piel.
—Déjame contarte un
hadith
que tuvo muchas implicaciones para el islam —comenzó por decir, mientras se acomodaba en el banco—. En cierta ocasión, dos hombres fueron a hablar con Mahoma, que la paz sea con él, y le pidieron que decidiera una disputa. El Profeta, que la paz sea con él, decidió, pero el hombre perjudicado por la decisión no la aceptó, y los dos hombres fueron a hablar con Omar ibn Al-Khattab. Al saber que el perjudicado no había aceptado la decisión del Profeta, que la paz sea con él, Omar cogió una espada y lo decapitó. —Inclinó la cabeza hacia el alumno, en un gesto inquisitivo—. Entiendes el problema que la situación creó, ¿no?
—Omar violó la
sharia
—confirmó Ahmed.
—Recítame el versículo que establece el mandato que Omar violó —le pidió Ayman, poniendo a prueba el nivel de comprensión y memorización del Corán de su antiguo alumno.
—«¡Oh, los que creéis!», dice Alá en la sura 3, versículo 2, «¡No os matéis!».
Ayman movió la cabeza en señal de aprobación.
—¡Ni más ni menos! ¡Omar había violado la
sharia
! O, al menos, eso parecía. Al haber asesinado a un musulmán, la
sharia
exigía que se le ejecutara. Por tanto, se debía matar a Omar. El Profeta, que la paz sea con él, se vio obligado a juzgar el caso. Fue entonces cuando Dios, a través del ángel Gabriel, le recitó la frase que consta en la sura 4, versículo 68: «¡Pero no, por tu Señor! No creerán hasta que te hayan obligado a juzgar sobre lo que está en litigio entre ellos; a continuación, al no encontrar en sí mismos queja de lo que sentencies, se someterán totalmente». O sea, que Alá comunicó al Profeta a través del ángel que, al no aceptar la decisión del Profeta, el hombre perjudicado había dejado de ser musulmán. Así, Omar no había matado a un musulmán, sino a un
kafir
. Por tanto, no debía ser ejecutado. ¿Lo has entendido?
—Sí, hermano.
—Ahora dime: ¿cuáles son las consecuencias de esta decisión?
Ahmed frunció del ceño.
—¿Omar se salvó?
—¡Eso es evidente! —exclamó Ayman, súbitamente exasperado—. ¡Claro que Omar se salvó! ¡Pero eso no es lo importante de este versículo! Lo importante es que se establecieron dos cosas fundamentales: matar
kafirun
no es necesariamente un crimen, y no aceptar todas las decisiones del Profeta nos convierte en
kafirun
. Repito: todas. Recuerda el final de la sura 4, versículo 68: «Se someterán totalmente». Si la sumisión fuera parcial, la persona deja de ser musulmana. La sumisión tiene que ser total. Además, lo mismo dice Alá en la sura 4, versículos 149 y 150 del Santo Corán: «Quienes no creen en Dios ni en sus enviados, desean establecer una distinción entre Dios y sus enviados, diciendo: «Creemos en unos y no creemos en otros». Desean tomar entre aquéllos un camino intermedio. Ésos son los infieles, verdaderamente; pero hemos preparado para los infieles un tormento despreciable». O sea, no hay camino intermedio. Si no aceptamos todas las leyes, nos convertimos en
kafirun
.
—¿Qué quieres decir con eso, hermano? Si incumplo una ley, aunque sólo sea una, ¿dejo de ser musulmán?
—¡Es exactamente eso lo que dice Alá en el Santo Corán! Para ser musulmán hay que respetar todas las leyes. Basta con que incumplas una para dejar de ser musulmán. Por ejemplo, tú rezas cinco veces al día, ¿no?
—Sí, sin fallar nunca.
—Si rezas cinco veces al día, como exige el Santo Corán, eres creyente, pero si, por casualidad, no respetas el ayuno durante el Ramadán, como exige también el Santo Corán, dejas de ser creyente y te conviertes en un
kafir
. ¿Lo has entendido? El propio Ibn Taymiyyah, al referirse a los mongoles que aceptaron el islam, pero que mantuvieron algunas prácticas paganas, dijo: «Cualquier grupo que acepte el islam, pero que al mismo tiempo no respete alguno de sus preceptos, debe ser combatido por todos los musulmanes».
—¡Ah! —exclamó Ahmed rascándose la cabeza—. ¡Por eso, en la última clase en la madraza, dijiste que los sufíes no eran creyentes, hermano!
—¡Exacto! Declararon la
shahada
y practican el
salat
y el
zakat
, puede que hasta cumplan con el
hadj
y respeten el ayuno del mes sagrado, pero, al invocar a los santos en sus oraciones, niegan que sólo hay un Dios, lo que, a la luz de lo que establecen el Santo Corán y la sunna, los convierte en
kafirun
.
—Ahora lo entiendo…
—Pero aún debes entender algo más —se apresuró a añadir Ayman—. Como sabes, Alá se cansó de ver que los intermediarios adulteraban su palabra y decidió dictar sus leyes por última vez a los hombres. Escogió a Mahoma, que la paz sea con él, como mensajero. Esta vez, para impedir que se adulterara nuevamente Su palabra, Alá prohibió la existencia de intermediarios y obligó a que su ley quedara escrita en el Santo Corán. De ese modo, no habría posibilidad de desviaciones: quien quisiera reinterpretar la voluntad de Dios vería su interpretación confrontada con lo que Él dejó escrito en el Libro Sagrado. La
sharia
es, por tanto, una orden dada directamente por Dios a los creyentes, sin influencia de intermediarios. «No temáis a los hombres, pero temedme», dijo Dios en la sura 5, versículo 48.
—Todo eso ya lo sé, hermano. Pero ¿qué significa?
Ayman miró a su antiguo alumno a los ojos.
—Recítame, por favor, la frase del testimonio que el muecín entona desde el
adhan
, cuando llama a los creyentes a la oración.
—
Ass-hadu na la illaha illahah
—entonó Ahmed—. Soy testigo de que no hay más Dios que Alá.
Ash-hadu Muhammad ur rasulullah
—completó—. Soy testigo de que Mahoma es su Profeta.
—La declaración que acabas de recitar implica nuestra sumisión a Dios y sólo a Dios —lo interrumpió Ayman—: «No hay más Dios que Alá». Eso significa que todas las autoridades terrenales, incluidos los presidentes y los gobiernos, valen menos que la voluntad de Alá, expresada directamente en el Corán. Eso implica que debemos obedecer la voluntad de Alá, aunque conlleve desobedecer a un presidente o a un policía. Alá manda por encima de todos. ¿Está claro?
—Bueno…, sí —vaciló—. ¿El Profeta defendía eso?
—¡Claro! —exclamó Ayman, casi escandalizado por la pregunta—. ¿No conoces el
hadith
del encuentro del cristiano Adi con el apóstol de Dios, que la paz sea con él?
—Debo confesar que no.
—El cristiano Adi fue a hablar con el Profeta, que la paz sea con él, y lo oyó recitar el versículo que dice que las Gentes del Libro optaron por rendir culto a sus rabinos y sacerdotes, en lugar de a Dios. El cristiano negó que eso fuera cierto, y Mahoma, para demostrar que tenía razón, sentenció: «Todo lo que sus rabinos y sus sacerdotes consideran permisible, ellos lo consideran permisible; todo lo que declaran prohibido, ellos lo consideran prohibido, y, de esa manera, les rinden culto».
Ahmed meditó durante unos instantes el sentido del
hadith
que Ayman le acababa de relatar.
—Por tanto, el Profeta consideraba que los
kafirun
no adoraban a Dios, sino a los intermediarios de Dios —concluyó.
—Claro. Pero este
hadith
tiene especial importancia porque establece que obedecer las leyes y las decisiones humanas constituye una forma de culto. Así, quien acepte las leyes que no emanan de Alá rinde culto a alguien distinto de Alá. Como sabes, hermano, eso va contra el islam. Quien lo hace se convierte en
kafir
. No olvides que hasta el propio califa Ali fue destituido y asesinado por no respetar la
sharia
en toda su integridad. ¡Nadie está por encima de la ley divina! ¡Ni los califas, ni los presidentes, ni los policías! Alá es la única autoridad.
—¿Y…, y en el caso de las leyes de nuestro país? ¿Cómo se pueden compatibilizar esas leyes con el islam?
El antiguo profesor respiró hondo, como si la referencia al asunto le enervara.
—¡Qué Alá me dé paciencia! —murmuró—. ¡Hoy no la tengo!
Sin pronunciar palabra, se levantó y se marchó.
Ayman necesitó dos días para reunir toda la paciencia de la que era capaz y volver a sentarse con Ahmed para abordar el asunto que lo enervaba. Traía consigo un libro azul grueso que mostró a su pupilo.
—Éste es el Código Penal de Egipto —anunció, mientras lo hojeaba buscando las partes que consideraba relevantes—. Déjame mostrarte el artículo 274…, ¡aquí está! Se aclaró la voz para leer el texto: «Una mujer adúltera será sometida a una pena de prisión de dos años». —Miró a su interlocutor—. Ahora recítame lo que dice Alá en la sura 24, versículo 2 del Libro Sagrado.
Ahmed hizo un esfuerzo por recordar. Sabía que el maestro no sólo le preguntaba sobre aquel versículo en concreto, sino que estaba poniendo a prueba sus conocimientos del Corán.
—«A la adúltera y al adúltero, a cada uno de ellos, dadle cien azotes».
—También un
hadith
recoge la orden del Profeta, que la paz sea con él, de lapidar hasta la muerte a una pareja de adúlteros —añadió Ayman—. Hay otro
hadith
que revela que Alá recitó al Profeta, que la paz sea con él, un versículo en el que ordenaba la lapidación, hasta la muerte, de dos adúlteros, pero ese versículo se perdió de manera inadvertida. A todos los efectos, lo que nos interesa es que Alá manda en el Santo Corán dar cien azotes a los adúlteros y que la sunna del Profeta, que la paz sea con él, ordena que se los ejecute por lapidación. ¡Pero, para nuestro asombro, nuestra ley sólo prevé hasta dos años de prisión para las adúlteras y hasta seis meses para los adúlteros! ¿Esto es el islam?
—Claro que no.
Ayman hojeó de nuevo el Código Penal egipcio.
—Ahora el artículo 317 —dijo, mientras localizaba rápidamente la página que buscaba—. Escucha: «La pena para el robo es de tres años de prisión con trabajos forzados». —Alzó la vista—. Ahora recítame el mandato de Alá en la sura 5, versículo 42.
Ahmed necesitó algunos segundos para identificar mentalmente el pasaje.