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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (60 page)

Narm se rió en voz baja:

—Deberías haber ido en busca de su hermano.

—Alguien lo había matado ya —respondió Gorstag con una amplia sonrisa—. Parece que le gustaba atormentar a cuantos tenía a su alrededor con desagradables criaturas que invocaba o conjuraba. Al final, alguien se cansó de ello, se encaminó a su torre con un garrote y arrojó piedras a su ventana hasta que apareció, y entonces le machacó el cerebro. Ese alguien tenía ocho años.

—Una buena manera de comenzar en la vida —reconoció Narm con un bostezo, y puso el amuleto en torno al cuello de Shandril—. Esto no tiene efectos negativos, ¿verdad?

—No, no es de ésos. Buenas noches a ambos. ¿Habéis encontrado el orinal? Sí, es el que tú recuerdas, Shandril. Que durmáis en paz, bajo la mirada de los dioses.

El posadero volvió al otro lado de la cortina. Lureene le sonrió significativamente señalando la cama vacía a su lado y el hacha colocada en el suelo junto a ella.

—Ahora cierra la puerta del dormitorio, cariño, para que los cocos no puedan entrar a cogernos —dijo con dulzura.

Gorstag comprobó la trampilla al final de la escalera.

—Oh, sí —dijo, y la cerró, arrastrando hasta encima de ella un baúl de ropa de cama—. Ya está. Ahora a dormir, por fin, ¡o amanecerá antes de que me haya acostado!

Sus ropas volaron en todas las direcciones a una velocidad pasmosa. Lureene se vio envuelta al instante en un abrazo de oso y besada con súbita delicadeza. Se rió en voz baja y acarició su brazo soñolienta.

—Buenas noches, mi señor —dijo suavemente dándose la vuelta. Apenas se había acomodado cuando oyó la profunda, lenta y acompasada respiración de un Gorstag hundido en el sueño. «Aventurero una vez, siempre...» y se quedó dormida antes de terminar su máxima.

El sol estaba ya alto y se infiltraba por las pequeñas ventanas redondas hasta cada rincón de la buhardilla. La cortina había sido descorrida y Lureene, sentada sobre un cojín, remendaba un montón de sábanas rasgadas. Miró a Narm y sonrió.

—Hermosa mañana —dijo—. ¿Hambriento?

—¿Eh? No, pero supongo que debía estarlo —dijo Narm incorporándose y mirando a Shandril. ésta yacía apaciblemente dormida con el amuleto brillando sobre su pecho y sujetando en sus manos el hábito que Narm se había quitado. éste se rió en voz baja y tiró con suavidad de él. La durmiente frunció levemente el entrecejo, mientras sujetaba con más fuerza la prenda, y levantó una mano en un gesto imperioso de rechazo. Narm retrocedió asustado, pero no hubo fuego mágico.

—Shandril —dijo inclinándose junto a ella—, todo está bien, cariño. Relájate y duerme.

Sus manos se aflojaron y su rostro se suavizó. Entonces, todavía profundamente dormida, susurró algo, movió la cabeza y después la volvió y murmuró con bastante claridad:

—No me digas que me relaje, tú... —y volvió a perderse entre ronroneos y murmullos. Lureene contuvo la risa, y lo mismo hizo Narm.

—Sí, bien, la dejaremos dormir un poco más. Si quieres comer, hay una olla de estofado en la cantina, intacta por las manos de Korvan, colgando del gancho encima del fuego. Tengo pan y vino aquí. Vamos..., yo la vigilaré.

—Bien, yo..., muchas gracias, Lureene, yo... —y miró a su alrededor.

Lureene se echó a reír y se volvió en su cojín hasta darle la espalda:

—Lo siento. Tu ropa está ahí, sobre el arca, si puedes vivir sin ese hábito que tanto le gusta a Shandril.

—Err... gracias. —Narm saltó de la cama y encontró su ropa.

Shandril seguía dormida. Lureene le dio una palmada amistosa a Narm al pasar éste por delante de ella para coger las escaleras. Todavía estaba sonriendo cuando, avanzando por el vestíbulo que discurría desde el pie de la escalera, se encontró cara a cara con Korvan al pasar por delante de la cocina.

El cocinero y el joven mago se detuvieron en seco, tal vez a unos treinta centímetros de distancia, y se miraron fijamente el uno al otro. Korvan tenía un cuchillo en una mano y un cuarto de carne en la otra. Narm estaba con las manos vacías y desarmado.

El silencio cristalizó entre ellos. Korvan levantó el labio con desprecio, pero Narm se limitó a mirarlo en silencio. De pronto, Korvan levantó el cuchillo amenazadoramente. Narm no se movió ni retiró su mirada de la de Korvan. Silencio.

Entonces, soltando una maldición, Korvan retrocedió y se sumergió de nuevo en la cocina, dejando libre el camino del vestíbulo. Narm continuó avanzando sin vacilación hasta el interior de la cantina y saludó a Gorstag como si nada hubiera ocurrido. Elminster tenía razón. Ese Korvan no merecía el esfuerzo. Un hombre repugnante, de natural mezquino y fanfarrón..., todo farol y bravata. Otro Marimmar, de hecho. Narm se rió de sus propios pensamientos, y aún estaba riéndose cuando pasó de vuelta por la puerta de la cocina. Hubo un brusco estrépito de loza dentro de ella, seguido de un sonoro chasquido, como si algo pequeño y metálico hubiese sido arrojado con violencia contra la pared.

Thiszult maldijo mirando hacia el sol:

—¡Demasiado tarde! ¡Estarán ya fuera del valle, en el desierto, antes de que caiga la noche! ¿Cómo, por Mystra, Talos y Sammaster, voy a encontrar a dos muchachos en una extensión de kilómetros de intrincada tierra salvaje?

—Estarán en el camino, señor —le dijo uno de los hasta el momento silenciosos guerreros del culto.

Thiszult lo miró enfurecido.

—¿Eso crees? —gruñó entre dientes—. Salvarad del Púrpura también lo cree así, ¡pero yo no puedo creer que dos que han destruido a Shadowsil, a un archimago del Púrpura y a dos dracoliches puedan ser tan estúpidos! No, ¿por qué iban a correr? Después de todo, ¿quién puede igualar su poder en todo Faerun? ¡No, yo creo que se habrán desviado y estarán avanzando con cautela por el desierto matando a cuantos enemigos les salgan al paso, mientras el resto de nosotros buscamos inútilmente en otra parte, hasta que seamos todos muertos o dominados! ¡He de alcanzarlos antes de que oscurezca; antes de que abandonen el camino!

—No podemos —dijo simplemente el guerrero—. La distancia es demasiado grande. No hay poder en los reinos capaz de...

—¿No hay poder? —vociferó Thiszult—. ¿No hay poder? ¿Por qué crees que sigo a esos dos, que han derribado a otros tan poderosos? ¡Ah! ¡El que yo poseo es suficiente, te digo! —y, tirando con brusquedad de las riendas, recorrió con la mirada a todos los guerreros vestidos de cuero que cabalgaban tras él—. ¡Vosotros, todos, cabalgad detrás de nosotros hasta el Valle Profundo y, más allá, hasta las Montañas del Trueno! Si veis mi señal, así, sobre una roca o árbol, sabed que allí nos hemos desviado del camino y hacéis vosotros lo mismo.

—¿Nosotros? —le preguntó el guerrero que había hablado antes.

—Sí..., tú y yo, ya que dudas tanto de mi poder. ¡Ya puedes confiar en él, ahora, porque es todo cuanto hay entre tú y el fuego mágico! —Entonces, hizo un gesto a todos—. ¡Alto! —y, volviéndose hacia el guerrero—. ¡Tú, desmonta..., no, deja atrás tu armadura! —y puso su mano sobre él mientras pronunciaba una palabra mágica.

Ambos desaparecieron, guerrero y mago. Desaparecieron en el acto. Los otros hombres de armas se quedaron mirando con estupor. Uno de los caballos, ahora sin jinete, levantó sus patas delanteras y relinchó aterrorizado; el otro bufó. Unas manos rápidas cogieron las bridas.

—¡Bestia estúpida! —murmuró un guerrero—. Ahora no hay peligro. ¿Por qué se habrá asustado?

—Porque el olor del hombre que estaba sentado sobre su lomo ha desaparecido en un suspiro —le dijo otro luchador más viejo con tono agrio—. Desaparecido, no alejado... A ti también te asustaría, si tuvieras una pizca de cerebro. ¿Bestia estúpida, la llamas? Ella va adonde la mandan; no sabe lo que espera. Tú, sin embargo, cabalgas para combatir con dos muchachos que han destruido gran parte del poder del culto por estos alrededores en sólo unos pocos días, y sabes que te esperan, y aun así cabalgas hacia el peligro... ¿Quién es, pues, el estúpido, el hombre o la montura?

—Sabias palabras —fue la respuesta, aunque dicha entre risas. Las riendas de las dos monturas ahora vacantes fueron alargadas con el fin de poder guiarlas, y los guerreros aligeraron el paso.

—¿Piensas, entonces —le preguntó uno al viejo guerrero—, que cabalgamos hacia un cometido imposible?

El viejo hizo un gesto con la cabeza:

—Imposible no, cuidado... Pero he visto a demasiados magos jóvenes y listos, como ése que acaba de dejarnos, avanzar hacia una estrepitosa caída, para creer que este último tenga algo más de sabiduría o verdadero poder que los otros.

—¿Qué pasaría si comunicase tus palabras de duda a Naergoth del Púrpura cuando volvamos? ¿Qué dices a eso? —preguntó el guerrero a quien antes había reprendido. El viejo se encogió de hombros con una sonrisa burlona.

—Comunícaselas, si quieres. Imagino que las añadirás al informe sobre la muerte de Thiszult, a menos que éste huya. He servido al culto durante un tiempo, ¿sabes? Sé algo de lo que digo cuando hablo.

Su tono de voz era suave, pero sus ojos muy, muy fríos, y el otro guerrero apartó la mirada primero. Continuaron cabalgando en silencio.

Al final de la escalera, una Shandril con los ojos desorbitados se ponía impetuosamente las botas y se ajustaba hebillas y cordones como si le fuera en ello la vida.

—Debemos irnos —dijo jadeante a Narm mientras Lureene se deshacía en atenciones—. ¡Vienen otros... lo he soñado...! Manshoon, otra vez, créeme... y otros. ¡Date prisa y vístete!

—Pero... pero... —Narm decidió no discutir y empezó a engullir su guiso como un loco, gimiendo y poniendo una mueca de dolor al quemarse los labios con los calientes pedazos de carne.

Lureene le echó una mirada mientras él daba saltos con los pies desnudos alrededor de Shandril, y se cayó de espaldas sobre las camas en medio de un incontrolado ataque de risa.

—Perdonadme —dijo Lureene con la respiración entrecortada cuando pudo recobrar el habla.

Para entonces, Shandril se había abrochado su cinturón y comenzado a descender las escaleras, y Narm la había detenido con un brazo firme en el pecho y le había pasado la escudilla de estofado.

—Perdonadme los dos —continuó Lureene—, ¡pero dudo que jamás vuelva a ver a un poderoso mago tan desconcertado! ¡Juuu! ¡Ah, sí que estabas divertido, engullendo de esa manera!

—Deberías verme lanzando conjuros —dijo muy serio Narm. Y luego preguntó—: ¿Cuándo se ha despertado así?

—Apenas habías bajado tú cuando ella se incorporó de golpe, completamente despierta y llamándote. Entonces se ha levantado y ha empezado a vestirse a toda prisa. Ha soñado que unos enemigos venían tras vuestros pasos con rapidez.

—Es probable que tenga razón —dijo Narm con tristeza, y se apresuró él también a coger la ropa.

—¿Ha surtido tu arte el efecto deseado? —preguntó en voz baja Sharantyr.

—Sí —respondió Jhessail con tono cansado—. Urdir sueños es un trabajo muy fatigoso. No me extraña que Elminster fuese tan reacio a enseñármelo. Pero, creo que he asustado a Shandril lo suficiente para ponerla en marcha antes de que el culto lo intente de nuevo —y se recostó agotada contra el respaldo de su sillón, frotándose los ojos—. Ahhh, yo —dijo— estoy lista para dormir.

Sharantyr se levantó.

—Llamaré a Merith —dijo, pero Jhessail sacudió la cabeza.

—No, no..., es dormir lo que necesito, no mimos ni compañía... No tienes idea, Shar... Es como un pozo negro de olvido delante de mí; estoy tan cansada...

Con estas palabras, la maga de los caballeros se fue acercando al pozo y se sumergió. Sharantyr alcanzó un cojín para su cabeza, le quitó las botas, la envolvió en una manta y la dejó dormir.

Después, ella desenvainó su espada y, colocándosela sobre las rodillas, se sentó cerca de Jhessail para vigilar su sueño. Después de todo, había pasado mucho tiempo desde que Manshoon llevara a cabo su último intento dañino en el Valle de las Sombras.

Narm y Shandril dieron un beso de despedida a Lureene con excitada premura, soltaron en sus manos el plato vacío, bajaron a la cantina y salieron a la luz del día, todo ello en unos segundos.

Allí, en el patio de la posada, los esperaba Gorstarg con sus monturas y las mulas preparadas. Las dos últimas mulas de cada recua aparecían sospechosamente abultadas donde antes no había bulto alguno.

—Pan, salchichas, quesos, dos barricas de vino, hortalizas en conserva, en un tarro hermético, sellado con arcilla; una vasija de uvas e higos, un cofre de sal, algunas antorchas —explicó Gorstarg—, y que los dioses os protejan —y envolvió a Shandril en un caluroso abrazo. Luego la subió a su montura con un enérgico balanceo—. Lleva esto —dijo poniéndole una botella en la mano—. Leche de cabra..., bebedla mañana antes de que el sol esté alto, o podría cortarse.

Luego se volvió hacia Narm sin esperar un instante, como un espadachín se volvería tras dar muerte a un adversario en una batalla, y estrechó la mano del joven conjurador con un contundente apretón; lo cogió por los codos y lo subió a peso hasta su montura. Después puso de golpe sobre la mano del mago un pequeño disco curvo en miniatura de plata pulida.

—Un escudo de Tymora bendecido por los sacerdotes de Agua Profunda hace mucho tiempo. Que él os conduzca sanos y salvos hasta Luna de Plata.

Entonces se quedó mirándolos.

—Tenéis prisa —dijo con un gruñido—, y nunca me gustaron las despedidas largas. Que tengáis suerte... Espero veros de nuevo antes de morirme, y tan felices y sanos como estáis ahora. Os deseo a ambos lo mejor —y se empinó para besarlos—. Os habéis escogido bien el uno al otro.

Palmoteó la grupa de sus caballos para ponerlos en marcha y levantó su puño emulando el saludo de los guerreros cuando despedían a un campeón honorable.

Cuando salieron del patio de La Luna Creciente, Shandril prorrumpió en llanto. Narm miró hacia atrás mientras la consolaba y vio a Gorstag que permanecía como una estatua con su brazo levantado en gesto de despedida. Así permaneció hasta que se perdieron de vista.

Cuando Lureene se aproximó a él, todavía allí de pie, le oyó murmurar oraciones a Tymora, Mystra y Helm por los dos jóvenes que acababan de partir. Lo rodeó con sus brazos desde atrás y se apoyó contra su siempre musculosa y poderosa espalda. Entonces lo sintió temblar cuando él dejó de rezar y comenzó a llorar.

La sala de reuniones del Culto del Dragón estaba oscura. Tan sólo una simple lámpara de aceite parpadeaba sobre la mesa entre los dos hombres que allí se sentaban.

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