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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (55 page)

Torm llevaba puesto un frondoso mostacho que había sacado de alguna parte, así como cierto polvo marrón utilizado como cosmético en las tierras del Mar Interior. Se lo había restregado con habilidad en torno a los ojos, y en las mandíbulas y mejillas, hasta que su cara apareció sutilmente distinta. Cabalgó en silencio la mayor parte del camino —una bendición para sus compañeros— y utilizaba una voz suave y ronca cuando hablaba. Permaneció en la retaguardia mientras cabalgaban.

Mirando hacia atrás, Narm pudo ver los relucientes blancos de sus ojos moverse con rapidez en todas direcciones, a la sombra de una gorra que ocultaba su rostro. El joven mago dedujo que Torm era demasiado conocido en Sembia y los alrededores como para cabalgar abiertamente tan al sur, por la carretera principal, sin sus colegas caballeros en torno a él.

Rathan, sin embargo, no reparó en tales precauciones. Cabalgaba con aire despreocupado delante de Shandril, hablando en voz alta de las amabilidades y las espectaculares crueldades de la Gran Dama Tymora, y señalando cada tanto alguna señal lejana o a los colores de una casa o compañía comercial de las tierras del Mar Interior a medida que se aproximaban. Se dirigía a ella como lady Nelchave y, de vez en cuando, comparaba las cosas que veía con «vuestra hacienda, en Cumbre Rugiente». Shandril le respondía con vagos murmullos, intentando sonar aburrida. De hecho, estaba disfrutando de la cabalgada en la cómoda seguridad que proporcionaba la presencia de Rathan y Torm, como una agradable travesía por el campo con servicios de guía.

Torm y Rathan prefirieron almorzar en su montura, sin detenerse. Shandril encontró fascinante observarlos llenar sus morrales con pellejos de agua e inclinarse hacia adelante para colgarlos con cuidado de los cuellos de sus caballos y mulas, después de dejar que cada animal probara y oliese primero su contenido. Con destreza se pasaron uno a otro pan, queso y pequeñas redomas de vino de metal engastado. Torm incluso sacó de alguna parte, encima de él, cuatro grandes rollos de azúcar cristalizada (probablemente rateados de alguna carreta cruzada en el camino). Shandril comenzó a preguntarse si sus bolsillos no tenían fin, como los del Mago Dedos Largos en los cuentos de los bardos.

Un ligero chubasco vino desde el oeste, por la tarde, y los duchó brevemente mientras pasaba por encima. Torm estuvo a punto de perder su mostacho, pero pronto recobró su astucia y buen humor, y se puso a danzar sobre su chorreante caballo, disparando bromas, poniendo los ojos en blanco e imitando a los caballeros ausentes.

El día transcurría y más y más camino iba quedando atrás, hasta que a la caída de la tarde llegaron al Puente de la Pluma Negra, donde el camino entre la Piedra Erguida y Sembia atraviesa el río Ashaba. Allí, Sembia mantenía un pequeño puesto de guardia con endurecidos guardias de aspecto aburrido armados con ballestas cargadas y largas picas con el banderín negro y plateado de Sembia.

Los guardias miraron con frialdad a los cuatro viajeros durante largo rato. Narm reparó en la presencia de un sacerdote de Tempus y de un hombre silencioso con hábito que se erguían a un lado, junto a dos guerreros veteranos, vigilándolos estrechamente. De pronto se le secó la garganta, pero trató de mantener su rostro sereno. Los agentes del Culto del Dragón y de los zhentarim podían estar en cualquier parte... y en todas partes. Narm estaba seguro de que habían reconocido a Rathan, pero nadie dijo nada ni se les impidió el paso.

Dos colinas más adelante, mientras el sol se acercaba al ocaso, Narm miró hacia atrás, pero no vio a nadie tras ellos. Un inquieto sentimiento persistía sin embargo dentro de él, y no se sorprendió cuando, a la puesta del sol, Rathan los condujo sin palabras hacia el oeste, apartándose largamente de la carretera, hasta que se hizo demasiado oscuro para poder seguir cabalgando seguros.

—Este sitio parece tan bueno como cualquier otro —gruñó Rathan esperando el vago asentimiento de Torm—. Alerta vigilancia esta noche —añadió el clérigo—. Si has de ir a hacer tus menesteres, Shandril, no vayas sola.

Los caballeros parecían compartir el inquietante presentimiento de Narm. Narm y Torm apenas se habían sumido en el sueño, mucho después que la agotada Shandril, cuando se oyó un ruido sordo, como si alguien hubiese tropezado en la telaraña de cordón de seda negra que Torm había urdido en forma de arco detrás de donde Rathan se sentaba a vigilar. Rathan levantó la maza de sus rodillas al mismo tiempo que giraba rápidamente y soltaba un grito de alarma.

Con una apagada maldición, el atacante se estaba ya volviendo a incorporar con la espada en la mano, y otros seguían tras él. Narm se puso en pie con asustada velocidad. Torm se había ya sumergido en la noche como una sombra vengadora antes de que le diera tiempo a respirar.

—¡Defiende a tu señora, muchacho! —gritó Rathan hacia atrás por encima del hombro, mientras su maza se encontraba con el acero con un agudo chirrido metálico. Dos hombres lo atacaban a la vez, y un tercero venía corriendo tras ellos.

Narm vio caer a un hombre mientras él corría a colocarse delante de Shandril, que se revolvía en el suelo adormilada. Más hombres con espadas salieron de la oscuridad. Narm vio caer a otro, y esta vez distinguió el brillo del acero mientras Torm saltaba hacia adelante para atravesarlo con él. Entonces, un hombre corrió derecho hacia Narm con la hoja refulgiendo en su mano a la luz del fuego.

Con calma, Narm lanzó un proyectil mágico. Después sacó su daga e hizo acopio de fuerzas. Los luminosos impulsos de su arte arremetieron y dieron en el blanco. El hombre, vestido con cuero negro y blandiendo un sable curvo, se tambaleó y cayó. Narm apretó los dientes y se inclinó sobre él para terminar el trabajo. La sangre mojó sus dedos, y él, sintiéndose enfermo, volvió a levantar la mirada hacia uno y otro lado en busca de un nuevo peligro en la proximidad.

No había ninguno. Torm había despachado a otro desde atrás —Narm vio al hombre ponerse rígido y lanzar un quejido— y Rathan estaba dando una charla jovial a aquellos que había matado.

—¿Es que no os dais cuenta del dolor moral: no, agonía espiritual, que me causa el tener que haceros esto? ¿Es que no tenéis en consideración alguna mis sentimientos? —Y la pesada maza caía otra vez, aplastante—. ¡Y más que eso, sí, uggg... grrr... me herís! ¡En lugar de desafiarme a la... aggrr... luz del día, ante hombres de honor que den testimonio, con un motivo... ahhh... justificado, venís a hacer deshonor a mis pobres y santos huesos en la oscuridad de la noche! ¡A una hora en que todos los hombres... grrr... buenos y afortunados están en la cama, con algo mejor... ughh... que hacer que desmenuzar cráneos! ¿No estás de acuerdo... agggr... conmigo ahora? —El último oponente de Rathan cayó retorciéndose y con la mandíbula astillada y ensangrentada.

Torm levantó la mirada:

—A los caballos no les gusta esto. Será mejor que nos los llevemos de aquí, y a nosotros también, no sea que haya por ahí otros acechando. Narm, ¿está tu señora despierta?

Shandril respondió por sí misma:

—Sí —y tuvo un súbito escalofrío a la vista de la ensangrentada daga de Narm—. ¿Realmente os divierte esto?

Torm la miró en silencio durante un rato.

—No me divierte nada en absoluto —dijo en voz baja—. Pero lo prefiero a que me metan un cuchillo en las costillas a mí —y se agachó para limpiar su acero en algo que Shandril por fortuna no pudo ver en la oscuridad, pero no lo enfundó—. ¿Montamos?

—Caminamos, cerebro de pichón —despotricó Rathan—, y tiramos de los caballos. ¿Quién sabe con qué podemos tropezamos si intentamos cabalgar en medio de esto? Echa una mirada a éstos, ¿quieres? No quiero que nadie quede vivo para contar vuestros nombres y vuestra ruta, y esta maza no es tan segura como una espada.

—En seguida, Exaltado Señor —dijo Torm con sarcástica dulzura—. Procurad no olvidar nada de vuestro equipaje. Yo veré si nuestros difuntos amigos llevaban algo de valor encima.

Rathan asintió con la cabeza a la luz del mortecino fuego:

—Procura que no se te echen encima mientras estás encandilado con el oro. Y ocúpate del fuego, ¿quieres?

Con silenciosa premura, reunieron todo el material y condujeron a sus caballos y mulas en medio de la noche. Paso a paso, con cuidado, Narm y Shandril siguieron a Rathan en dirección oeste sobre un suelo irregular.

Torm los alcanzó al cabo de poco rato:

—El fuego está esparcido y apagado, y no he podido ver a nadie que nos siga, pero andad todos a la escucha.

—Parece que voy a tener que seguir haciéndolo el resto de mi vida —dijo Shandril en un amargo susurro.

Torm acercó su cabeza a la de ella. La tenue luz de Selune mostró sus dientes mientras sonreía de oreja a oreja:

—Puede que incluso te acostumbres. ¿Quién sabe?

—Eso, ¿quién sabe? —respondió ella, tirando de su reacio caballo cuesta arriba.

—Ya no queda mucho, ahora —dijo Rathan tranquilizadoramente desde adelante. Se oyó ruido de piedras sueltas bajo sus pies y, entonces, susurró satisfecho—: Aquí. Este lugar servirá.

Shandril se sumergió en el sueño como si cayera en un gran pozo negro y no dejara de caer. Se despertó con el olor de jabalí asado en sus narices. Narm acababa de besarla. Shandril murmuró satisfecha y lo abrazó adormilada mientras se estiraba. Narm olía bien.

Una voz divertida dijo cerca de ellos:

—Funciona como un hechizo, ¿eh? ¿Puedo probar yo? Shandril, ¿quieres volver a dormirte un momento?

Shandril suspiró:

—¿Es que nunca paras?

—No, hasta que me muera, buena señora. Podré ser irritante, pero nunca aburrido.

—Eso —refunfuñó Rathan—. Tú eres
muchas
cosas, pero nunca aburrido.

—Buenos días a los dos —dijo Shandril entre risas.

—Bien hallada seas, señora —respondió Rathan—. El desayuno te espera... Nada del otro mundo, me temo, pero suficiente para seguir cabalgando. No han vuelto a molestarnos esta noche, pero será mejor que vigiléis bien hoy. No tardarán en encontrar esos cuerpos.

Narm miró alrededor, a las herbosas colinas:

—¿Dónde estamos, exactamente?

—Al oeste de la carretera, en las colinas al oeste del Valle de la Pluma —informó Rathan—. Vuélvete en redondo. ¿Ves aquella sombra gris, como humo, en el horizonte? Aquél es el Bosque del Arco. Entre él y nosotros se abre un viejo y ancho valle sin río alguno del que se pueda hablar ya. Se llama Valle de la Borla. Yo no bajaría al valle. Aunque es un sitio agradable, de hecho, con muchas tiendas estupendas y mucha gente amistosa, también está lleno de gente a la que es preferible evitar. No, manteneos pegados a las alturas, a lo largo del límite norte del valle.

—Allí no os encontraréis más que con algún pastor que otro y, tal vez, con una patrulla Mairshar. éstas vigilan el valle y siempre cabalgan por docenas. Diles que eres de Luna Alta, Shandril, y que vas hacia casa con este mago al que has encontrado en Colinas Lejanas. Utiliza un nombre como «Gothal» o algo así, Narm. Ateneos a la verdad en cuanto a Gorstag y la posada, y os irá mejor. No deis información alguna a ningún otro hasta que os encontréis con los elfos del Valle Profundo.

—¿Elfos? —preguntó Shandril atónita.

—Sí, elfos. ¿No conoces nada del Valle Profundo, donde creciste? —La voz de Rathan sonaba incrédula.

—No —le dijo Shandril—. Sólo la posada. Vi a algún medio-elfo armado cuando me fui con la compañía, pero no elfos.

—Ya veo. Conviene que sepas que el actual señor de Luna Alta es el héroe de guerra semielfo Theremen Ulath, para que no metas la pata... Y ahora come —terminó el clérigo levantándose y poniéndose su yelmo—. El día pasa.

Comieron y, cuando llegó el momento en que todo estaba listo, Rathan suspiró y dijo con ánimo apesadumbrado:

—Bien, ha llegado la hora. Debemos dejaros.

Luego se volvió sobre sus talones para mirar hacia el sudoeste:

—Un día de cabalgada y deberíais estar en el extremo oeste del Valle de la Borla, en las Colinas Pardas. Allí podéis acampar. Estad alertas..., el dormir juntos es sólo para interiores. Vale, Torm, sin bromas ahora. Otro día de atenta cabalgada hacia el oeste, sencillamente mantened el Bosque del Arco a vuestra izquierda, os encontréis con lo que os encontréis, os llevará hasta el Valle Profundo. Podréis seguir avanzando cuando caiga la noche, una vez que hayáis encontrado la carretera, y llegar a La Luna Creciente antes del amanecer. ¿De acuerdo?

Los dos jóvenes asintieron con los corazones henchidos.

—Muy bien —dijo Rathan con evasiva premura—, nada de lloros ahora —y entregó a Narm un pellejo de vino—. Para que lo cuelgues de tu silla. —Luego rebuscó en la gran bolsa que colgaba sobre su cadera y sacó un disco de brillante plata con una fina cadena, puso ésta en torno al cuello de Shandril y la besó en la frente—. Que la buena suerte de Tymora sea contigo —dijo.

Torm se adelantó después.

—Toma esto —dijo—, y llévalo con sumo cuidado. Es peligroso —y sacó un llamativo y barato medallón de latón, oblicuamente decorado con pedacitos de cristal incrustados, que colgaba de una tosca cadena de latón moteada que no hacía juego con el medallón, y lo colgó del cuello de Narm.

—¿Qué es? —preguntó éste.

—Míralo ahora —dijo Torm—. Ten cuidado de cómo lo tocas.

Narm miró. En su pecho no había ningún medallón barato, sino una cadena finamente labrada con eslabones retorcidos, de la cual colgaban dos pequeños globos de oro entre los que había otro más grande.

—Es mágico —dijo Torm—. Mantenlo apartado de todo fuego mágico o de cualquier magia de fuego, o puede matarte. Lo llamamos collar de proyectiles. Tú, y sólo tú, puedes sacar una de esas bolas y lanzarla. Cuando alcanza el blanco, estalla igual que una bola de fuego arrojada por un mago; procura que no sea desde muy cerca. La bola más grande tiene más poder que las otras dos. No requiere ritual ni palabra ninguna para funcionar. Consérvalo bien; lo necesitarás algún día..., probablemente antes de lo que piensas —y le dio unas palmaditas a Narm en el brazo—. Que os vaya bien a los dos.

Los caballeros montaron, saludaron a la pareja con las espadas desenvainadas, arrojaron dos pequeñas redomas de agua, hicieron girar a sus monturas y se alejaron al galope. Los cascos se oyeron golpear sordamente sobre la tierra por unos momentos y después se desvanecieron.

Narm y Shandril se miraron el uno al otro con los ojos brillantes y las mejillas mojadas, y se abrazaron con fuerza.

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