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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (54 page)

En un suspiro, el observador se hallaría lo bastante cerca de él para utilizar el ojo que infligía la muerte o convertía a uno en piedra. O podría simplemente hechizarlo para ganar su obediencia, o perseguirlo por toda la estancia como a una rata acorralada y herirlo desde lejos. Al final, sabía él, utilizaría aquel ojo que destruía por completo y no quedaría de Sememmon ni un rastro de polvo.

Así que corrió como no lo había hecho nunca y se zambulló con frenesí tras el borde del trono donde el enorme ojo central del tirano, aquel que suprimía toda magia, no podía alcanzar. Rápidamente comenzó a confeccionar una nube incendiaria. No llevaba consigo los conjuros adecuados para un combate de aquella gravedad... «Gana tiempo y protección —se dijo a sí mismo— y después usa una puerta dimensional para trasladarte a algún punto por encima del observador. Utiliza la paralización... ¡o no, usa los proyectiles mágicos ahora! ¡Ah, los dioses escupan sobre él!» Y, rabiando, Sememmon se aplicó a toda prisa a la tarea de lanzar conjuros.

Cuando terminó, echó a correr a lo largo de la espalda del trono, tropezando casi con una argolla que había en el suelo y que, con seguridad, era el tirador de una trampilla de piedra que podría haber sido su salvación de haber sido más fuerte o haber tenido a cuatro o cinco acólitos para levantarla. Sememmon alcanzó la esquina del trono resollando y se enderezó. Para lanzar un proyectil mágico, tenía que ver el blanco y, si él podía ver al observador, los ojos de éste también podrían verlo a él. Entonces se tensó, para echar una rápida ojeada, y...

Hubo un gran resplandor y un estruendo, y el mismo suelo se elevó haciendo a Sememmon caer de rodillas. «Arriba, arriba», se apremió frenéticamente a sí mismo. Pero una bruma rojiza de puntos danzarines obnubilaba sus ojos. Por unos momentos perdió la noción de dónde era «arriba».

—Bien hallado, Sememmon —dijo una voz fría y familiar. Sememmon levantó los ojos para encontrarse con las tranquilas miradas de Sarhthor y Manshoon. El Gran Señor del castillo de Zhentil iba vestido con su hábito negro y azul oscuro y parecía divertirse—. Ya puedes levantarte. Se ha ido —añadió flexionando su mano abierta.

Sememmon logró recobrar la voz:

—¡Has vuelto! ¡Señor, te hemos echado de menos...!

—Oh, sí, sin duda. Te he estado vigilando y he visto tus... diferencias con Fzoul. Vamos, ven con nosotros, y no lo mates. Lo necesitamos —y cruzaron con premura el suelo de mármol hacia la puerta por donde había entrado Sememmon. ésta había sido reventada y convertida en cascotes de metal que yacían esparcidos bajo sus pies—. Sarhthor —explicó concisamente Manshoon.

Los tres magos atravesaron una serie de vestíbulos extrañamente desiertos y salieron a la noche estrellada. Sin palabras, abandonaron el Altar Negro pasando por delante de unos oscuros montones que ya habían comenzado a heder; los cuerpos de los que habían caído en la batalla que habían librado las fuerzas de Fzoul y las del Alto Imperceptor. Marcharon derechos a la morada de Sememmon y los dos magos dejaron a éste en ella.

—Anímate —dijo Manshoon al separarse—. Tendrás tu oportunidad de luchar con los otros por todo esto, algún día —y, encogiéndose de hombros, echó una mirada a los oscuros pináculos que se elevaban en torno a ellos—. Yo no puedo vivir eternamente, ¿sabes?

Dicho esto, giró sobre sus talones y se adentró en la noche con Sarhthor tras él.

Sememmon los vio alejarse bajo la tenue luz y saboreó el miedo. ¿Cuándo decidiría Manshoon que Sememmon ya había vivido bastante? Entró deprisa en su casa, acompañado por el invisible ojo flotante que Manshoon había enviado para espiarlo.

—Pues... resulta que pasábamos por aquí... —dijo Rathan con tono rudo—. La carretera está abierta a todo el mundo, ¿o no?

—No —dijo Shandril con una sonrisa torcida—. Veníais tras nosotros para protegernos. ¡Dudabais de que Tymora nos cuidara lo bastante bien!

El fornido clérigo hizo una sonrisa forzada:

—Naturalmente Tymora vela por vosotros... ¿Acaso no soy yo un simple instrumento de su voluntad?

—¿Por eso sólo has tenido que levantar a un hombre dormido y has dejado toda la pelea y el trabajo sucio para mí? —dijo Torm—. Y ni siquiera el valor de una buena moneda en sus bolsillos...

—Así que trabajo sucio, ¿no? ¿Y quién le ha quitado las botas, me gustaría saber? —protestó Rathan.

—Os lo agradecemos a los dos —dijo Narm—, a pesar de vuestros malos esfuerzos humorísticos. De nuevo, mi señora y yo os debemos nuestras vidas. Y las de nuestros caballos, también. Vuestra intervención me ha quitado incluso el dolor de cabeza.

Rathan sonrió.

—Si quieres que te vuelva el dolor, puedo prestarte a Torm durante unos segundos.

Torm le lanzó otra mirada de pocos amigos.

Shandril soltó una risita:

—No creo que eso sea necesario, Rathan. Ahora tengo un hombre que me conduce y me deja extenuada.

Narm la miró dolido, a lo que ella respondió con un guiño; pero Torm pareció encantado.

—Oh, puedes dejarlo con Rathan para que aprenda a cabalgar, luchar y rendir culto —dijo el ladrón—, y yo cabalgaré contigo. Soy ingenioso, ágil, limpio, rápido y experimentado. Conozco montones de chistes y soy un cocinero excelente, siempre que te gusten la carne con tomates, queso y fideos todos revueltos. Estoy plenamente versado en las leyes de seis reinos y muchas ciudades independientes, y soy un magnífico jugador. ¿Qué me dices? ¿Hmmm? —y levantó sus cejas con picardía hacia ella.

Shandril le dirigió una mirada que habría derretido un cristal.

—¿No hay nada que puedas hacer por él? —le preguntó a Rathan.

—Oh, sí —dijo éste—. Podemos darle el primer turno de guardia, y mientras los demás podremos dormir. Narm y yo dormiremos uno a cada lado tuyo y así, cuando tenga frío, no habrá miedo de que intente acurrucarse junto a ti.

—Ajá —asintió Shandril no muy segura. Puso los ojos en blanco y se dejó caer sin responder dentro de la improvisada cama de la tienda.

Rathan gruñó y se agachó para enrollar su capa a modo de almohada. Se acostó sobre la hierba completamente vestido, sin manta ni cubierta alguna y agarrado a su maza. Entonces meneó la cabeza, como de satisfacción, y a los pocos segundos estaba roncando. Sus embotados pies daban alguno que otro respingo de vez en cuando.

Torm guiñó un ojo a Narm y estiró la mano para pellizcarlo. Sus dedos se hallaban todavía a algunos centímetros de su objetivo cuando Rathan abrió un ojo y dijo:

—Olvídate de pellizcar, acariciar o hacer cosquillas a gente honrada que duerme en los brazos de los dioses. Ocúpate sólo de que el fuego no se apague.

Narm se quedó dormido riéndose.

El suave sol de la mañana irrumpió sobre las ondulantes colinas y los campos del Valle de la Batalla, al norte de Sembia, encendiendo el cielo por el este, y halló a Rathan Thentraver calentando pensativamente el agua para el té sobre un semiextinguido fuego.

Miró a sus durmientes compañeros, se puso en pie con un lento gruñido de esfuerzo y trepó el promontorio para echar una ojeada a la tierra que los rodeaba. Sólo la hierba cubría su desnudez, y aparecía ondulada y muy vacía. Cabeceó satisfecho, se acopló la maza bajo el brazo y volvió a sentarse vaciando sus pensamientos de todo menos de Tymora, como trataba de hacer cada mañana.

Abrió su corazón a su Dama y rezó para que los dos jóvenes que yacían a su lado —sí, y Torm también, el condenado— vieran únicamente su cara luminosa al menos hasta que hubieran alcanzado Luna de Plata y conocido a Alustriel. Todo el mundo necesita, por lo menos, un viaje seguro..., y éstos más que la mayoría, a causa del fuego mágico, se dijo Rathan.

Después miró el rostro de Shandril, dormida arrebujada en sus mantas, y pensó en ella haciendo llover fuego mágico y arremetiendo con furia, y hasta rasgando de arriba abajo su túnica para derramar con más rapidez el fuego mágico sobre el enemigo. No, a él no le gustaría llevar semejante poder ni por todo el oro de los reinos...

Suspiró. Si hubiesen cabalgado un poquito más despacio, aquella alimaña de mago podría haber acabado con ella la noche anterior. Había estado tan cerca... Cuestión de segundos. Sin embargo, ¡uno no puede andar de niñera de alguien que puede hacer volar en pedazos una montaña!

Pronto tendrían problemas, aquellos dos, y necesitarían a alguien. Rathan suspiró otra vez. Ah, bueno, algunas cosas hay que dejárselas a Tymora. Se levantó y empezó a preparar el té. Pronto tendrían ganas de desayunar.

Echó una mirada a todos los durmientes y una sonrisa tocó sus labios. ¿Por qué despertarlos? Los pobres necesitaban un buen y largo sueño mientras estaban vigilados y podían relajarse a gusto. «Déjalos que duerman, pues.» Escrutó en dirección sur a ver si podía divisar el río Ashaba, pero estaba ya demasiado lejos. «Ah, bien. Cabalgaremos con ellos hasta que se levanten mañana al amanecer, y entonces volveremos. Si Elminster es la mitad del gran archimago que pretende ser, seguro que podrá conservar entero al Valle de las Sombras hasta que estemos de vuelta.»

Escarbando bajo su armadura, Rathan abrió su paquete de provisiones. «Ah, bien..., otro día, otro dragón muerto.»

—¿Quieres terminar de una vez con todo ese arañar y garabatear? —preguntó Elminster—. No estás escribiendo un poema épico, ¿sabes?

Lhaeo volvió su tranquila mirada hacia él:

—Remueve el estofado, ¿quieres?

Elminster resopló, se llevó su pipa apagada de la mano a la boca y comenzó a remover.

—Echas de menos a esos dos, ¿verdad? —le preguntó el escriba en voz baja sin volverse.

El anciano mago se quedó mirando con enojo la espalda de Lhaeo durante un largo momento y luego murmuró sobre su pipa:

—Sí —y, dejando de nuevo el cucharón en su sitio, se sentó sobre la achaparrada sección transversal de un gran árbol que servía de asiento junto a la diminuta mesa de cocina—. No todos los días tiene uno la oportunidad de ver cómo el fuego mágico destruye su esfera mágica en un santiamén y sin demasiado esfuerzo. Y mira al alto y poderoso Manshoon puesto en fuga por una muchacha que no ha lanzado un conjuro en su vida.

—Una ladrona, dijo que era... o, al menos, se unió a la Compañía de la Lanza Luminosa como ladrón.

Elminster volvió a resoplar.

—¿Ladrona? ¡Ella es tan ladrona como puedes serlo tú! ¡Si tuviésemos unos pocos más ladrones como esa muchacha, los reinos serían tan seguros que no harían falta cerrojos! Espadas sí, pero cerrojos ya no. Lo cual me recuerda... cerrojos y libros custodiados, es decir... la fortaleza de la Candela, Alaundo. ¿Qué decía el viejo Alaundo sobre el fuego mágico? Debemos de estar acercándonos a aquella profecía también, ahora; de modo que, sin duda, debe de ser de Shandril de quien hablaba.

Lhaeo sonrió.

—Precisamente, yo estuve consultando las palabras y dichos de Alaundo la última noche que ellos pasaron aquí. A tu izquierda, debajo del tarro de confitura, en el primer pedazo de papel, he copiado el dicho pertinente al caso. Si cierta «guerra entre brujos» ha dado comienzo ya en Faerun, su consumación está próxima.

Elminster interrumpió sus manotazos en torno al tarro de confitura para clavar una dura mirada en Lhaeo, pero el escriba continuó con su escritura.

—¿Qué estás haciendo —inquirió Elminster—, ahí garabateando sin parar mientras el estofado se espesa y se quema? ¿De qué se trata?

Lhaeo volvió a sonreír.

—Remueve el estofado, ¿quieres? —dijo con aire inocente. Y después, antes de que la furia del viejo mago entrase en erupción tras un elevado rugido, dijo—: Estoy anotando los límites del poder de Shandril, según tus observaciones y las de los caballeros. Esta información puede resultar útil algún día —añadió con mucha calma—, si alguna vez hubiese que detenerla.

Elminster se quedó mirándolo un momento y luego asintió; parecía muy viejo en esos momentos.

—Sí, sí, tienes toda la razón, como de costumbre —y suspiró—. Pero no a esa muchachita. A Shandril no. Si no es más que una dulce criaturilla, toda risas y amabilidad y ojos luminosos...

—Sí, como Lansharra —respondió con sencillez Lhaeo.

Elminster asintió con la cabeza, muy lentamente, sin decir nada. Hubo silencio durante largo rato. Lhaeo terminó su trabajo, sopló sobre la página y se levantó. El sabio permaneció sentado como una estatua, absorto en el fuego. Lhaeo estiró el brazo por encima de él, sacó un pedazo de papel de debajo del tarro de confitura y lo colocó delante de Elminster. Luego se volvió a echar una mirada a la comida sin decir palabra. Unos segundos más tarde oyó la voz del anciano tras él y sonrió para sí. «Pon una receta para serpiente de arena frita delante de Elminster —pensó— y tendrás a éste leyéndola en un santiamén.»

—«El fuego mágico se elevará, junto a una espada poderosa, para cercenar las sombras y el mal y dominar el arte» —leyó Elminster como si se tratara de una curiosa canción de bardo o de un mal intento de broma. Lhaeo esperó. Elminster habló de nuevo—: ¿«Dominar el arte»? ¿Qué quería decir Alaundo con eso? ¿Es que ella va a convertirse en maga? No tiene la menor aptitud para ello... ¡ y yo no soy ningún principiante en eso de enseñar magia, como sabes!

—He descubierto que las profecías de Alaundo cobran pleno significado, en su mayoría, una vez que han tenido lugar —dijo Lhaeo—, pero sirven de bien poco antes de eso.

—Ahhh... ¡remueve el estofado! —gruñó Elminster—. Voy a fumar una pipa —y la puerta se cerró de un golpe tras él. Lhaeo esbozó una amplia sonrisa.

Las escaleras crujieron cuando Storm bajó descalza a la cocina, con su pelo plateado brillando a la luz del hogar.

—Deja el estofado —le dijo en voz baja a Lhaeo—. Probablemente ya se ha convertido en sopa con tanto removerlo el uno y el otro.

Lhaeo sonrió y la rodeó con sus fuertes brazos.

—Volvamos arriba —dijo con dulzura—, antes de que vuelva a buscar fuego para encender su pipa. ¡Ahora, rápido!

La cama crujió cuando se sentaron en ella, justo un instante antes de que la puerta se volviera a abrir de golpe allá abajo. Fuera, Elminster se rió y, después, canturreó una de sus melodías favoritas compuestas por Storm. Uno no llegaba a los quinientos inviernos de edad sin darse cuenta de algunas cosas.

Cabalgaron de firme durante todo aquel día por una carretera profusamente transitada por carretas que viajaban hacia el norte procedentes de Sembia. Jinetes con ojos de halcón y astutos y vigilantes mercaderes les lanzaban a menudo miradas curiosas, y este escrutinio siempre inquietaba a Narm y Shandril.

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