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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (57 page)

»Las espadas nos han llevado hasta donde estamos hoy. Sí, no sin la ayuda del arte y el favor divino, admito. Pero las espadas han mantenido a raya a gobernantes y bandidos. No necesitamos el fuego mágico. No malgastemos nuestra mejor sangre por él.

—Bien dicho, Guindeen —respondió Salvarad—. Sin embargo, ¿podemos permitirnos dejar que nuestros enemigos ganen el fuego mágico y lo utilicen contra nosotros? Seríamos todos destruidos sin remisión.

—Nos colocas, en verdad, ante una difícil elección —dijo Naergoth Bladelord con tono sosegado—, y eso nos lleva a otra inevitable cuestión: ¿quién quiere enfrentarse a esa joven doncella? —y miró a todos los presentes, mientras el silencio se hacía cada vez más denso.

Nadie se movió ni habló. Después de una prolongada pausa, Naergoth dijo con suavidad:

—Así es que estamos de acuerdo. Olvidemos el fuego mágico y continuemos trabajando como de costumbre por la mayor gloria de los dragones muertos.

Todos asintieron con desgana, pero nadie replicó. Es difícil reírse del miedo cuando uno lo comparte con los demás.

Cabalgaron hacia el oeste sin detenerse. Narm escudriñaba con cautela cuanto los rodeaba mientras avanzaban, a la espera siempre de otro ataque. Shandril, sin embargo, encontraba aquel bosque más acogedor que la Corte élfica. Por entre el espeso laberinto de troncos y ramas retorcidas, se podían ver profundos y escondidos recovecos. Las enredaderas colgaban como enmarañadas telas de araña desde las ramas altas hasta los troncos. Una tupida cortina de helechos se elevaba desde el suelo, interrumpida tan sólo en aquellos lugares donde las ramas habían caído.

Shandril paseaba la mirada por el musgo que cubría rocas y troncos, y por los enormes y frondosos árboles, algunos tan grandes como casas. Pero Narm sólo veía peligro, posibles emboscadas y sombras ocultas.

A medida que transcurría el día, sin que se produjera ningún ataque, él también empezó a disfrutar del camino hacia el Valle Profundo.

—¡Qué hermoso! —dijo cuando, al llegar a la cresta de una suave loma en el camino, vio la luz del sol caer como un torrente sobre un claro, a través de los árboles.

—Sí —dijo Shandril con voz humilde—. Jamás había visto estos bosques, pese a que vivía a un día de cabalgada —y miró con curiosidad a su alrededor—. A veces desearía no haber conocido nunca el fuego mágico. Así podría ir a casa tranquilamente contigo, ahora, en vez de huir de más de un centenar de magos medio locos.

—¿Por qué no te quedas? —preguntó Narm—. Tú tienes poder para matar a cien magos chiflados.

—Sí, pero en el transcurso perdería el valle, a mis amigos e incluso a ti. Los magos poderosos parece que tienen que destruir siempre cuanto los rodea. Ellos causan mayor devastación que los incendios forestales y los bandidos. A veces pienso que la vida sería más sencilla sin magia.

—Eso le dije yo a Elminster —respondió Narm—, y él me dijo que no, que si yo pudiese ver los extraños mundos que él ha conocido lo entendería.

—No, gracias —respondió Shandril—. Me parece que ya tengo suficientes problemas en este mundo.

El camino ascendía de nuevo a través de un frondoso túnel de viejos robles que daba acceso a una zona despejada. Narm y Shandril cabalgaban en silencio, uno al lado del otro, alertas a cualquier peligro. Diminutas ramas en forma de látigo que habían caído de los árboles yacían en el suelo, entre las hojas muertas, las enredadas hierbas y los helechos, como delgados y oscuros dedos de duendes esperando para agarrarse o saltar bajo los pies. Continuaron cabalgando sin ser atacados ni encontrar viajero alguno en el camino.

—Esto es bastante misterioso —dijo Shandril—. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

—A cualquier otra parte, por una vez —dijo Narm—. ¡Agradécelo y cabalga mientras tengamos la posibilidad! Me gustaría librarme de estos valles donde todos nos conocen. Tu fuego mágico no puede durar, o triunfar, eternamente.

—Ya he pensado en ello —dijo Shandril con un tono humilde—. Hasta ahora, hemos sido muy afortunados. Más que eso, hemos luchado contra muchos que no sabían a qué se enfrentaban; lo mismo que yo. Dentro de poco, los magos vendrán en nuestra búsqueda con conjuros y estratagemas mágicas específicamente preparadas para incapacitarnos o inutilizar el fuego mágico. Y entonces, ¿qué será de nosotros?

—Ah, Shan, te quejas demasiado —replicó Narm exasperado—. Me preocupas. Al menos, tú puedes devolver los golpes. ¿Esperabas una vida como en las baladas, con todos aplaudiendo, triunfos y finales felices? No, querías aventura, y aventura tienes. ¿Oíste la definición de aventura de Lanseril, en aquella primera fiesta en el Valle de las Sombras?

Shandril frunció el entrecejo:

—Acerté a oír algo, sí. Algo sobre estar condenadamente incómodo, herido y asustado y, después, decir a los demás que no fue nada.

—Sí, así era. —Y remontaron otra cima sin que todavía se viera rastro alguno de otros viajeros por el camino—. Es un largo camino hasta Luna de Plata —añadió Narm pensativo—. ¿Recuerdas los nombres de todos los Arpistas que Storm dijo que nos encontraríamos en el camino?

—Sí, ¿y tú? —respondió su dama con malicia, y Narm negó con la cabeza.

—He olvidado la mitad, estoy seguro. Yo no estaba llamado a ser un trotamundos —respondió Narm con resignación—. Tampoco fue muy provechosa la tutela de Marimmar a este respecto.

Shandril rió:

—Ya lo creo —y observó los bosques que los rodeaban—. Si los reinos tienen lugares tan hermosos como éste, no me preocupa lo que quede de viaje, ¿sabes?

—¿A pesar de un centenar de diabólicos sacerdotes y magos tras nuestra sangre?

Shandril arrugó la nariz:

—No quiero que me llames «matamagos» ni nada por el estilo. Recuerda que ellos viene tras de mí. Yo no tengo nada en contra suya.

—Lo recordaré tras una docena de cadáveres más o así —respondió secamente Narm—. Si es que dejas a alguno para poder preguntarle, claro.

Shandril retiró la mirada de él, entonces, y dijo en voz muy baja:

—Por favor, no hables así de toda esta matanza. Yo la odio. Por nada del mundo quisiera jamás llegar a estar tan acostumbrada como para usar mi poder con ligereza. ¿Quién sabe cuándo este fuego mágico puede abandonarme? Entonces, Narm, sólo tendré tu magia para protegerme. Piensa en ello.

Descendieron cabalgando hasta un valle donde el musgo crecía entre las hojas muertas en protuberantes macizos de un verde exuberante. Pequeños charcos de agua brillaban bajo los oscuros, rugosos y viejos árboles.

Narm miró a su alrededor con cautela, como de costumbre, y dijo muy serio:

—Sí, pienso en ello a menudo.

—Parece que el destino de esta Shandril es envejecer sin que nadie la perturbe, al menos por lo que a nosotros se refiere —dijo Naergoth a Salvarad cuando los dos se encontraban solos junto a la larga mesa—. ¿Hay algún otro asunto?

—Sí, desde luego. El tema de tu mago. Malark fue destruido en el Valle de las Sombras. Cómo, no lo sé, pero pereció a manos de Shandril.

—¿Estás seguro?

—Yo vigilo de cerca, y otros vigilan para mí y, entre unos y otros, muy poco nos perdemos.

Naergoth lo miró con rostro inexpresivo:

—Entonces, ¿quién de entre los magos crees tú que puede recibir el Púrpura en el puesto de Malark?

—Zannastar, ciertamente. Podrías incluso otorgarle el Púrpura ahora. Tenemos siete guerreros y un mago.

—Bien, pero, ¿por qué Zannastar?

—él es competente en la magia; pero, sobre todo, es sumiso, cosa que no caracterizaba a Malark.

—Muy bien, pues. ¿Y quién más?

—El joven Thiszult. Es bravo... tranquilo, pero muy osado. Podría resultarnos o peligroso o magnífico. ¿Por qué no lo enviamos, solo y en secreto, tras el fuego mágico con cuatro o cinco hombres armados? O lo trae o muere en el empeño... o aprende a ser cauteloso. Eso no podrá perjudicarnos.

—¿Ajá? ¿Y qué si regresa con el fuego mágico y lo utiliza contra nosotros?

—Yo conozco su verdadero nombre —respondió Salvarad con suficiencia—, aunque él ignora que alguien lo sabe.

Naergoth asintió con un gesto:

—Entonces, envía a tu lobo. ¿Quién sabe? Quizá triunfe allí donde todos los demás han fracasado: los nuestros, los de Bane y del castillo de Zhentil. El castigo que le tenemos reservado a Shandril acabará por alcanzarla, aun cuando hasta el momento hayamos pagado con sangre por ello.

Salvarad asintió:

—Sí, es sólo una doncella, y no una guerrera. Con o sin fuego mágico, la conseguiremos al final. Pretendo conseguir aquél, también..., pero, si la cogemos con vida, ella es mía, Naergoth.

Naergoth arqueó una ceja:

—Puedes conseguir mujeres con mucha más facilidad, Salvarad.

—No me malinterpretes, Bladelord —respondió Salvarad con frialdad—. El poder que ella ha manejado... hace cosas a la gente. Yo debo aprender ciertas cosas de ella.

—Entonces, ¿por qué no vas tras ella tú mismo? —preguntó Naergoth.

Salvarad sonrió levemente:

—Estoy intrigado, Bladelord; no soy un suicida.

—Otros han dicho eso, ¿sabes?

—Lo sé, Naergoth.

La noche los envolvió mientras estaban aún en los bosques. Empezaba a hacer frío, y la pareja se arrebujó en sus capas al tiempo que cabalgaba. La niebla se elevaba entre los árboles.

Narm observó cómo se extendía en desordenados remolinos y dijo en voz baja:

—Esto no me gusta. Una emboscada con esta niebla sería demasiado fácil.

—Sí —respondió Shandril—, pero ni todos los deseos del mundo cambiarían nada. Ya no estamos lejos..., no podemos estarlo, porque los viajeros que dejaron la posada a media mañana esperaban llegar con seguridad al Valle de la Borla a la caída de la noche. Y no hay otro camino. Así que no hemos podido perderlo. —Y atisbó entre el suave silencio de los árboles. Retorcidas ramas colgaban inmóviles y oscuras entre la niebla. Nada se movía, ni se produjo ningún ataque.

Shandril suspiró.

—Vamos —dijo, espoleando su caballo para ponerse al trote—. Tratemos de llegar indemnes a La Luna Creciente. Volveré a ver a Gorstag de nuevo.

El fuego ardía lentamente en la chimenea y reinaba una gran tranquilidad en la cantina de La Luna Creciente cuando el último de los pocos huéspedes se retiró a la cama. Lureene barría en silencio las migas de pan caídas mientras Gorstag hacía la ronda de las puertas. Ella oyó sus rítmicos pasos sobre el entarimado de la cocina y sonrió.

Y así estaba, sonriendo a la débil luz del mortecino fuego, cuando Gorstag, que no llevaba vela cuando andaba solo por la noche, pues prefería la oscuridad, entró en la habitación.

—Mi amor —dijo con suavidad—. Quiero pedirte algo esta noche.

—Tuyo es, señor —dijo Lureene con cariño—. Ya lo sabes —y se llevó la mano a los cordones de su corpiño.

Gorstag tosió.

—Ah... no, mocita, hablo en serio... Quiero decir... ¡Oh, dioses, amparadme! —y respiró hondo mientras se dirigía lentamente hacia ella en la penumbra. Cuando estuvo a su lado le preguntó en un tono muy delicado y ceremonioso—: Lureene, soy Gorstag de Luna Alta, devoto de Tymora y Tempus en mis tiempos, y hombre de moderados bienes. ¿Quieres casarte conmigo?

Lureene lo miró con la boca abierta durante un buen rato. Y, de repente, se encontró entre sus brazos alzando sus grandes y oscuros ojos hacia él.

—Mi señor, tú no necesitas... casarte conmigo. No era mi intención atraparte en un compromiso tal.

—¿No quieres ser mi esposa? —preguntó Gorstag con lentitud y aspereza—. Por favor, no me engañes, dime la verdad...

—Nada me gustaría más que ser tu esposa, Gorstag —respondió Lureene con firmeza.

Entonces su sonrisa fue como un súbito rayo de sol en la oscuridad, mientras los brazos del posadero se ceñían en torno a ella.

—Acepto —añadió Lureene con sofocado aliento—. Ahora bésame, ¡y no me ahogues con tu abrazo!

Sus labios se encontraron, y Lureene dejó escapar un pequeño gemido de felicidad. Gorstag la sostenía como si fuera algo maravilloso y frágil que tuviera miedo de romper. Así estaban los dos, unidos en medio de las mesas, cuando la puerta principal de la posada se abrió con un suave chirrido y una brisa fresca sopló alrededor de sus tobillos.

Gorstag se volvió, llevándose la mano al cinturón.

—¿Sí? —inquirió antes de que sus ojos, acostumbrados a ver en la oscuridad, le mostraran quién había llegado.

Lureene se volvió también dentro de sus brazos y lanzó un grito de alegría:

—¡Shandril!

—Sí —respondió una voz humilde—. ¿Gorstag? ¿Puedes perdonarme?

—¿Perdonarte, pequeña? —rugió el fornido padrazo avanzando hacia ella a grandes zancadas para abrazarla—. ¿Qué hay que perdonar? ¿Estás bien? ¿Dónde has estado? ¿Cómo...? —Fuera se oyó un relincho y un crujido de cuero e, interrumpiendo su frase, Gorstag dijo—: ¡Pero, hay que atender a los caballos! Siéntate, siéntate con Lureene, que tiene una sorpresa que contarte, y yo me enteraré de todo cuando haya acabado con esto.

—Estoy casada —dijo Shandril rápidamente—. Es él..., Narm. Está con los caballos.

Gorstag le lanzó una mirada sorprendida sin detener el paso. A la luz del hogar, Shandril vio que las lágrimas humedecían sus mejillas y después desapareció.

Lureene la rodeó con sus brazos.

—¡Alabada sea la Dama Fortuna, Shan! ¡Estás de vuelta y a salvo! Gorstag ha estado muy preocupado por ti; ah, pero ahora... pero ahora... —y, embargada por las lágrimas, abrazó a Shandril estrechamente.

Shandril sintió el picor de sus propias lágrimas en sus ojos, y tragó saliva para evitar el feliz fluido.

—Lureene... Lureene... —consiguió decir con voz entrecortada—. No podemos quedarnos. La mitad de los magos de Faerun nos persiguen, y somos una amenaza para vosotros sólo por estar aquí.

Llena de miedo, clavó los ojos en la camarera. Le emocionaba que la hubiera echado tanto de menos... Siempre había creído que la chica mayor debía de encontrarla aburrida. Ahora temía perder, arrebatado por el miedo, lo que tan fugazmente había sentido. Lureene se encontró con su mirada y sonrió.

—Ah, gatita; mucho han tenido que herirte, desde luego, para llegar a temer que se te cerraran las puertas —dijo Lureene con tristeza—. Si, para verte otra vez, tenemos que entretener a varios miles de magos airados, Gorstag y yo los entretendremos, y aun pienso que es un precio insignificante por ello. ¡Ah, Shan, gracias, gracias! Has hecho a Gorstag tan feliz... Está como un chiquillo de nuevo. ¿No lo has visto saltar como un muelle hacia la puerta? Lo has hecho tan feliz otra vez... como no lo ha sido desde que te fuiste.

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