—Dafne dijo…
Oyó su propia voz, sus farfullas. ¿Hablaba en voz alta? Las palabras de su cofre de memoria procedían de la obra épica que Dafne había compuesto en su honor, mucho antes de que él se hundiera y se ahogara.
—¿Entonces es ella aquélla para quien vives, hombrecito?
Faetón abrió los ojos. Un borrón de verdor, opacidad, sombras. No veía nada.
Su cuerpo tembló. Estaba aturdido, flotando a la deriva. Unas enredaderas o anguilas vivientes le sujetaban las extremidades con blanda firmeza; no podía moverse.
—No luches, pequeño, a menos que quieras causarte daño. Hemos formado un bolsón con tu aire; nuestros delfines se elevan a la superficie, extraen aire y descienden para insuflarlo en tu bolsón.
Faetón intentó hablar de nuevo.
—¿A quién tengo el honor de dirigirme? —logró articular con voz clara.
—Aja. El pequeño es cortés. Somos Madre-del-Mar.
Las palabras llegaban directamente a su espacio mental, por el canal de su traje. Le habían insertado un tubo o dispositivo médico en la boca. Otras enredaderas parecían sujetarle almohadillas contra la piel. Tenía agujas clavadas en el brazo. La nanomaquinaria negra del revestimiento del traje estaba en movimiento, formando y deshaciendo sustancias y combinaciones químicas. Sentía la pulsación del calor a través de ella. Era una sensación reconfortante.
Faetón revolvió los ojos. Al principio no vio nada. Luego detectó sombras grises a izquierda y derecha. Dos delfines se aproximaban. Oyó un burbujeo, un chillido agudo de delfín. El aire entró burbujeando en el pequeño espacio que le rodeaba la cabeza.
—Señora, te lo agradezco, y mi gratitud es ilimitada. Aun así, debo advertirte que quienes me asistan pueden caer bajo la interdicción del Colegio de Exhortadores.
—Nuestros delfines actúan conforme a su propia naturaleza, y está en su naturaleza asistir a quienes necesitan ayuda. Si hubiera habido tiburones en las cercanías, las partes de nuestra mente podrían haber reaccionado de otro modo. Así es la vida.
(¿Por qué se parecía tanto a la voz de su madre, Galatea, a quien él recordaba de su remota juventud? Quizá fuera por el carácter regio, señorial, imponente de esa voz…)
—Perdóname, señora, pero también a ti pueden pedirte cuentas por tu generosidad hacia mí.
—¡Conque el pequeño también es noble! ¿Procuras salvarnos del daño? ¿A nosotras?
Una vasta risotada pareció resonar en esa voz.
—¡El Colegio de Exhortadores ejerce una amplia influencia!
—Mas nosotras somos vastas como el mar. Parte de nosotras está en el quelpo, en el coral y en el polvo del lecho marino, midiendo, moviendo, liberando calor, almacenándolo. Parte de nosotras está entretejida con los pensamientos de los peces y las bestias del mar, moviéndose de un cerebro al otro con la celeridad de una señal de radio, o bien con la lentitud de los siglos, en pensamientos codificados en sustancias químicas que se desplazan con las mareas. Al cabo de siglos o segundos, nuestros pensamientos se unen en nuevas formas, gotas que se elevan como el rocío sobre los dulces trópicos, o se mueven a través de tormentas que sacuden el Ártico.
«Respiramos para calmar los huracanes; nos sonrojamos para dar vida a los vientos alisios. Mecemos las corrientes del Golfo, movemos el flujo y reflujo de las mareas como si fueran extremidades de kilómetros de anchura, y sin embargo contamos cada célula de plancton que alimenta el aire de vuestro mundo. El depredador y la presa se mueven a través de nosotros como corpúsculos de arterias y venas, gobernados por los latidos de un corazón poderoso. Partes de nosotras son más viejas que cualquier otro ser viviente, más viejas que todas las demás Cerebelinas, más viejas que todas las composiciones excepto una. Tú no puedes imaginar lo que somos, querido pequeño; de lo contrario, sabrías que no podemos temer a tus Exhortadores. No sabemos nada de tu mundo terrestre; no nos importan tus Exhortadores. Sólo hay un hombre de toda tu Tierra cuyo nombre conocemos; un hombre cuyo destino fascina nuestros vastos y antiguos pensamientos.
Faetón sabía que Madre-del-Mar era una entidad singular, Cerebelina y composición al mismo tiempo, una mente colectiva constituida por muchas mentes parciales y globales desperdigadas. No había ninguna otra como ella; el consenso de los conformuladores psiquiátricos de la Ecumene Dorada consideraba que esta combinación de neuroforma y arquitectura mental era demasiado exótica y extraña.
Era antigua, muy antigua. Algunos de los organismos o sistemas que albergaban sus muchas consciencias se remontaban a la primera Inspección Ecológica Oceánica, a mediados de la Tercera Era.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó—. ¿Aquél que es el único hombre de la Tierra que conoces?
—Lo sentimos tirar de nuestras mareas hace un instante o un siglo, cuando desplazó la Luna. Su nombre es Faetón.
Faetón se estremeció. Con súbita emoción, contuvo el aliento. ¿Temor? ¿Asombro? No estaba seguro.
—¿Qué sabes del tal Faetón? —preguntó.
—Lo hemos esperado durante cinco eones, un millón de años de historia humana.
—¿Cómo pudiste esperar tanto tiempo? Él sólo tiene tres mil años.
—No. Él es el sueño más viejo del hombre. Aun antes que los hombres supieran qué eran las estrellas, sus mitos poblaron el cielo nocturno con seres alados, dioses, ángeles y carrozas flamígeras, que vivían entre los astros. Hemos esperado, siempre hemos esperado, a alguien que pudiera llevar el don prometeico del fuego de vuelta al firmamento.
Hubo un largo silencio. Faetón sentía que se realizaban ajustes en su nanomaquinaria, su química sanguínea; ahora estaba más lúcido.
—Yo soy Faetón. Yo soy ese hombre. El sueño ha fracasado. Me persiguen enemigos que nadie más puede ver, enemigos cuyo nombre desconozco, cuyos motivos y poderes ignoro. Soy denunciado y odiado por los Exhortadores. Soy repudiado por mi padre. Mi esposa optó por una especie de suicidio con tal de no ver mi triunfo. He perdido mi nave; he perdido mi armadura; lo he perdido todo. Y ahora perezco. Sufro de privación de sueño, y no puedo equilibrar las presiones neurales entre mis cerebros naturales y artificiales sin un circuito de autoanálisis.
Hubo una pausa de silencio.
—Pierdes porque tus renuncias son insuficientes —dijo al fin la voz—. Renuncia a toda tu artificialidad, libérate de tus pensamientos de máquina. ¿Comprendes?
Faetón creyó entender.
—Me pides un precio terrible.
—La vida lo pide. Hay un sueño maligno en ti, lo intuyo, que genera este bloqueo. Un virus o un ataque externo intenta bloquear tu memoria, para que no sepas quién te ataca. No tenemos circuitos noéticos; no podemos curar tus pensamientos. Debes hacerlo por tu cuenta. Pero podemos usar nuestro arte, que equilibra flujos y ecologías de la vida marina, para restaurar cierta cordura a tu química sanguínea y tu química neuronal. Podemos eliminar el bloqueo que impide que surjan tus pesadillas.
Faetón estaba demasiado fatigado para aprehender todas las implicaciones de lo que oía. ¿Virus externo?
—Aun así necesitaré un circuito de autoanálisis cuando despierte —dijo—, para curar el daño ya infligido, aunque cierre la mayoría de mis realces neuronales artificiales.
—Lo único que necesitas para sobrevivir estará a tu alcance cuando despiertes, si tienes ingenio suficiente para verlo.
—¿Y en caso contrario?
—Entonces aguardaremos un año o mil millones de años hasta que llegue otro Faetón. Si eres un hombre tal que no puede vivir sin docenas de sirvientes y criadas para asistirte, no eres Faetón.
—Yo soy él.
—Todavía no. Pero quizá llegues a serlo.
—Entonces, ¿por qué me ayudas?
—Tu mundo de tierra sólida es gobernado por la Mente Terráquea, mi hermana y mi enemiga. Ella es una criatura de lógica y estructura pura, una geometría inanimada de intelecto sin vida. Yo soy una criatura de la vida, de pasión y pesar, de flujo y caos y formas cambiantes. Sus reglas le impiden hacer lo que es correcto; sus leyes imponen la seguridad y detienen la vida. Ella procura ayudarte pero no puede. Yo no procuro ayudarte, pero lo haré.
«¿Por qué? Mi tragedia está escrita en las cosas vivientes que crecen en la playa, allá en la superficie. Aquí está la mente que otrora fue yo misma y mi hija, que envié tiempo atrás a Venus, para la terraformación.
«Durante dos eones, gozamos de supremo poder y suprema felicidad en Venus, pues allá había cosas que la vida no podía encontrar aquí: cambio, crecimiento, expansión, sensaciones nuevas, desafíos nuevos, peligros nuevos.
«Luego la victoria creó la derrota. Los cielos sulfurosos de Venus quedaron limpios, serenos y azules, la suciedad de las nubes fue disecada y enfriada para crear océanos de belleza primordial, el núcleo de ese mundo dejó de convulsionarse, los terremotos cesaron, y se estableció la tectónica apropiada, para afianzar un paisaje estable y bello.
«Pero esto fue una derrota. Venus se convirtió simplemente en otra Tierra, gobernada por una Mente Venusina que no difiere de la Mente Terráquea, y mi hija regresó apenada para morar conmigo.
—¿Por qué apenada? Triunfasteis.
—No te burles de mí. Mi hija está viva; por tanto, debe crecer; ese crecimiento produce incertidumbre, cambio, inestabilidad y peligro; por tanto la Mente Terráquea y sus máquinas burlan nuestras maniobras, nos desvían, nos entorpecen (¡siempre legalmente!) y actúan de todos los modos posibles para impedir nuestro crecimiento, lo cual detiene nuestra vida. Y luego se preguntan por qué sentimos pena.
—Señora, la franqueza me obliga a declarar que, una vez que alcance mi sueño, los mundos que crearé en lugares lejanos serán hijos de éste similares a éste. Considero que esta sociedad, con todos sus defectos, M merca tanto a la utopía como la realidad lo permite.
—¡Necio, noble, pomposo, valiente y buen Faetón! ¡No te des ínfulasl Tu propósito tiene menos peso del que sospechas. No se trata de lo tú hagas con la vida, sino de lo que la vida haga contigo. Una hembra de salmón puede morir para poner cien huevos, con la esperanza de que al menos uno sobreviva. Así es la crueldad y la belleza de la vida.
Una gran fatiga volvió a adueñarse de Faetón. Quizá Madre-del-Mar estuviera preparándolo para dormir.
—Hasta ahora —suspiró con cansancio—, las únicos que han aplaudido mis afanes son tú misma y una espantosa criatura semejante a un buitre que era, o fingía ser (no sé qué es peor) un sobreviviente de la Composición Belígera. Se regocijó porque yo iniciaría una guerra. Ahora tú te regocijas porque yo desencadeno el caos. No me conforta.
—La muerte es el otro lado de la vida; el caos, del pensamiento. Ahora soñarás, despertarás, conocerás a tu enemigo y matarás.
Pero Faetón estaba extenuado y no prestaba atención, así que no preguntó qué significaba esta frase.
Medio dormido, aturdido, Faetón dio instrucciones a la mente del traje y procuró una técnica de reorganización más profunda de la que había intentado durante ciclos de sueño anteriores.
Madre-del-Mar había aclarado que las secciones artificiales de su mente eran la causa del problema, así que comenzó a borrar esas partes.
Fuera. Ya no tenía memoria eidética. Fuera. Ya no podía calcular ecuaciones complejas. Fuera. Cien idiomas eliminados, junto con su gramática y su diccionario de connotaciones. Fuera, y fuera. Ya no tenía equilibrio perfecto, ni perfecto sentido de orientación. Fuera. Su cerebro ya no podía interpretar señales energéticas que superasen la gama visual normal (una facultad que podía haber borrado tiempo atrás, pues ya no tenía receptores supravisuales o subvisuales).
Fuera. Directorios de reconocimiento de formas, eliminados. Fuera, un corrector automático de correlaciones de pensamiento, que asistía en el pensamiento creativo, suprimido. Fuera, varios circuitos para grabar, almacenar y manipular percepciones emocionales, anulados. Acababa de perder su capacidad para discriminar y apreciar una amplia variedad de universos estéticos y artísticos. Fuera. Realce de inteligencia, destruido. Faetón notó que sus pensamientos eran más lentos e insulsos.
¿Debía borrar el resto? Faetón ya no confiaba en su propio juicio. En definitiva, acababa de dañar su capacidad para hacer esos juicios, quizá en gran medida. Quizá su inteligencia ya tuviera apenas la profundidad de la de un hombre del alba del mundo. ¿Era suficiente para permitirle conservar la cordura?
El gran abismo del sueño lo llamaba. Un momento. ¿Había programado su revestimiento de nanomaquinaria para mantenerlo con vida mientras dormía? Durante un instante de pánico (qué extraño era sentir pánico verdadero, ahora que sus amortiguadores de emoción estaban borrados), Faetón se preguntó si había borrado accidentalmente el sistema de emisión y recepción que le permitía comunicarse con la nanomaquinaria del traje. No: era sólo que los circuitos estaban indexados en un programa secretario automático que ahora estaba borrado. Las funciones del traje permanecían intactas, aunque ya no tenía ayuda automática para manipularlas.
Luego, la inconsciencia.
Al fin, un sueño claro.
Era una pesadilla.
En el sueño, vio un sol negro que despuntaba sobre un desierto sin aire: roca fundida y resquebrajada, cráteres bordeados por dientes de vidrio roto. Una potente radiación había fundido el suelo. Lechos secos jalonaban la tierra. En el horizonte, volcanes producidos por prodigiosas mareas gravitatorias y una gigantesca turbulencia del núcleo arrojaban gas flamígero y metal derretido con presión suficiente para poner partículas en órbita. Sin embargo, había algo familiar en esta superficie, algo demasiado regular y demasiado simétrico para ser natural. Dos hileras de pirámides negras, geométricamente rectas, se prolongaban en doble fila hasta el horizonte.
El sol negro estaba rodeado por un disco de gas que semejaba una parodia de los multicolores anillos de hielo de Saturno. Una parodia, pues este disco de acreción era un anillo de fuego humoso y polvo gris y turbulento, cruzado por descargas eléctricas cada vez que los átomos eran despojados de sus capas de electrones externas mientras se zambullían en la superficie del sol negro y eran desgarrados por las fuerzas de marea. Las partículas nucleónicas, viajando casi a la velocidad de la luz y chocando oblicuamente contra la superficie, se partían en dos; la mitad de las partículas caía en la negrura y la otra se liberaba como radiación pura. Las partículas subatómicas, escindidas por fuerzas similares de la superficie, se desintegraban en fugaces y extrañísimos componentes, cosas que no se veían normalmente en la naturaleza, monopolos magnéticos y semiquarks.