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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

Fénix Exultante (10 page)

Otros pabellones, a izquierda y derecha, mostraban gente durmiendo, con sus mentalidades conectadas por cables baratos a un tablero de interfaz que corría a lo largo de la cubierta.

Una muchacha alada abrazaba el peto dorado de Faetón, contra el cual se acurrucaba, como un niño durmiendo con un juguete favorito. Faetón, sin una palabra, se le acercó y se arrodilló. Extendió los brazos hacia el peto, en cuyo interior, para su deleite, aún relucía más de la mitad de su revestimiento de nanomáquinas.

—¡Alto! —exclamó Ironjoy—. ¡Nada de robar!

Faetón giró, con un ardor en los ojos y una palpitación en la cabeza. El instinto civilizado le aconsejaba no tocar la armadura, negociar, y permitir que el proceso legal normal zanjara la disputa. Pero, ¿de qué le servía ahora ese instinto?

Cogió el peto y lo puso a un costado. La muchacha alada se movió y murmuró sin despertarse. Faetón se puso de pie, con los ojos vidriosos de furia, y avanzó para enfrentarse a Ironjoy.

Miró a su enemigo un instante. ¿Tenía sentido hablar? En la superficie transparente del quitasol de diamantes, que se extendía como una aureola sobre la cabeza de Ironjoy, flotaban los iconos y tableros que indexaban el contenido de la tienda mental de Ironjoy. Los iconos observaban la simbología de la Estética Objetiva; Faetón comprendía su significado.

A la izquierda de Ironjoy había rutinas para reprimir pensamientos inquietos, para generar personalidades incapaces de fatiga, tedio, charlatanería o insinceridad. Evidentemente, su nómina de empleados. A su derecha había estimulantes de placer, una vasta cantidad de anestésicos y simulaciones pornográficas, alteradores de ánimo, recuerdos falsos, interfaces de juego y sueños autojustificatorios. Había soporíferos, anuladores, mitoformaciones distorsionadas y dramas donde uno escogía su propia venganza.

Faetón, para su profunda repugnancia, también vio formas mentales mórbidamente dulces y adictivas, las cuales eran distribuidas gratuitamente por las composiciones colectivas para persuadir a los individuos de someter el dolor y la soledad de la individualidad al amor incondicional y obtuso de la mente grupal. Como ninguna composición permitiría que un exiliado se sumara a sus filas, Ironjoy no podía cumplir las promesas que creaban esos adictivos. Pero junto a ellas había un grupo de interruptores de consciencia destinados a crear la ilusión temporal de ser miembro de una mente colectiva.

Faetón no vio realzadores de inteligencia, aumentos de memoria, textos filosóficos, equilibradores emocionales ni otras aplicaciones útiles o sanas. Ahora veía qué clase de tienda mental dirigía Ironjoy.

Sin una palabra, arrebató el yelmo dorado a Ironjoy.

Ironjoy se enzarzó con Faetón, cogiéndolo por ambas muñecas, apoyando la tercera mano en el yelmo, y aferrando el cuello de Faetón con la otra. Sus manos eran fuertes y duras como grapas mecánicas; evidentemente no esperaba resistencia. El rostro de Ironjoy, apretado contra el de Faetón, mostraba la única expresión de que era capaz: las placas de la mandíbula se retrajeron en un remedo de sonrisa burlona.

Ironjoy no esperaba que la fuerza de Faetón triunfara sobre la suya. Con un movimiento del brazo, Faetón arrojó a Ironjoy a un costado. La alta criatura se tambaleó, agitando los cuatro brazos, y se desplomó.

Un grupo de alguaciles remotos, reluciendo y zumbando, descendió para formar un círculo alrededor de ambos, abriendo diminutos aguijones y paralizadores.

Ironjoy se incorporó e interpeló al alguacil más próximo:

—He sido atacado. ¡Os ufanáis de que la violencia es desconocida en la Ecumene Dorada! ¡Pero este bárbaro bestial me somete a sus ultrajes!

—La ley permite que una persona use una cantidad razonable de fuerza para recobrar propiedad robada —respondió la voz chata del alguacil.

—¡Tampoco me protegisteis de él!

—Su acto se puede definir como defensa propia —dijo el alguacil—. Además, los fundamentos de tu acto no son inequívocos. Ironjoy puede tener una reclamación de peso sobre la propiedad.

Ironjoy avanzó de nuevo y tendió una mano hacia el yelmo.

—La propiedad es mía —murmuró Faetón—. Cuidado con lo que haces.

Ironjoy retrocedió, pero su voz mecánica lanzó una exclamación estridente:

—¿Con qué derecho haces esta reclamación? Lo cediste todo anoche. ¡Observa!

Ironjoy extrajo una pizarra de la chaqueta. Tocó la superficie e invocó una imagen de relucientes signos dragontinos, rodeados por iconos y carteles de jerga legal. Debajo, en perfecta caligrafía, en letras cursivas y lineales estilo Segunda Era, estaba la firma de Faetón.

—Anoche firmaste nuestro pacto. Establece que nuestras propiedades se administrarán de acuerdo con la voluntad del grupo. ¿No lo has leído? Dejé una copia en tu casa. Tu firma nos cedió la propiedad de tu armadura.

Faetón miró la pizarra. Al costado de su firma, una ventana del documento mostraba un registro visual de la noche anterior. La imagen lo mostraba riendo, con un brazo alrededor de una sílfide aérea de pelo rosado, extendiendo una pluma lumínica hacia una pizarra que le ofrecía Lester. Era la hora del ocaso. Una declaración rubricada por un notario mostraba la hora, el lugar y el nivel de realidad. En el trasfondo, un grupo de hombres había empezado a talar una casa muerta. Faetón no recordaba esa escena, pero su memoria estaba borrosa.

—La donación carece de validez, pues yo estaba ebrio.

—La ebriedad y otras alteraciones voluntarias de la capacidad mental no constituyen un fundamento válido para desechar este contrato. Así es la ley primaria de la Ecumene Dorada.

—¡Bribón! La ebriedad no fue voluntaria.

Ironjoy retiró la pizarra.

—Sin duda, has alterado tus recuerdos —dijo con voz nasal—. Afortunadamente, los registros de los monitores confirmarán mi versión de los hechos. Bebiste un expansivo de un bulbo que te ofrecieron; te empapaste con analgésicos de tu provisión interna.

—Sólo porque ya estaba ebrio, y no podía controlarme. Antes, tú conspiraste para que uno de tus hombres, alguien con dientes de diamante y ojos de vidrio, me inyectara una droga. —Mientras hablaba, Faetón comprendió quién debía ser ese hombre. Con su barba estimulante y su bata, y sin sus placas oculares opacas, Faetón no lo había reconocido—. Ordenaste a Lester que cometiera ese hecho. Temías que las aptitudes de mi nanomaquinaria amenazaran tu monopolio. Desde el principio tuviste la intención de robarme.

—No lograrás demostrarlo —dijo Ironjoy con voz aún más nasal.

—¿Estás loco? ¡Somos ciudadanos de la Ecumene Dorada! ¿Cómo puedes creer que triunfarás con tus engaños? Hay cien alguaciles remotos a poca distancia. Dejemos que los alguaciles realicen una lectura noética. ¡Tus propios pensamientos y recuerdos mostrarán tus propósitos!

—Tal vez, si presentas una denuncia a los alguaciles. Pero no lo harás. Es una jugarreta que los alguaciles hacen cada vez que un chico nuevo llega al Pabellón de la Muerte. Esperan a que el chico nuevo quede en desventaja con una de nuestras prácticas, pero antes de que haya estado aquí el tiempo suficiente para aprender nuestras costumbres. Luego irrumpen para crear problemas. Para generar deslealtad. Para sembrar desunión. Sí, les gustaría tener una denuncia contra mí. Los Exhortadores los alientan a ello.

—¿Por qué?

—Porque brindo a estos exilados un modo de sobrevivir. Los Exhortadores quieren que mueran. Soy el único que tiene la presencia de ánimo, la disciplina y la fuerza de voluntad para prosperar en esta adversidad. Sólo yo traje riquezas al exilio, y establecí contactos secretos y estaciones intermedias en los sectores más privados de la Mentalidad antes de venir, o establecí contactos sin la cláusula de escape de los Exhortadores.

—¿Te ofreciste voluntariamente para vivir de este modo? —preguntó Faetón con lento asombro, quizá con repugnancia.

—Allá afuera soy irrelevante. Aquí soy rico como Gannis, popular como Helión, temido como Orfeo. Es una existencia mugrienta, apestosa, miserable y pasajera, pero yo soy su aspecto más importante. ¿Entiendes? No presentarás ninguna denuncia a los alguaciles.

—¿Por qué no?

Ironjoy señaló con dos brazos derechos el oleaje donde flotaba la casa inclinada y apagada que habían dado a Faetón. Envió una señal invisible, un chasquido de energía estalló bajo el mar y los flotadores que sostenían las patas de la casa se aflojaron. En cuestión de instantes, la casa con forma de caracola se había anegado y hundido.

Faetón miró con desconcertada consternación, tratando de recordar si algo que él poseía estaba dentro de la casa.

—Recuerda que el pacto que firmaste —dijo Ironjoy— requiere que sigas pagando el alquiler. Si deseas dormir esta noche, te alquilaré, a una tarifa mucho más alta, un metro cuadrado de cubierta. Si eres frugal, trabajas con empeño y vendes algunos de tus órganos más caros, podrás comprar un organizador de carbono para tejerte una almohada y un pabellón en menos de un mes. Si haces algo más para exasperarme, como seguir amenazándome con los alguaciles, me negaré a alquilarte, a venderte comida o mercancía a cualquier precio.

Faetón inhaló profundamente, tratando de controlar su furia trémula. ¿Acaso no era un hombre civilizado, educado y criado en la racionalidad, la dignidad, la paz?

—Reconciliémonos —intentó—. Usa un circuito de tu tienda mental para permitirnos mezclar nuestras mentes, bien para comprendernos mutuamente desde cada punto de vista, bien para crear un conciliador de arbitraje temporal que compartirá cadenas de recuerdos de ambos y podrá decidir nuestro caso con plena justicia.

La caja del pecho de Ironjoy soltó un graznido. ¿Risa? ¿O señal de una emoción conocida sólo para la peculiar neuroforma de Ironjoy, mitad básica, mitad Invariante?

—¡Qué absurdo! Somos mortales y somos pobres. Esos circuitos son costosos. No tenemos tiempo ni riqueza para disfrutar del sueño de perfecta justicia al que jugáis los señoriales. La vida es injusta. No podemos comprar filtros sensoriales para inventar bonitas ilusiones que nos digan lo contrario. Injusta, pues a veces la necesidad exige que el débil se someta al fuerte. Quizá te haya robado la armadura. Ésa es tu opinión. Pero no puedes darte el lujo de objetar. Eso es un hecho. En vez de recobrar tu armadura, te disculparás. Ahora debes suplicarme, debes pedir perdón humildemente. ¿Por qué? No porque estés errado, sólo porque eres débil.

La furia de Faetón lo llenó como fuego, pero súbita e imposiblemente se convirtió en jovial desdén, y lo dejó lúcido y frío. Se sentía como un hombre que ha trepado penosamente una duna movediza, mientras todo se desintegraba y resbalaba bajo sus dedos, pero que de pronto se encuentra en la cima de la cuesta y encuentra una visión mucho más amplia de la que esperaba.

—¿Débil? —preguntó—. ¿En comparación con quién? ¿Contigo? Mis actos no apestan a histeria y temor miope. ¿Con los Exhortadores? Ellos están dispuestos a bloquear el mundo con amnesia en vez de enfrentarse conmigo. ¿Con mis enemigos sin nombre? Descubrí su cobardía en el lago Victoria. La justicia y la imparcialidad están de mi parte: no necesito tener más pensamientos débiles.

Ironjoy desechó este comentario con un gesto de ambas manos izquierdas.

—Felicitaciones. Pero, ¿dónde vivirás? ¿Con quién hablarás? No con los costeros; sólo sienten odio por los floteros. Colabora. Aquí encontrarás amigos.

—Te hago una contraoferta —dijo Faetón—. Si tú colaboras conmigo, y me devuelves el resto de mi armadura intacta, no sólo no te denunciaré a los alguaciles, sino que te llevaré conmigo, junto con todos los floteros, y haré un planeta para ti, un planeta trazado según tus propias especificaciones, una vez que recobre el control de mi nave, la
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y una vez que parta a conquistar las estrellas.

—Absurdo. Estás alucinando.

—Claro que no. Mis recuerdos son verdaderos y exactos. Venga, ¿qué prefieres? ¿Mi armadura, o los alguaciles? Si atestiguo contra ti, la Curia te aplicará dolor directamente al sistema nervioso, o reescribirá tus pensamientos malignos con un programa de reforma.

—No tienen caso. De lo contrario, ya habrían avanzado contra mí. ¡Sé razonable, chico nuevo! ¿Para qué quieres o necesitas esa armadura? ¿Para volar a las estrellas? Eso nunca sucederá. ¿Necesitas el revestimiento de nanomaquinaria para controlar un complejo supersistema o mantener ecologías energéticas internas a bordo de tu nave? No hay nave. La armadura no te sirve de nada en tu nueva vida. En tu nueva vida, yo soy lo único que importa. No encontraras trabajo sin mí. No desayunarás sin mí. Necesitarás mis sueños e ilusiones para mantener a raya la desesperación y el suicidio.

«Trata de comprender la inhóspita realidad que afrontas. Eres como un hombre que fue arrojado desde la órbita al mar profundo, con sólo mi pequeño bote para impedir que te ahogues. En mi bote, navegas en un océano de muerte, un océano sin fondo, sin red para sostenerte cuando caigas por la borda, sin copias de seguridad para devolverte a la vida, sin sofotecs para salvarte de tu propia necedad. Sólo estoy yo. Yo. Y si te arrojo por la borda, te hundirás en ese mar para no levantarte más. No me fastidies más con tu estúpida armadura; de nada te servía, pero mis empleados y protegidos obtendrán de ella algunos placeres pasajeros. El resto de la nanomaquinaria será consumida esta noche, o mañana a lo sumo. Baja y te daré una carga de noosoporífero que eliminará para siempre tus recuerdos de la armadura. Luego regresa aquí, y te enchufaré al equipo de ensamblaje. Algunos desviacionistas me encargan tareas de almacenaje de información; puedo usar la capacidad de tu cerebro cuando haya saturación. Obtendrás cuatro módulos por hora. ¿Aceptas?

—Te permitiré escapar al castigo por robarme —dijo Faetón—, y te permitiré escapar al castigo por destruir la casa, la cual, por lo que sé, me fue cedida y era de mi propiedad. Te permitiré escapar al castigo por tus diversos embustes y fraudes. Incluso aceptaré trabajar en cualquier empleo que me ofrezcas a cambio de un salario que podamos convenir, siempre que sea un trabajo honrado. Soy un trabajador inteligente y diligente, y no reduciré mi capacidad laboral comprando sueños o recuerdos falsos de tu tienda. Puedo mejorar las mentes de las casas deterioradas; puedo devolver las casas muertas a la vida. Puedo configurar un sencillo sistema energético, y puedo organizar una red de comunicaciones. Puedo programar tu tienda con un espacio onírico laboral, al menos para las interacciones de primera magnitud, con lo cual duplicarías tu productividad. Puedo hacer todo esto, y estoy dispuesto. Pero solo si recobras de inmediato mi armadura y me la devuelves.

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