—No creas que me molesta el descanso, Georgia, estaba empezando a preocuparme por la integridad de mi muñeca, pero ¿qué estás haciendo aquí? —inquirió el senador Ryman en un hilo de voz—. La última vez que lo comprobé, te habías quedado en el Centro y por eso tu hermano se había pasado la noche incordiando al personal y comiéndose todos los canapés de marisco.
—Sí que había quedado en el Centro —repuse—. Senador, no sé si estará al tanto, pero… —Alguien le gritó una felicitación, y Ryman le respondió con una sonrisa de oreja a oreja y un gesto con ambos pulgares levantados. Era la expresión perfecta para una foto, e inmortalicé el momento con la cámara de mi reloj antes incluso de enterarme de lo que estaba haciendo. Instinto. Me aclaré la garganta y volví a intentarlo—. Buffy estaba trabajando para alguien que quería saberlo todo sobre su campaña.
—Eso ya me lo habías dicho —replicó, en un tono más apremiante. Reconocí el brillo de impaciencia en sus ojos, que ya había visto en docenas de encuentros con la prensa—. Se trata de una misteriosa conspiración para destruirme. Lo que no entiendo es qué te ha empujado a venir volando aquí y correr el riesgo de montar una escena en la que podría ser una de las noches más importantes de mi carrera política. La plana mayor de los políticos del estado están esta noche aquí, Georgia… La plana mayor. Son los hombres que podrían darme California, como ya sabrías si te hubieras molestado en leer el programa de la ponencia y escuchar mi discurso. —«Si te hubieras molestado en hacer tu trabajo» era el mensaje entre líneas, tan evidente que era como si lo hubiera pronunciado en voz alta. Le había decepcionado. Mi pluma (la información presentada de manera objetiva como contrapunto a su retórica política) había acabado convirtiéndose en una herramienta más de la que dependía su candidatura; se suponía que yo debía haber estado presente en el acto y le había fallado.
Desde la muerte de Buffy, el senador había soportado mis disculpas, cada vez más frecuentes, y era evidente que empezaba a hartarse. Más que harto se sentía frustrado con ellas y, por extensión, conmigo.
—Senador —dije, y haciendo un esfuerzo para hablar más rápido y así evitar que me cortara y no me dejara acabar, añadí—: Tengo a dos miembros de mi equipo desde hace dos semanas rastreando hasta el último dato que hemos encontrado. Han estado siguiendo el rastro del dinero. El dinero siempre es la respuesta de todo… Y han conseguido dar con…
—Ya hablaremos de eso luego, Georgia.
—Pero, senador Ryman, hemos…
—Te repito que ya hablaremos de eso luego. —Había fruncido el ceño y esbozado su sonrisa inmutable de político, la que utilizaba en los debates o para reprender a los incorregibles becarios—. Este no es el lugar ni el momento para mantener esta conversación.
—Senador, tenemos pruebas que demuestran que Tate está involucrado en la muerte de Buffy. —Ryman se quedó helado. Al cabo de unos instantes, cuando me pareció que ya había recuperado la capacidad de oírme, añadí—: Hemos tenido que escuchar un montón de grabaciones, pero mi equipo ha encontrado los pagos. Tenemos los contactos. Buffy no fue la primera víctima. Todo empezó con Eakly… Con Eakly y con el rancho…
—No.
Pronunció la palabra en un tono suave pero implacable. Yo me quedé paralizada ante esa negativa, como si acabara de estrellarme contra un muro. Tras los instantes iniciales de perplejidad, volví a intentarlo.
—Senador Ryman, por favor, si quisiera…
—Georgia, éste no es el momento ni el lugar, sobre todo si vienes con ese tipo de acusaciones. —Su rostro había adquirido una expresión gélida. Nunca le había visto dirigir esa mirada a nadie que no fuera un rival político—. Puede que David Tate y yo no hayamos ido siempre de la mano en esta campaña, y Dios sabe que nunca se me ha ocurrido pensar que pudiera existir afecto entre nosotros, pero no me voy a quedar escuchando esas cosas sobre un hombre que habló en el funeral de mi hija. No lo toleraré.
—Senador, ese hombre es igual de culpable de la muerte de su hija que si la hubiera infectado con sus propias manos.
La tensión en los hombros de Ryman era evidente, y su mano se elevó varios centímetros hasta que se obligó a bajarla.
Quería pegarme; su rostro reflejaba con tanta claridad ese deseo que incluso Shaun podría haberse percatado de ello. Quería hacerlo, pero no lo haría. No allí, delante de tantos testigos.
—Es hora de que os vayáis, Georgia.
—Senador…
—Si dentro de quince minutos no habéis abandonado el salón, os retiraré los pases de prensa y pasaréis la noche en la prisión del condado de Sacramento —dijo en un tono calmado, casi afable. Pero no había ni un atisbo de afecto en sus palabras, y yo me había acostumbrado a oírle hablarme con afecto—. Cuando regrese al Centro me acercaré a vuestra caravana y me mostraréis hasta la última prueba que decís haber encontrado.
—¿Y luego? —pregunté haciendo caso omiso a mi buen juicio. Necesitaba saber la credibilidad que le merecíamos en todo este asunto.
—Y luego, si me convencéis, os apoyaré cuando llamemos a las autoridades federales, porque lo que estás contándome, Georgia… Estás acusando a alguien de terrorismo. Y si esa acusación no está respaldada por unas pruebas irrefutables, la carrera de más de un hombre podría acabar destruida.
Ryman tenía razón. Si salía a la luz que en su candidatura había participado activamente un hombre que había hecho un uso criminal del Kellis-Amberlee… ¡diablos!, que un hombre que había hecho un uso criminal del Kellis-Amberlee estaba en la lista del partido… su carrera estaría acabada; sus enemigos políticos nunca permitirían que el escándalo cayera en el olvido, y algunos incluso llegarían a afirmar que él mismo había apoyado a Tate hasta el punto de asesinar a su propia hija por el puñado de votos que eso le podía reportar.
—¿Y si no le convencemos? —pregunté, pronunciando las palabras con unos labios que se habían quedado rígidos.
—Si no me convencéis, estaréis a bordo del próximo autobús con destino a Berkeley y nuestros caminos se habrán separado definitivamente antes del amanecer —respondió el senador. Me dio la espalda y volvió con la multitud, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro—. ¡Congresista! —exclamó, con la jovialidad anterior, como si hubiera apretado un interruptor—. Está magnífico esta noche… ¿Su esposa? Bueno, señora Lancer, es un placer conocerla por fin en persona después de verla en todas esas fotos de las tarjetas navideñas.
Y entonces se alejó, dejándome sola en medio de la multitud, rodeada por la gente importante de esta moderna Babilonia en miniatura, que intentaba abrirse un hueco para conseguir por un momento la atención del senador. A menos de tres metros, mis colegas me esperaban para que les dijera qué había conseguido.
Nunca me había sentido tan alejada de la verdad ni me había costado tanto encontrarle el sentido. Ni tampoco en toda mi vida me había sentido más perdida o más sola.
-G
eorgia, ¿qué ha pasado?
—¿George? ¿Estás bien?
Los dos parecían tan preocupados que me entraron ganas de gritar. Agarré una copa larga de champán de la bandeja de un camarero que pasó junto a mí y me la bebí de un trago.
—Tenemos que irnos. Ahora.
Así sólo conseguí multiplicar su preocupación. Rick abrió los ojos como platos, mientras que Shaun los entornó y frunció el entrecejo.
—¿Está muy cabreado?
—Nos retirará los pases de prensa dentro de quince minutos.
Shaun silbó.
—Genial. Incluso viniendo de ti es impresionante. ¿Qué has hecho? ¿Le has insinuado que su mujer está teniendo una aventura con el bibliotecario?
—Era con el tutor, se trataba de la esposa del alcalde de Oakland y además yo tenía razón —repliqué, empezando a caminar hacia la salida—. No le he mencionado a Emily.
—Disculpad, pero ¿a alguno de vosotros le importaría decirme de qué va todo esto? —preguntó Rick, pegando un acelerón para interceptarme el paso—. Georgia acaba de conseguir que nos echen de un evento político de primer orden, el senador está claramente cabreado y Tate nos lanza miradas fulminantes. Siento que se me escapa algo y no me gusta esa sensación.
Me detuve en seco.
—¿Tate está mirándonos?
—Si las miradas mataran…
—Estaríamos de camino a reunirnos con Rebecca Ryman. Te lo explicaré todo en el coche.
Rick vaciló un instante, pasándose la lengua por el labio inferior mientras trataba de discernir el grado de nerviosismo del tono de mi voz.
—¿Georgia?
—Te hablo en serio —dije, apretando el paso para ir todo lo deprisa que podía ir sin llegar a correr. Shaun me siguió, me tomó del brazo y aprovechó sus largas piernas para impulsarme con una velocidad adicional. Rick salió apresuradamente detrás de nosotros, guardándose las preguntas para cuando hubiéramos salido. Cosa que le agradecí profundamente.
Sólo tuvimos que pasar por un control de sangre para llegar hasta el coche. Como toda la gente que estaba dentro debía de estar limpia después de los controles que habían tenido que soportar para entrar, el ascensor apareció apretando simplemente un botón, y las agujas no entraron en juego hasta que quisimos salir. Como en una trampa para cucarachas, los infectados podían entrar, pero no podían salir. Mi curiosidad anterior de qué ocurriría si varias personas subían al ascensor a la vez, quedó resuelta cuando los sensores interiores del cubículo se negaron a abrir la puerta hasta que el sistema detectó tres tipos diferentes de sangre no infectada. Alguien que entrara en el ascensor acompañado, sin ser consciente de ello, de una persona en proceso de amplificación viral moriría allí dentro. Genial.
Steve seguía junto al coche, con los brazos cruzados en el pecho. Se irguió cuando nos vio salir del ascensor, aunque dominó su curiosidad mejor que Rick y esperó a que llegáramos a las puertas del vehículo.
—¿Y bien?
—Nos ha amenazado con quitarnos los pases de prensa —respondí.
—Genial —dijo Steve, enarcando las cejas—. ¿Presentará cargos?
—No. Eso sucederá probablemente después del episodio de esta noche de «Encuentros con la prensa». —Me subí al asiento trasero.
Shaun entró por la puerta del otro lado.
—Lo que mi hermana quiere decir en realidad es «Golpe a la prensa», ¿no, George?
—Posiblemente.
—¿Me contarás ahora qué está sucediendo? —preguntó Rick, que se sentó en el asiento delantero y se dio la vuelta para encararnos.
—En realidad es muy simple —respondí, hundiéndome en el asiento. Shaun ya había colocado el brazo para ayudarme a ponerme lo más cómoda posible—. Dave y Alaric han seguido el rastro del dinero y han encontrado pruebas que indican que el gobernador Tate está detrás de lo de Eakly y lo del rancho. También, para rematar, el CDC podría estar involucrado, cosa que no va a ayudarme a conciliar el sueño esta noche precisamente, gracias. El senador no está encantado ante la posibilidad de que su colega de campaña pueda ser el diablo en persona, así que nos ha enviado de regreso al Centro a poner un poco de orden en las pruebas que tenemos mientras él se piensa si nos echa de una patada en el culo.
El silencio se prolongó en el interior del coche mientras los otros tres ocupantes asimilaban lo que yo acababa de decir. Para mi sorpresa, fue Steve quien rompió ese silencio.
—¿Estás completamente segura? —preguntó el guardaespaldas en un murmullo grave, más cercano a un gruñido que al tono de conversación.
—Tenemos pruebas —respondí, cerrando los ojos y recostándome sobre el brazo de Shaun—. Tate ha estado recibiendo un dinero que él ha repartido entre el tipo de personas que creen que utilizar el Kellis-Amberlee como arma está bien. Parte de ese dinero procedía de Atlanta. Otra parte, de las grandes compañías tabaqueras. Y ha muerto un montón de gente, al parecer para que el bueno del gobernador Tate se convierta en el vicepresidente de los Estados Unidos de América. Al menos hasta que el presidente electo sufra algún tipo de trágico accidente y él se vea obligado a sustituirlo.
—Georgia… —dijo Rick sobrecogido, superado por la idea—. Si lo que dices es cierto… Georgia, estamos ante algo grande de verdad. Todo esto… ¿No tendríamos que informar de todo esto al FBI o a al CDC o a alguien? No sé… ¡Estamos hablando de terrorismo!
—No lo sé, Rick; tú eres quien ha trabajado en la prensa tradicional. ¿Por qué no me das tú una respuesta para variar?
—Hasta en los casos de sospecha de terrorismo, un periodista puede mantener en secreto la identidad de sus fuentes siempre y cuando no esté protegiendo al sospechoso. —Rick vaciló un instante—. No es nuestro caso, ¿no? ¿No estamos protegiéndolo?
—Perdóneme la intromisión, señor Cousins, pero si las pruebas que la señorita Mason tiene son tan incuestionables como ella parece creer, no importa si en sus planes entra proteger o no al sospechoso. Mi compañero murió en Eakly. —Steve hablaba ahora en un tono más calmado, casi despreocupado, que en cierta manera resultaba aún más inquietante—. Tyrone era un buen hombre y se merecía algo mejor. El hombre que provocó el brote… bueno… ese hombre no se merece nada mejor.
—No te preocupes por eso —repuse—. No tengo ninguna intención de protegerlo. Hablaré abiertamente sobre el tema con el senador, y si finalmente decide echarnos de la campaña, que así sea. Enviaré los documentos por correo electrónico a todos los blogs, periódicos y políticos del país durante el viaje de vuelta a casa.
—Esto es una mierda —rezongó Shaun, retirando el brazo que me sostenía.
—Ya —asentí.
—Una jodida mierda.
—No te lo discutiré.
—Necesito soltarle un puñetazo a alguien ahora mismo.
—A mí, ni se te ocurra —respondió Rick.
—Yo te lo devolveré —le advirtió Steve en un tono ligeramente jocoso, que hacía menos probable que estallara como mi hermano. Mejor. No era que me importara que Tate recibiera su merecido, pero no me apetecía ver a Steve camino de la prisión federal por ese motivo en un momento en el que el FBI estaría encantado de hacer los honores. Cuando detuvieran a Tate, y teniendo en cuenta lo ocurrido en Eakly, tal vez hicieran la vista gorda y permitieran a Steve darle una paliza… siempre, eso sí, después de hacerlo ellos.
—Ten un poco de paciencia; este asunto está cerca de llegar a su final —dije—. Tengo la sensación de que todo acabará esta noche, de una u otra manera.