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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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—Ten —dijo Shaun, tendiéndome la mano con el dispositivo. Se acercó un poco más y se arrodilló delante de mí, a escasos centímetros de lo que las autoridades federales han definido como «zona de peligro» cuando se trata con alguien que puede estar en proceso de amplificación. Lo fulminé con la mirada, y él meneó la cabeza—. No empieces.

—No lo haré. —Extendí la mano izquierda. Si quería hacerme personalmente la prueba estaba en su derecho. Tal vez eso lo ayudara a creer en la fiabilidad de los resultados.

—Quizá te equivocas. No sería la primera vez —dijo Shaun, deslizando la unidad de análisis para meterme la mano; yo abrí la mano hasta que noté cómo se me estiraban los tendones y le hice un gesto con la cabeza para que pusiera la tapa. Shaun me hizo caso y la mano me quedó abierta como una estrella de mar dentro de la unidad.

—No me equivoco —repliqué. Un leve dolor me recorrió la mano a medida que las agujas, una por cada dedo y otras cinco formando un círculo en el centro de la palma, se me clavaban para extraerme una muestra de sangre. Las luces en la parte superior del dispositivo empezaron a parpadear y pasaron del color verde inicial al amarillo, donde permanecieron unos instantes, emitiendo su luz intermitente, hasta que de una en una dejaron de parpadear y se mantuvieron encendidas con el color definitivo.

Rojas. Absolutamente todas. Rojas.

Los párpados me escocieron, humedecidos por las lágrimas. No supe qué me molestaba hasta instantes después, y entonces tuve que reprimir el impulso de parpadear para aliviar el picor. El Kellis-Amberlee no me había permitido llorar antes. Era un jodido detalle que me dejara hacerlo en ese momento.

—Ya te dije que no me equivocaba —dije, intentando mantener un tono desenfadado, aunque sólo conseguí sonar completamente perdida.

—Apuesto a que no te alegras de tener razón —replicó Shaun. Levanté la cabeza, y mis ojos se encontraron con los suyos, que me miraban fijamente y con una expresión de perplejidad.

Permanecimos sentados en silencio unos instantes, mirándonos, esperando una respuesta que no llegaría. Rick fue quien habló y dio voz a una pregunta que todos queríamos hacer, pero que ninguno estaba preparado para responder.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Cómo que qué hacemos? —Shaun se lo quedó mirando con el ceño fruncido, en un claro gesto de perplejidad. No necesité más que esa expresión de su rostro para sentir pánico, pues era la de alguien que no entendía que en cuestión de minutos yo iba a centrar todos mis esfuerzos en devorarlo vivo—. ¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir con «y ahora qué hacemos»?

—Quiero decir lo que he dicho —replicó Rick. Sacudió la cabeza en dirección a mí—. No podemos quedarnos de brazos cruzados y dejarla así. Tenemos que…

—¡No!

La vehemencia de la respuesta de Shaun me sobresaltó. Me volví a él.

—¿No? —repetí—, Shaun, ¿qué demonios quieres decir con «no»? No hay sitio para el «no». El «no» está fuera de lugar.

—No sabes qué dices.

—Sé perfectamente lo que digo. —Rick seguía pálido y temblando, y tenía la frente cargada de gotas de sudor. Pobre tipo. Cuando se unió a lo que todos consideraban el «equipo ganador» no sabía que estaba metiéndose en un asunto de asesinatos políticos. A pesar de todo, me miró a los ojos sin pestañear y no evitó mi mirada. Ya se había visto cara a cara al virus y no le deparaba ninguna sorpresa—, Rick, eres lo más parecido que tenemos a un virólogo. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—¿Cuánto pesas?

—Sesenta y un kilos como mucho.

—Entonces diría que, en circunstancias normales, unos cuarenta y cinco minutos —respondió tras meditar unos segundos—. Pero éstas no son circunstancias normales.

—La carrera —dije.

Rick asintió.

—La carrera.

En la amplificación viral hay que tener en cuenta un montón de factores: la edad, la condición física, el peso… y la frecuencia cardiaca cuando el virus en estado activo entra en contacto con el organismo. Si te muerden mientras duermes y no te despiertas, el proceso de amplificación puede tardar toda la noche en completarse, ya que en estado de reposo, el organismo no ayuda al virus a expandirse. Mi caso sería el otro extremo, pues había recibido una cantidad de virus mucho mayor de la que puede transmitir una mordedura, y encima me había ocurrido mientras corría para salvar la vida, con el corazón aporreándome el pecho y la adrenalina impulsándome la sangre por las venas a una velocidad vertiginosa. Eso reducía el tiempo del proceso a la mitad. Tal vez más.

Ya empezaba a costarme pensar; concentrarme; respirar incluso. Sabía, en teoría, que no se me estaban cerrando los pulmones, y que sólo se debía a que el virus ya estaba actuando sobre los tejidos blandos del cerebro y alterando las funciones neurológicas normales, lo que hacía que las acciones automáticas importunasen a la parte consciente del cerebro. He leído artículos y estudios clínicos al respecto. Sabía qué me iba a pasar, paso por paso. El primer síntoma es la pérdida de la capacidad de concentración, la pérdida de interés, de la capacidad para extraer conclusiones no relacionadas entre sí. Luego sobreviene la hiperactividad, como consecuencia de que el sistema circulatorio se pone a trabajar a toda mecha. Después el virus alcanza un estado de saturación total y asesta el golpe de gracia: el asesinato de la conciencia. Mi cuerpo seguirá deambulando, guiado por los instintos y los apetitos del virus, pero Georgia Carolyn Mason habrá desaparecido. Para siempre.

Ya estaba muerta antes de que las luces se quedaran en el rojo. Ya estaba muerta el segundo después de que la aguja hipodérmica se me hundiera en el brazo, y nadie podía hacer nada para remediarlo. Sin embargo, yo sí podía hacer algo antes de irme.

Miré a Shaun y le hice un gesto de complicidad con la cabeza. Pasaron unos segundos, casi demasiados, hasta que su expresión se relajó y me devolvió el gesto, ya más seguro de sí mismo, más como era él, pese a las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—¿Rick?

Rick se volvió a mi hermano y meneó la cabeza.

—No puedes remediarlo. No hay forma de remediarlo. Tu hermana se ha ido. Tienes que entenderlo. Lo siento, se ha ido y tienes que…

—Pásame el botiquín que hay debajo del asiento del acompañante —dijo Shaun, y no pude más que envidiar el tono tranquilo de su voz; yo no habría sido capaz de mantener así la calma si hubiera sido él quien estaba experimentando una amplificación viral acelerada—. La roja.

—¿Qué…?

—¡Pásamela!

Las palabras apenas habían abandonado su boca cuando Rick llegó a la parte delantera de la furgoneta y rebuscó el botiquín debajo del asiento. Mamá nos lo había preparado hacia un millón de años para que lo utilizáramos en un caso de emergencia extrema. Cuando me lo puso en las manos me dijo que ojalá nunca tuviéramos que usarlo. Lo siento, mamá. Supongo que esta vez te hemos decepcionado de verdad. Pero, ¡eh!, al menos los índices de audiencia se dispararán.

Dejé escapar un suspiro largo y vibrante, que de alguna manera se transformó en una risita histérica. Me mordí la lengua antes de que la risita se convirtiera en sollozos. No había tiempo para eso. No había tiempo para nada más que para el maletín rojo y las cosas que contenía y, tal vez, si tenía suerte, para un último artículo.

Rick regresó junto a Shaun sosteniendo el maletín con el brazo extendido para mantenerlo alejado del cuerpo. Su rostro tenía una expresión fría. No creía a Shaun capaz de hacerlo, pero no conocía a mi hermano tan bien como creía. Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra el respaldo de la silla, vencida por un cansancio repentino.

—Ya puedes irte, Rick —dije—. Coge mi moto y el disco duro gris con las copias de seguridad. Vete lo más lejos que puedas; luego busca una unidad transmisora de datos y sube a la página todos los documentos. Espacio libre. Nada de suscripciones. Licencia Creative Commons.

—¿Qué contiene? —preguntó; por un breve momento la curiosidad se impuso a su determinación de verme muerta. Bien por ti, Rick; me identifico contigo: periodista hasta el final.

—Todo aquello por lo que muero —respondí. Empezaban a picarme los ojos. Me quité las gafas de sol, las lancé a un lado y me los froté—. Documentos, registros bancarios, todo… Absolutamente todo. Ahora lárgate. Ya has hecho todo lo que podías hacer.

—¿Estáis…?

—Estamos seguros —dijo Shaun. Oí cómo abría el maletín y el chasquido inconfundible de los guantes de teflón de polivinilo, prácticamente irrompibles y tan caros que incluso el ejército sólo los utiliza en casos excepcionales. Shaun siempre insistía en que formaran parte de nuestro equipo; por si acaso—. Llévate armadura de repuesto. Siempre puede haber alguien ahí fuera esperándote para pegarte un tiro.

—¿De verdad crees que siguen ahí?

—¿Acaso importa?

—No, supongo que no.

Oí a Rick moviéndose por la furgoneta. Sacó la armadura de Shaun del armario donde estaba guardada, se la colocó encima de la ropa, se abrochó los botones y se subió las cremalleras con su característico ruido sordo, que me mantuvo distraída de los ruiditos que hacía Shaun preparando las cargas de la inyección.

—Gracias, Rick —dije—. Lo hemos pasado genial.

—Yo… Sí, es verdad. —Oí los pasos de Rick acercándose y el crujido metálico cuando levantó el disco duro que estaba junto a mi ordenador; luego oí que se alejaba y el rechinar de la puerta al abrirse. Rick titubeó un instante—. Yo… Georgia.

—¿Sí, Rick?

—Lo lamento.

A duras penas pude entreabrir los ojos. Le dirigí una leve sonrisa amarga. Era la primera vez que yo recordara que la luz no me causaba dolor. Estaba convirtiéndome, y mi cuerpo perdía la capacidad para entender el dolor.

—No te preocupes. Yo también lo lamento.

Por un momento dio la impresión de que Rick iba a añadir algo, pero entonces apretó los labios y me hizo un gesto de despedida con la cabeza. Era la última oportunidad de salir; cuando los cerrojos de la furgoneta se cerraran de nuevo, el sistema interno detectaría la infección y las puertas bloqueadas no permitirían que nadie saliera del vehículo.

—Shaun, el tren ya parte —dije quedamente—. Quieres pincharme de una vez y largarte.

—¿Y dejarte acabar esto sin mí? —Meneó la cabeza—. Ni hablar. Rick, ten cuidado ahí fuera.

Rick tensó los hombros y salió. El aire vespertino le acarició el rostro y la puerta se cerró de un golpazo a su espalda.

Shaun se sentó en el suelo a mi lado con la jeringa en la mano. Se trataba de una jeringa de dos cuerpos para administrar una combinación de sedantes y una carga de mis propios leucocitos hiperactivos. La mezcla de ambas sustancias ralentizaba el proceso de conversión. No iba a concederme demasiado tiempo, pero con un poco de suerte, sería suficiente.

—Dame el brazo derecho —dijo Shaun, con una expresión impertérrita en el rostro.

Extendí el brazo.

Shaun me apretó las agujas gemelas contra la fina epidermis del codo, y una sensación de frío me recorrió el cuerpo en cuanto empujó los émbolos de las jeringas hasta el fondo.

—Gracias —dije, temblando.

—Hemos agotado nuestros recursos. —Abrió una bolsa para residuos biológicos, dejó caer la jeringa en su interior y lo precintó—. Tienes media hora como mucho. Después de eso…

—No hay garantías de que mantenga la lucidez. Lo sé.

Shaun se levantó, fue con las piernas entumecidas hasta el cubo para desechos biológicos y tiró la bolsa. Sentí un deseo irrefrenable de lanzarme sobre él y abrazarlo, y llorar hasta quedarme sin lágrimas, pero no pude. No me atreví. Incluso mis lágrimas eran un agente infeccioso, y los sedantes que acababa de inyectarme en el brazo no obraban milagros. Mi tiempo se agotaba y todavía tenía trabajo.

Me levanté dando bandazos y me senté frente a la pantalla, tragando saliva para aliviar la sequedad que se me había instalado en la garganta. Entretanto oía a mi hermano detrás de mí; sacaba uno de los revólveres de reserva del armero junto a la puerta y lo cargaba con sumo cuidado, metiendo una a una las balas en el tambor. ¿Qué decían los informes? ¿Que la boca seca es uno de los primeros síntomas de la amplificación viral? ¿Una consecuencia de la acción de los cristales del virus, que absorben toda el agua del organismo y dejan ese bonito aspecto de animal disecado que parece común a todos los muertos vivientes? La respuesta sonaba verosímil. Se me empezaba a hacer difícil pensar en ese tipo de cosas. De repente, todo me resultaba excesivamente inmediato.

Tenía las manos aún sobre el teclado mientras me devanaba los sesos intentando dar con un comienzo para el artículo cuando sentí el frío balsámico del cañón del arma apretado contra la base del cráneo. Shaun nunca me permitiría hacer daño a nadie. No importaba qué sucediera, nunca me permitiría hacer daño a nadie. Tampoco a él; no más del que ya le había hecho.

—Shaun…

—Aquí estoy.

—Te quiero.

—Lo sé, George. Yo también te quiero. Tú y yo juntos. Siempre.

—Tengo miedo.

Noté sus labios en la cabeza cuando se inclinó para apretarlos contra mi pelo. Quise gritarle que se apartara de mí, pero no lo hice. Seguía sintiendo el cañón frío del revólver hundido en la nuca. Cuando me convirtiera, cuando dejara de ser yo, me mataría. Me quería lo suficiente para matarme. ¿Ha habido alguna vez una chica más afortunada?

—Shaun…

—Chsss, Georgia —dijo—. No pasa nada. Dedícate a escribir.

Y empecé a escribir. Una última oportunidad para tirar los dados; iba a contar la verdad y dar por saco al enemigo. Una última oportunidad para aclarar las cosas. Para explicar por qué luchamos; por qué morimos. Qué creíamos que debíamos hacer.

Nunca quise ser una heroína. Nadie me dio la opción de decir que no, que lo sentía mucho, pero que se habían equivocado de chica. Lo único que siempre he querido es contar la verdad, y que la gente saque sus propias conclusiones a partir de ella. Siempre he querido que la gente piense por sí misma, que aprenda y que entienda. Yo simplemente quería contar la verdad. Encerrada en la furgoneta que nos había llevado por todo el país a lo largo de los últimos meses de mi vida, con mi hermano detrás de mí preparado para apretar el gatillo, puse las manos sobre el teclado y empecé a escribir.

¿Ha valido la pena?

Dios, espero que sí.

Libro Quinto
Escritos funerarios

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