Authors: Eduardo Punset
La capacidad de imaginar tiene también un claro sustrato biológico. No abandonamos el recinto del cerebro cuando eliminamos las barreras del espacio y el tiempo. La percepción imaginada del Universo -incluida la del ser amado- está sujeta a los sentidos, fundamentalmente a los del tacto y la vista. Y tocamos o miramos en función de nuestro conocimiento.
Lo que hemos querido saber sin éxito desde hace mucho tiempo es por qué hay personas que, sencillamente, son más imaginativas o creativas que otras. Está claro que hace falta un cierto nivel de inteligencia por debajo del cual es muy difícil la creatividad. Pero también está demostrado que, siendo un factor necesario, no es suficiente.
Se está comprobando que, en contra de todas las apariencias, el porcentaje de creativos en el mundo del arte es mayor que en la comunidad científica. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con unos circuitos cerebrales que el neurólogo Mark Lythgoe llama inhibidores latentes. Cuando se activan esos circuitos tendemos a filtrar y hasta eliminar toda la información o ruidos ajenos a la tarea que se está ejecutando: leer un libro en un tren de cercanías abarrotado de gente, leer el correo electrónico, escalar una montaña o hacer el amor.
En la persona enamorada -obcecada en el ser amado-, el mecanismo de sus inhibidores latentes parece funcionar a la perfección. Son herméticos. De ahí a deducir que el enamoramiento no es la condición óptima para el pensamiento creativo no hay más que un paso; un paso que la historia de los grandes amores tendería a probar.
Visualizar mentalmente un objeto o una persona desencadena en el cuerpo los mismos impactos que percibirlo; la imaginación de una amenaza potencial activa procesos biológicos como la aceleración de los latidos cardíacos o el ritmo de respiración de la misma manera que cuando se percibe en la realidad.
Antes de entrar en los ángulos de la tela de araña que se fabrica en torno al amor, es ineludible recordar que el primer cometido de la pareja es entenderse. La verdad es que las bacterias parecen tenerlo más fácil. Cuando se trata de sistemas de comunicación, no siempre los más complejos funcionan mejor. Las bacterias recurren a un mecanismo llamado «identificación del consenso» que les permite gozar de las ventajas de los organismos complejos, a pesar de ser organismos unicelulares.
Cuando se vive en un grupo que genera un sinfín de relaciones de cooperación, competencia y amenazas mutuas, la selección natural favorecerá a los individuos que se las apañen mejor que otros para intuir lo que piensa su interlocutor.
Las palabras no son, fundamentalmente, un canal para hacer explícitas las convicciones propias, sino el conducto para poder intuir lo que está cavilando la mente del otro. Sólo cuando esto se descubre, surge la oportunidad de ayudarle o influirle. La mayoría de parejas y, por desgracia, la mayoría de gente dedica mucho más tiempo a intentar explicar lo que piensan que a intuir lo que piensan los demás.
Con o sin lenguaje, los primeros embates de la vida de la pareja ocurren en la etapa de la fusión. La mente y el cuerpo están plenamente dedicados a fusionar dos seres vivos de procedencia y naturaleza distintas. Un porcentaje significativo de las horas transcurre en el dormitorio: se trata de dar rienda suelta al ánimo de fusión amorosa.
La segunda etapa está caracterizada por la construcción del nido. Se asumen nuevos compromisos que garanticen una infraestructura adecuada a la vida en común. Si es preciso, se cambia de lugar geográfico o incluso de trabajo. El amor se expresa menos en besos y caricias y más en desvelos, trabajo y contratos que cimienten una plataforma común sostenible.
Desde que la neurociencia ha puesto de manifiesto los efectos a largo plazo, en la neocorteza de los adultos, de las equivocaciones cometidas durante el proceso del cuidado maternal de los niños, no debiera sorprender el efecto negativo acumulado sobre el comportamiento de las parejas y de la especie.
La última etapa -de la que depende la futura vida en común en igual medida que las anteriores- consiste en la delimitación negociada de los campos respectivos de libertad. Superado el tiempo dedicado a la fusión y a la construcción de una arquitectura para sobrevivir, llega el momento de negociar los grados de libertad que regirán las actividades de cada uno. Se trata de un proceso lento y complicado, cuyo resultado suele venir dado por la propia experiencia cotidiana.
Es sorprendente que pocos o ningún sistema educativo intente inculcar a los futuros enamorados -todos los alumnos van a pasar, tarde o temprano, por ese trance- un mínimo conocimiento sobre las características de las hormonas vinculadas al amor.
Lo que está diciendo la ciencia moderna no es, simplemente, que el desamor desentierra los miedos que de niño empapaban la ansiedad de la separación de la madre y, ahora más a menudo que antes, también del padre. Lo que estamos sugiriendo es que, paradójicamente, de adultos no se dispone de más herramientas para hacer frente al desamor que las que teníamos de niños para combatir la ansiedad de la separación. Porque los mecanismos y las hormonas que fluyen por ellos son los mismos.
A lo largo del primer año de vida, el niño busca la interacción. La proximidad del cara a cara y la mirada a los ojos son muy importantes. Se ha comprobado, repetidas veces, la importancia de la comunicación visual en los primates sociales.
Estamos sugiriendo, ni más ni menos, que la ansiedad de la separación activada por el abandono tiene efectos equivalentes a los del temor a la muerte o el estado emocional previo al suicidio, tanto en los niños como en los adultos.
La gente sabía que los hombres se enamoran más deprisa que las mujeres, pero nadie había podido demostrar que sus libidos funcionaran de manera distinta. El descubrimiento reciente sobre la incompatibilidad entre el estrés y el orgasmo femenino explica no sólo muchas desventuras amorosas, sino también hasta qué punto la organización social camina por senderos opuestos a los condicionantes biológicos.
Uno de los factores que definen la incapacidad de amar y el desamor tiene que ver con las relaciones entre el amor y el deseo en cada individuo. Parece evidente que, al margen de la especificidad del género, unos individuos pueden amar sin desear necesariamente, otros no pueden desear sin amar y otros, en fin, son perfectamente capaces de desear sin amar. Los resultados de la encuesta que se detallan en el capítulo 12 sugieren, de momento, que el desamor surge con mayor facilidad en aquellas personas que separan nítidamente el amor del deseo.
Los efectos del desamor se vislumbraban en el capítulo anterior. El relato de este capítulo es la historia personal de un desamor que, treinta años después, sigue estremeciendo al autor.
A la luz de todo lo que antecede, el lector cuenta ahora con la información necesaria para adentrarse en los vericuetos entretenidos de la fórmula del amor y, sobre todo, para descubrir y medir por sí mismo su propia capacidad de amar. En el diseño de esta autoevaluación han intervenido diversos grupos de psicólogos experimentados y especialistas de mercado que, a su vez, contrastaron sus planteamientos con grupos de lectores potenciales. El autor -no quería dejar de la mano a mis lectores en una tarea tan sensible e innovadora- aceptó coordinar el proyecto más amplio de una encuesta sobre la felicidad que incluía, lógicamente, la capacidad de amar. El trabajo ha sido dirigido y realizado, con tanto empeño como inteligencia, por la multinacional Coca-Cola, cuya sede está en Atlanta.
Sin prejuzgar la bondad de los resultados -eso incumbe al lector que realice su propia autoevaluación-, el hecho es que nunca se habían puesto tantos esfuerzos profesionales y académicos en medir una variable tan olvidada y, al mismo tiempo, tan presente en la vida emocional de las personas como la capacidad de amar. De eso trata el siguiente y último capítulo del libro.
Si se quisiera medir la eficiencia o relación coste/beneficio de un vaso o de una jarra, se tomaría la cantidad de agua que pudieran contener y la dividiríamos por el volumen del material utilizado como soporte. Si necesitamos mucho volumen para contener muy poca agua se dirá que la eficiencia es muy baja. Eso es lo que ocurre con un florero de cristal macizo. Si, por el contrario -como sucede con una buena jarra-, tiene poco volumen en material pero cabe mucha agua, la relación coste/beneficio puede ser muy alta.
El único problema en ese tipo de mediciones es que quizás se elija un soporte que no está fabricado, justamente, para recoger agua sino para otros fines. En este caso, habría que añadir a estas dos variables una tercera, aplicable a la especialidad para la que fue diseñado el soporte.
La ventaja de elegir ese sistema de medidas en el caso del amor reside en que el soporte -la persona enamorada- fue diseñado por la evolución, precisamente, para enamorarse. Salvo defecto personal de orden genético u otro tipo, como la esquizofrenia, se puede, pues, asignar al denominador una cantidad óptima en todos los casos. El problema consistiría básica y únicamente en medir la capacidad de amor de que la persona es capaz; es decir, se trataría de definir la cantidad de fluido del contenedor humano, el numerador. Y esto no es imposible, ya que contamos con algunos criterios bien probados.
Si el lector está dispuesto a seguir al autor, mezclando una gota de humor en un proceso rigurosamente científico para un tema tremendamente serio, entonces podríamos sugerir una fórmula para medir el volumen de amor que puede generar y albergar una persona. Como en el caso del vaso o de la jarra estaríamos midiendo su eficiencia o relación coste/beneficio en cuestiones de amor.
Si además, como es el caso, se han podido evaluar individualmente, mediante encuestas, las distintas dimensiones de la capacidad de amar, se cuenta con un instrumento único y absolutamente novedoso para profundizar en la psicología humana.
Este proyecto está auspiciado por la multinacional Coca-Cola, que ha movilizado para este empeño importantes recursos financieros, humanos y organizativos. Gracias a ello, el lector puede ahora evaluar por sí mismo, por vez primera, desde bases razonablemente científicas, su capacidad de amar contestando, simplemente, al cuestionario que se detalla más adelante.
En los capítulos anteriores hemos comprobado que la señal más emblemática del amor viene dada por la teoría del apego seguro o vínculo maternal. Para el niño, el punto de apego seguro (el amor maternal) es la base de partida desde la que irá emprendiendo excursiones sucesivas al mundo exterior. (Véase el cuadro de variables de la capacidad de amar.)
La primera componente es el juego negociado del amor entre la madre y el niño. Del resultado de este juego depende, básicamente, el sentimiento de autoestima del futuro adolescente.
Partiendo del recinto que hemos llamado del apego seguro, se llega a la escuela. Como se vio en capítulos anteriores, se abre así la posibilidad de replicar en un escenario distinto y más complejo las emociones vinculadas a la base de partida. El éxito o fracaso de esta excursión primera al mundo exterior depende, en gran parte, del tipo de negociación a que llegaron madre e hija o hijo dos años antes. Y, por supuesto, de lo que ocurra en este teatro de la vida depende el afianzamiento del sentido inquisitivo y de la curiosidad; las ganas
El equilibrio alcanzado en la etapa maternal le permite pasar por la escuela sin perder la seguridad en sí mismo ni defraudar su curiosidad o, por el contrario, con ambas mermadas.
¿Cuál es la última excursión? La incorporación al resto del mundo, es decir, a la vida profesional y personal. A ese recinto se llega con ganas de ignorarlo y, tal vez, de destruirlo o, por el contrario, listo para aplicar todo lo bueno que se haya aprendido en las dos fases anteriores.
Las decisiones vinculadas a la inversión parental o familiar son, sin lugar a dudas, la segunda categoría de comportamientos que perfilan la capacidad de amar, después del apego afectivo que acabamos de analizar.
La cuantía de la inversión parental no puede ser desproporcionada. Demasiados hijos desbordan las capacidades de los cónyuges para satisfacer las demandas acumulativas de protección. Afortunadamente, el número de hijos ideal viene dado por promedios de la conducta poblacional determinada por el grado de bienestar económico. En los países occidentales esa cifra puede estimarse en dos hijos.