Authors: Eduardo Punset
Son alarmantes los signos de desarraigo, la profusión del miedo, el crecimiento de la violencia y los índices de delincuencia, unidos a la proliferación de los desequilibrios mentales. Se me dirá que ya se trataban equivocadamente las emociones de los niños antes de que la neurociencia demostrara que no es bueno dejarlos llorar hasta que revienten. ¿Por qué iban a empeorar ahora, en mayor medida, los comportamientos de los adultos?
Si resulta cierto -como afirman científicos como Jaak Panksepp, jefe del Instituto de Chicago de Neurocirugía e Investigaciones Neurocientíficas, o Margot Sunderland, directora de educación y aprendizaje del Centro para la Salud Mental Infantil, Londres, que investigan las modalidades y los efectos de lo que hoy podemos llamar, afortunadamente, la ciencia de la inversión parental- el vínculo entre el tipo de inversión en la infancia y el comportamiento adulto, hay razones para echarse a temblar. Por dos motivos muy simples.
Porque las víctimas cometen los mismos errores en la siguiente generación, sólo que con mayor intensidad; y porque la universalización de la educación y las costumbres da mayor visibilidad al efecto acumulado de la degradación temperamental. Asusta pensar en la magnitud de la ignorancia sobre la educación emocional de la infancia compartida por sus progenitores, generación tras generación. Bowlby llamó a la progresión geométrica de los efectos de la degradación social el «ciclo de la desventaja», alimentado por el hecho de que los niños maltratados de hoy son los padres irresponsables de mañana. Las cifras más fiables apuntan ahora a que entre un 10 y un 25 por ciento de los niños en edad escolar sufre trastornos neuróticos o de conducta.
Está claro que no sabemos predecir los acontecimientos importantes. El cerebro funciona razonablemente bien para prever fenómenos repetitivos y tediosos como la salida del oso de la cueva, los índices de accidentes de tráfico o el tiempo que falta para la puesta del sol, pero arroja una ineficacia alarmante para anticipar acontecimientos singulares e irrepetibles como los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York o del 11 de marzo en Madrid.
El matemático financiero Nassim Nicholas Taleb llama cisnes negros (black swans) a los acontecimientos absolutamente imprevisibles e inesperados cuyo impacto demoledor llevaría -en el caso de poder preverlos- a tomar las medidas necesarias para que no pudieran ocurrir. Pero los cisnes negros, por definición, sólo ocurren una vez.
Ahora bien, la ineficacia del mecanismo cerebral para prever consecuencias importantes o significativas va más allá del carácter inesperado de los cisnes negros. Basta con que vayan a provocarse efectos imprevistos que el cerebro no pueda aprehender ni anticipar lo que va a ocurrir, aunque sea a raíz de decisiones aparentemente triviales, como una infidelidad conyugal, o trascendentes, como renunciar a llevar el velo, pero resultado, en ambos casos, de alteraciones en la estrategia de compromisos adquiridos. Es otro obstáculo que irrumpe en las pautas de convivencia de los enamorados al levantar los andamios del soporte material y social para la perpetuación de la especie en el proceso de construcción del nido. Y el más cargado de amenazas.
En primer lugar, porque muchas de estas amenazas son invisibles. Literalmente, no las vemos. Tras años de estudio y reflexión, ahora se sabe que todo el torbellino provocado por el cambio en el sistema reproductor al que se hizo referencia en los capítulos anteriores estaba justificado para garantizar la supervivencia frente a enemigos invisibles a ojos de los propios protagonistas de esa batalla evolutiva. A las bacterias peligrosas, virus y otros microbios destructores se les podía mantener a raya, únicamente, fomentando la diversidad genética. Gracias al intercambio y trasiego de genes, al virus conocedor del código para penetrar en la membrana del huésped involuntario se le dejaba desconcertado, con la llave en la mano, inservible en la nueva cerradura genómica de la descendencia.
Si algo tan portentoso como la elección de pareja está directa y específicamente determinada por el concepto, todavía más complejo, de la diversidad genética requerida para protegerse de amenazas invisibles -que se sienten pero que no se ven-, ¿cómo se puede seguir negando, un día sí y otro también, en el teatro de la vida banal y cotidiana, que existen factores de las crisis que no se ven a primera vista? La conclusión parece evidente: muchas de las explicaciones «razonables» de lo sucedido en todos los campos se deben a la precipitación, el desconocimiento o el cinismo de los narradores de circunstancias; en su mayor parte, son el producto de lo que Richard Gregory, profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, Reino Unido, tilda de «estrategia de cocina para sobrevivir» que caracteriza al cerebro.
Esa estrategia está sometida a vendavales desconocidos en el mundo moderno, por la vía de la incapacidad para pronosticar eventos, bien conocida, y los impactos afectivos de cambios continuos en los compromisos adquiridos, que no cesan de aumentar, un hecho nada valorado.
Elegir entre el café con leche o el cortado es trivial. ¿Manzanas o naranjas? Eso no es un gran problema. El problema surge cuando hay que sacrificarse para conseguir algo mejor en el futuro. Éste es un problema de compromiso y requiere prudencia, la capacidad de hacer un sacrificio ahora en aras de un beneficio más adelante. El concepto capital aquí es invertir en prudencia; algo que, al parecer de Avner Offer, catedrático de historia económica en la Universidad de Oxford, hacemos cada vez menos y peor.
Bastarán dos ejemplos de lo que Avner califica de tecnología del compromiso. «Renunciaré a los ingresos de unos cuantos años, pero esto me conducirá a la obtención de un título profesional o académico. Este título me dará la posibilidad de tener una vida más interesante, de ser rico y, también, de seducir a la pareja que quiero.» Otro ejemplo más trivial: «Esta noche, en lugar de ir a la discoteca, me quedo en casa repasando tareas para asegurarme de que la semana que viene aprobaré el examen».
En parte, la sociedad constituida suministra las herramientas necesarias para solucionar este problema mediante un entramado de tecnologías del compromiso, que aportan pautas para tomar decisiones. Así que si nos preguntamos «¿y ahora qué?», no tenemos que sacar la calculadora y empezar, cada vez, a sopesar los pros y los contras de todo. Vamos a la universidad, nos casamos, tenemos un hijo. Se nos dice cuándo es más sensato hacer un sacrificio para ganar algo en el futuro.
Pero la abundancia de opciones característica de los tiempos modernos ha trastocado estas tecnologías del compromiso. Nuestros antepasados barajaban un número misérrimo de opciones que exigían cambios exiguos en sus tecnologías del compromiso. La prosperidad económica provoca, en cambio, un flujo de novedades y de nuevas recompensas a cuál más atractiva.
Poco a poco, se asienta una programación mental distinta para valorar las cosas que están inmediatamente al alcance de la mano, comparado con el valor de las cosas mucho más remotas. Las nuevas prioridades y valores afectan a los bienes y valores preexistentes. Es decir, la multiplicidad de opciones cambia el modo en el que escogemos y obliga, constantemente, a alterar el orden de prioridades en la tabla de compromisos.
En ese trasiego transcurre gran parte de la vida de la pareja, incluidas las locamente enamoradas. Las incorporaciones al trabajo y los cambios de actividad truncan la compartimentación de estructuras de asignación de tiempo largamente enraizadas; la incesante movilidad geográfica activa nuevos apegos que arrinconan a los antiguos; las exigencias de la educación de los hijos, a medida que se aproximan a la pubertad, provoca separaciones traumáticas en el entorno familiar; las hipotecas asumidas para mejorar el lugar de residencia obligan a expurgar compromisos menores o a asumir el pluriempleo; el aumento de los niveles de deuda a los máximos permitidos legalmente convierte en cuestión de vida o muerte el reparto de las fuentes tradicionales de ingresos como las herencias, distorsionando la naturaleza de los lazos familiares que antaño parecían intocables.
¿Qué se está dirimiendo y qué fin se persigue? Los jugadores de cartas (1890-1895), óleo sobre lienzo de Paul Cézanne, Museo de Orsay, París.
Las demandas personales crecientes sobre recursos y afectos limitados, movidas por la estrategia de compromisos, conforman la vida en un mar de confrontaciones. Parece sensato deducir que la abundancia de opciones degrada el concepto de prudencia al que me refería antes. Si las novedades llegan muy rápidamente, distraen de los objetivos a largo plazo. La abundancia produce ansiedad y la ansiedad reduce el bienestar.
La solución no radica en disminuir el número de nuevas opciones, como que los hombres cuiden de los niños, sino en tamizarlas y cuestionar algunos de los viejos compromisos adquiridos, como que las mujeres se cubran la cara con un velo. Se trata de un cambio cultural que, como todos los cambios culturales, da muestras de una morosidad casi genética. Un ejemplo que afecta a toda la sociedad ilustra sobre la naturaleza de estos cambios. Se trata de la incorporación de la mujer al trabajo y de la educación emocional de los hijos.
La incorporación de la mujer al trabajo no es sólo una de las grandes conquistas del ejercicio de las libertades individuales, sino una condición sine qua non para poder competir en la economía mundial. La consecución de este activo ha cuestionado el compromiso, muy extendido en las sociedades tradicionales, de que la educación emocional de los niños correspondía, primordialmente, a las mujeres. La incorporación de la población femenina al trabajo desguarnecía, pues, uno de los compromisos heredados.
Dado que las dos exigencias son irrenunciables -la incorporación de la población femenina al mundo laboral y la educación emocional de los niños-, resulta evidente que la nueva situación obliga a replantear el orden de los asuntos en la tabla de compromisos y, sobre todo, a diseñar nuevos caminos estratégicos para conciliarlos. Son procesos graduales, extremadamente complejos que, en este caso particular, comportan cambios de mentalidad en la población masculina, como asumir que la educación es un problema que incumbe a toda la sociedad y no sólo a los maestros y a las madres; reformas importantes de las políticas de prestaciones sociales y cambios en el orden de prioridades de la política, incluida la política científica y cultural.
Decíamos, al iniciar este capítulo, que el anterior instrumento modulador de la vida de la pareja suele ir muy vinculado al último y más complejo de todos: la negociación de los márgenes respectivos de libertad e intimidad individual. Y que, en resumidas cuentas, todo estaba condicionado a la resistencia de los materiales biológicos, tanto como a la plasticidad de los circuitos cerebrales por donde fluye el torrente inconsciente de los flujos hormonales.
La última etapa -de la que depende la futura vida en común en igual medida que las anteriores- consiste en la delimitación negociada de los campos respectivos de libertad. Superado el tiempo dedicado primero a la fusión y después a la construcción de una arquitectura para sobrevivir, llega el momento de negociar los grados de libertad que regirán las actividades de cada uno.
Se trata de un proceso lento y complicado, cuyo resultado suele venir dado por la propia experiencia cotidiana. El ánimo de realización individual se intenta conciliar con las exigencias de acceso a los procesos de producción, fidelidad recíproca, cuidado de los hijos, relaciones sociales, ocio y esparcimiento. Esta negociación, no siempre declarada y abierta, está sujeta a poderosos avatares tanto emocionales como externos. Y su resultado es incierto. Existe una señal indeleble que permite anticipar el resultado negativo de esta negociación.
Si en el curso de la vida, en alguno de los sucesivos recodos enumerados, han quedado rastros en el interlocutor de la emoción básica, universal y negativa del desprecio, un síntoma emocional tremendamente infravalorado, aquella negociación será imposible. Recuerdo una conversación en Nueva York con Malcolm Gladwell, psicólogo y periodista del semanal New Yorker, que un año más tarde tuvimos ocasión de rememorar al encontrarnos, por casualidad, en el barrio londinense de Primrose Hill. Habíamos reflexionado sobre las causas de los matrimonios fallidos en Estados Unidos. «Sí; es cierto», dijo de pronto, «que hemos descubierto una causa infalible para un buen número de ellos.» El motivo en cuestión pudo explicitarse gracias a las investigaciones de una empresa de consultoría cuyos psicólogos habían elaborado pruebas para parejas en apuros en las que, mediante un sencillo ejercicio de asociación de significados de palabras, se descubría cualquier indicio de desprecio subyacente en la relación de la pareja. Si no había desprecio, se buscaban otras causas del malestar para intentar remediarlo. Pero si se descubría que uno de los dos miembros abrigaba algo parecido al desprecio hacia el otro, se les aconsejaba que terminasen la relación, antes de que fuera demasiado tarde.
Es imposible sobrestimar el alcance de la emoción negativa del desprecio. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio. En la historia de la evolución, el desprecio implicaba la expulsión de la cueva y, por lo tanto, la muerte segura. Haría falta meditar dos veces antes de profesar desprecio hacia los demás. Es uno de los descubrimientos recientes de los expertos que, en la actualidad, están intentando fabricar los ladrillos con los que diseñar un modelo de gestión emocional para niños y adolescentes.