Authors: Eduardo Punset
En experimentos efectuados con cabras, se ha comprobado que las hijas de cabras estresadas son más propensas a heredar los impactos del estrés que los retoños del sexo masculino. Se trata de un asunto fundamental, lleno de implicaciones sociales e institucionales a las que, hasta ahora, se ha prestado poca atención. Caminamos hacia un tipo de organización social en la que se demanda mucho más a las mujeres que a los hombres: exigencias familiares, laborales, participación en la vida política y en los organismos rectores de la sociedad, sin contrapartidas sociales que atenúen el estrés.
Según las últimas investigaciones efectuadas por K. Dawood y su equipo, parece claro que el orgasmo de las mujeres cumple, además de las personales y familiares, una función netamente evolutiva. El orgasmo tira tanto del esperma a través de la barrera de la mucosa cervical como las contracciones musculares. La ausencia de orgasmo supone que la cantidad de esperma que penetra en el cuello uterino, portal de entrada del útero donde está esperando el óvulo, sea menor.
Los lazos afectivos humanos utilizan un mecanismo flexible capaz de superar las distancias sociales por medio de la desactivación de las redes que determinan los juicios sociales críticos y las emociones negativas; a la vez que une a los individuos a través de los circuitos de recompensa, lo cual explica el poder del amor para motivar y entusiasmar. En la vida de pareja, no sólo importaría, pues, la configuración individual en el cerebro de los mecanismos previstos para el vínculo amoroso, sino también las diferencias de intensidad en la inhibición de emociones básicas.
Uno de los factores que definen la incapacidad de amar y el desamor tiene que ver con las relaciones entre el amor y el deseo a nivel de individuos. De momento, sería arriesgado sugerir que la unión de estas distintas capacidades es más intensa en uno de los dos géneros. Lo que parece evidente, en cambio, es que, al margen de la especificidad del género, unos individuos pueden amar sin desear necesariamente, otros no pueden desear sin amar y otros, en fin, son perfectamente capaces de desear sin amor. Yo he conocido personas del sexo femenino y masculino -como relaté con cierto detalle en el capítulo 6 - que se encuentran en esta última situación. Los resultados de la encuesta que se detallan en el capítulo 12 sugieren, de momento, que el desamor surge con mayor facilidad en aquellas personas que separan nítidamente el amor del deseo.
Quien cuestione la anterior hipótesis alegando la separación moderna entre el sexo y la reproducción no tiene en cuenta las últimas investigaciones de científicos como Bartels y otros, que han definido «la base cerebral y biológica del amor» como la superposición y la comunicación entre dos circuitos cerebrales: el de la vasopresina y el de la dopamina; el primero activa la preferencia a largo plazo por un organismo y el segundo lo vincula al placer y la recompensa. Cuando coinciden los dos, no sería extraño pensar que el vínculo entre dos organismos fuera más complejo y asentado, por mucha separación que se haya generado en los últimos años entre el sexo y el sistema reproductivo.
Falta aludir a los factores culturales del desamor y, particularmente, al más importante y menos explorado: el llamado autoengaño. Se trata de una de las pistas más seguras para el desamor pero de las menos comprobadas experimentalmente, a no ser por la original búsqueda encabezada por el sociobiólogo y biólogo evolutivo Robert Trivers a lo largo de veinte años. Me refiero al autoengaño consciente o inconsciente para engañar a los demás y, por lo tanto, a la pareja.
El punto de partida del autoengaño reside en la costumbre de formular generalizaciones positivas sobre uno mismo y particularmente negativas cuando se trata de los demás. Es un mecanismo psicológico complicado que conduce, irremediablemente, a buscar en cualquier parte motivos que apoyen la opción elegida por uno mismo, ignorando los datos del contrario.
Mucha gente se ha arruinado en la bolsa de valores y en la del amor a causa de esta «desviación sesgada». Hace unos veinte años, dos científicos, Ruben Gur y Harold Sackheim, del Instituto de Psiquiatría del estado de Nueva York, realizaron un experimento ilustrativo de lo que estoy diciendo. Cuando se da a un grupo de personas la posibilidad de escuchar su voz y la de otras personas por separado se produce, en el primer caso, una reacción galvánica en su piel junto a un mayor grado de excitación. Emocionalmente, está claro dónde yacen las preferencias. El experimento también respalda lo que se dice a continuación sobre el exceso de confianza en uno mismo. Nos referimos a cualquier otra cosa.
La mayoría de veces el autoengaño es inconsciente y utiliza un tipo de información escondida que no cristaliza en el lenguaje. Los engaños conscientes suponen una extorsión continuada del pensamiento que requiere más esfuerzo y mayor voluntad que el engaño inconsciente. De ahí que su utilización acostumbre a ser breve y se recurra a él en última instancia. La mayor parte del autoengaño es inconsciente y está vinculado al grado de confianza en uno mismo o autoestima. Tanto es así que se podría concebir el exceso de confianza en uno mismo como un instrumento de la selección natural, porque ese exceso afecta al comportamiento de los demás, que se sienten subestimados o en inferioridad de condiciones.
En resumidas cuentas, recurrimos a una información invisible, escondida en el organismo mediante múltiples barreras, para confundir al interlocutor. Y este mecanismo para vencer al otro puede funcionar, simultáneamente, con el impulso de fusión y las estrategias del amor. Es bien conocido que la falta de confianza en sí mismo no funciona en el proceso de selección sexual. La persona enamorada también quiere ganar la partida y sojuzgar al otro. Aunque sea recurriendo al autoengaño inconsciente.
Entretanto, me viene a la memoria la última conversación que mantuve en Barcelona con Robert Trivers, la máxima autoridad mundial en autoengaño. Fui consciente todo el rato de que estábamos tocando un tema capital, cuya importancia llevaba él barruntando desde hacía veinte años. Los indicios de la profusa utilización de este mecanismo aumentaron, sin cesar, a lo largo de esos años -tanto a nivel del dominio individual como también y sobre todo del poder institucional y político-, sin que se hubiera avanzado demasiado en los experimentos necesarios para desmenuzarlo. He aquí parte de nuestra conversación:
Eduardo Punset: Afirmas que cuanto mejor nos engañamos a nosotros mismos, mejor engañaremos a los demás. ¿Cómo funciona el autoengaño?
Robert Trivers: El engaño es inherente a la vida en todos sus aspectos; adonde quiera que mires, siempre encontrarás engaños en la naturaleza. Los virus engañan al sistema inmunitario para penetrar en la célula. En el genoma existen ejemplos de genes que fingen ser otros para conseguir una ventaja y multiplicarse. Y también abunda el engaño dentro de la misma especie. Si se produce una selección para que yo te engañe y una selección para que tú puedas detectar mi engaño evitando las consecuencias, entonces se puede producir un mecanismo de selección para que yo esconda mi engaño más profundamente de manera que seas incapaz de detectarlo.
E.P.: Y una manera de esconder más profundamente que te estoy engañando es no ser consciente de ello.
R.T.: Exactamente. Si ahora mismo te miento conscientemente sobre algo que te importa muy especialmente, tú te fijarás con mucha atención en el brillo de mis ojos, en el tono de mi voz, en si me sudan las manos. Pero si ni siquiera soy consciente de que te estoy engañando…
E.P.: Entonces, claro…
R.T.:…perderás todas estas pistas para detectar el engaño. Cuando empezamos a comunicarnos entre nosotros mediante el lenguaje, aumentaron muchísimo, evolutivamente, las posibilidades de engaño, así como las posibilidades de autoengaño.
E.P.: Yo llevo años sugiriendo que hablando la gente no se entiende, sino que se confunde.
R.T.: Para engañarte yo querré presentarte argumentos que parezcan destinados al bien común pero que, en realidad, reflejen mis propios intereses e intentaré esconder esta contradicción a quien me esté escuchando. Tenemos una capacidad tremenda para crear sistemas de creencia sesgados en los que, a pesar de todo, creemos invertir sinceramente. Se trata de un aspecto fundamental de la psicología humana que conlleva efectos desastrosos en ciertos contextos. Sobre todo, en el terreno de las relaciones internacionales y de la política nacional.
E.P.: A veces resulta difícil sumergirse en la tentación de mentir conscientemente. La gente, me imagino, tiene que esforzarse para ello. ¿Hay motivos fisiológicos que induzcan a mentir inconscientemente?
R.T.: Hay una vertiente del autoengaño de la que no me había percatado antes. Mentir conscientemente resulta agotador para el cerebro. Y por ello, resolverás menos fácilmente las tareas que tengas por delante, incluso cuando esas tareas no tengan nada que ver con la mentira. Al ocultar una parte de la contradicción en el inconsciente, mitigamos la presión interna de la propia mentira y, por lo menos a corto plazo, el rendimiento cognitivo es mejor en la mentira con autoengaño que en la mentira consciente.
Si lo que precede es cierto, seguramente, nos pasamos gran parte de la vida mintiendo inconscientemente, sin saberlo, para que el cerebro no se mortifique. Lo que debe complicar sobremanera el diálogo entre los enamorados y constituir un motivo constante del desamor. Nada nos puede ilustrar tanto sobre los desvaríos del desamor, sin embargo, como un relato real. El lector lo encontrará en el capítulo siguiente.
Si tuviera por un momento el tiempo en mis manos, no diría nada. Si tuviera por un momento el tiempo en mis manos, sólo te miraría. Lo haría todo más fácil sin palabras.
(De la canción
Sin palabras
de Bebe)
Es banal desparramar los conocimientos adquiridos en el tramo final de una vida sobre una experiencia vivida treinta años atrás. Con idéntico escepticismo pueden contemplarse los resultados de verter aquella experiencia sobre los apuros de los demás aquí y ahora. Y, sin embargo, de no profundizar en la experiencia de entonces con las sugerencias de ahora, mis lectores podrían reprocharme no haber aportado -ni haberlo intentado, por lo menos- las evidencias de la experimentación y la prueba.
Aunque me revuelva las entrañas sonsacar al pasado el recuerdo ahora frío e inerte del desamparo que me causó un profundo desamor. Aunque sea consciente de la imposibilidad de aprender en cabeza ajena, por culpa de una condición genética que ha perdurado durante más de dos millones de años; estoy aludiendo, por supuesto, al descubrimiento de la neurociencia más cargado de implicaciones para la vida cotidiana y, no obstante, más subestimado.
¿Lo ha adivinado el lector? Me refiero, claro está, a la incapacidad absoluta de los humanos para ponerse -no en el lugar de otro, que es relativo; unos pueden hacerlo y otros no; las mujeres más que los hombres- en el interior de sí mismo pero en un estado de ánimo distinto. Cuando acabamos de comer, nadie puede imaginar el apetito que tendremos a la hora de cenar. Cuando se está locamente enamorado, nadie puede vislumbrar otro tipo de realidad. Las víctimas o protagonistas del desamparo y el desamor no pueden concebir sus conductas o sentimientos fuera del trance de la angustia y el terror. Somos capaces de imaginar la existencia de Dios pero no a nosotros mismos en otro momento y condición. Es posible que, a pesar de todas esas salvedades y cargas de escepticismo, el lector decida curiosear en la historia del desamor que sigue.
«Mi primo me esperaba todas las tardes a la salida del colegio. Me subía a su coche, me daba un beso en la boca y apretaba con fuerza su mano contra mi pecho. Pasábamos por casa el tiempo justo para cambiarme los calcetines y la falda de colegiala por unos vaqueros muy ajustados y una blusa ceñida con un nudo en la cintura. En el ascensor de bajada me soltaba el cabello. Irrumpía como una exhalación en el coche -con el motor todavía en marcha- y partíamos hacia un chalet de las afueras. Yo acababa de cumplir dieciséis años. El tenía treinta y seis y dos hijos.»
Fue en Tenerife cuando mencionó por primera vez a su primo, veinte años después de aquellas escapadas. Habíamos discutido hasta bien entrada la noche. Luego, en medio de un sueño agitado, se irguió de pronto en la cama y con voz monocorde soltó su vida en siete palabras:
«Yo sólo he querido a una persona.»
Meses más tarde, en una terraza cerrada al lado del mar en el sur de Mallorca, fue desgranando, entre lágrimas finas, el recuerdo inexpugnable en el que había plantado, como una palmera solitaria en la arena, toda su vida.
«Yo tenía dieciséis años. ¿Te das cuenta?»
Me acordaba de mi madre a mis dieciséis años protegiéndonos el cuerpo con hojas de periódico debajo del jersey para combatir el frío de la mañana a lo largo de los doce kilómetros en bicicleta desde Salou hasta la escuela de los hermanos de La Salle en Tarragona. Era un viaje florido entre campos de olivos que años más tarde se arrancarían para poner en su lugar un complejo petroquímico.
«Era como un juego de ama de casa con personajes reales. Un belén vivo. "¿Qué les preparo de cenar?", me preguntaba la sirvienta. No tenía ni idea. El horno soltaba humo de verdad y olores de canela. El perro meneaba el rabo en el jardín. A veces esperaba sola en el chalet durante horas a que él regresara de cumplimentar a los de fuera. Nunca tuve celos de su mujer. Tuvieron un hijo mientras estábamos enamorados sin que me importara ni pizca. Bastaba que me frotara el vientre. Me encendía entonces como una brea al viento. ¿Te parece extraño, verdad? Yo intuía que un millar de astas me desgarraban las paredes del cuerpo pero, en realidad, sólo sentía aquel abrazo. Me hubieran podido acribillar a tiros. Perdía la capacidad para percibir los dolores específicos y particulares. Sólo aquel calor que me abrasaba entera. A los dos años me quedé embarazada.»
Su primer aborto en Londres, flanqueada por dos secretarias de su primo, coincidió con mi regreso a España tras diecisiete años de ausencia. La muerte de Carrero Blanco en un atentado había disparado el inicio de la transición. La sociedad española se desperezaba tras un prolongado letargo. Su vida, en cambio, seguía herméticamente acotada por hitos y lindes estrictamente hormonales.