Authors: Eduardo Punset
El amor es el asunto que precedió a todos los demás en la historia de la vida. Hace más de tres mil quinientos millones de años, lo primero que hizo para sobrevivir el primer organismo unicelular fue atisbar, soltando las señales químicas adecuadas, si había alguien más a su alrededor con quien fusionarse.
En la raíz del impulso de fusión y, por lo tanto, del amor no se encuentra -a diferencia de lo que airea la extensa literatura sobre la materia- la necesidad de entrega y sacrificio, sino la de sobrevivir a la soledad y al abandono impuestos por el entorno.
El amor, entendido como instinto de fusión, precede, pues, a la existencia del alma y de la conciencia, al resto de las emociones e impulsos, al poder de la imaginación y al desarrollo de la capacidad metafórica, de fabricar máquinas y herramientas, al lenguaje, al arte y a las primeras sociedades organizadas. Cuando no había nada, ya funcionaba el instinto de fusión con otros organismos. Ya existía la prefiguración del amor moderno.
Los genes determinan la conducta potencial y el entorno puede modelar la práctica del comportamiento amoroso. El hecho es que la parte más importante de la vida no roza el dominio de la conciencia ni por asomo. ¿Tan extraño resulta, pues, que el comportamiento amoroso esté anclado, cuando no programado, en gran parte, en el subconsciente?
Por primera vez disponemos de una explicación biológica del comportamiento social y emocional. El concepto del amor se está arrancando, así, del dominio de la moral para inscribirlo en el de la ciencia.
Es sorprendente que la mayoría de gente asocie el amor a un resplandor fugaz que ilumina un ansia de entrega y desprendimiento. El amor sería para ellos una conquista reciente del conocimiento, perfumada de un hálito literario. Los homínidos habrían inventado, literalmente, el amor en la época de los trovadores. Pero el amor -entendido como impulso de fusión- es una constante de la existencia, y nunca hubo vida sin amor. El impulso de fusión es una condición inexcusable para sobrevivir.
El gran hito en el camino a la modernidad fue el secuestro de la línea celular germinal, que acantonaría al resto de las células en su actual condición de somáticas, trabajadoras leales y perecederas. En el estatuto de la vida se asignaba en exclusiva la competencia de su perpetuación a las células germinales o, si se quiere, a la sexualidad.
Es verdad que el precio pagado por esa especialización celular es singularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente durante toda la eternidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables.
La diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte.
Las diferencias de sexo son mucho más difusas y oscilantes de lo que a menudo se da a entender porque están en juego, sobre todo, flujos hormonales y químicos no caracterizados, precisamente, por su permanencia o invariabilidad. La neurocientífica Louann Brizendine recuerda que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, mientras que en éstas son más numerosos los circuitos cerebrales que se activan con el oído y las emociones.
De acuerdo con Simon Baron-Cohen, los hombres son mejores para desentrañar el funcionamiento de sistemas. La historia de la evolución tendería a confirmar estos hallazgos en el sentido de que la caza, con su parafernalia de dardos y percepción del espacio, habría seleccionado a los cazadores-recolectores dotados del conocimiento del sistema físico que requiere tal tarea, al tiempo que el cuidado de los niños, asignado al sexo femenino por nuestros antepasados, habría prodigado aquellos genes dados al reconocimiento de las emociones y estados de ánimo de los demás.
Desmond Morris identifica las diferencias de sexo no sólo en las mentalidades distintas, sino en la propia historia de las respectivas biologías. A lo largo de la evolución, los dos sexos se han caracterizado por la neotenia; es decir, los humanos -a diferencia de otros animales- han ido aumentando sus rasgos juveniles, como el ánimo juguetón -y no sólo el ánimo, sino la mentalidad infantil-, en plena edad adulta.
Ahora bien, este proceso no se manifiesta igual en las mujeres que en los hombres. En las primeras la mentalidad de chiquilla se ha preservado en menor grado que en los segundos, mientras que sus formas y perfiles físicos han cambiado notablemente a lo largo de la evolución. Los hombres siguen conservando un mayor parecido con el antecesor común de los chimpancés y lo que eran nuestros antepasados, pero con una mentalidad de niño en mayor grado que aquellos y las mujeres.
El factor de diferenciación más importante entre los sexos -para muchos científicos, el único absoluto y determinante- es la disparidad de las células germinales: la contraposición entre los numerosísimos espermatozoides, de tamaño minúsculo, y los escasos óvulos, mucho más grandes.
Células germinales distintas quiere decir, entre otras muchas cosas, comportamientos sexuales diferenciados. El orgasmo en la mujer requiere, primordialmente, una inhibición casi total de su cerebro emocional; es decir, se produce la desconexión de emociones como el miedo o la ansiedad. Una vez más, nos encontramos con la importancia de la ausencia del miedo para definir la felicidad, la belleza y ahora el placer femenino.
En el varón, en cambio, los niveles de actividad emocional se reducen en menor medida durante la excitación genital y predominan las sensaciones de placer físico vinculadas a esa excitación.
Es muy probable que el acto de copular tal como lo entendemos hoy se desarrollara cuando los primeros artrópodos abandonaron el mar. La mezcla constante de genes distintos en un mismo individuo, la irrupción incesante de nuevo material genético, complicó sobremanera la vida de los parásitos que, a partir de entonces, se enfrentaban a huéspedes desconocidos y potencialmente más resistentes.
«Sólo los propios humanos podían constituir una amenaza suficiente», dice Richard D. Alexander para explicar el desarrollo de la inteligencia y de la evolución. La vorágine social del chismorreo mantiene a la gente en un estado de ansiedad y alerta muy superior al que exigiría el simple ánimo de sobrevivir y reproducirse.
La vertiente positiva de este estado de ánimo es un aprendizaje constante de los avatares del dominio social y el desarrollo de la inteligencia. Ningún otro animal sería capaz, por supuesto, de tanto desafío innecesario y continuado para hostigar y predecir los mecanismos cerebrales de los demás.
Es una situación excepcional con relación a otras especies. En un entorno así, resulta imprescindible descifrar lo que está cavilando el cerebro del interlocutor o del vecino.
Al analizar las razones evolutivas del amor, todo lo anterior tendría muy poco sentido sin recurrir al impacto del tiempo geológico. Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido, pero disminuyó el tamaño de la pelvis justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. Dado que el bebé desciende a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento.
El incremento en el tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó, sin embargo, un problema práctico importante: los bebés humanos tienen cabezas muy grandes, que pasan con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: las crías humanas nacen doce meses antes de tiempo.
Este hecho tiene implicaciones determinantes para las relaciones humanas. Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro -que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida- tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera ampliamente la capacidad -por mucha entrega que se derroche- de una sola persona.
La evolución se asienta sobre los mecanismos paralelos de la selección natural y la selección sexual. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita en concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.
¿Cómo fidelizar la atención del varón? Con toda seguridad, la ovulación oculta desempeñó un papel primordial en ello. Si el éxito reproductivo requiere constancia, la disponibilidad permanente de la hembra para el amor, sumada a la incertidumbre sobre el momento de la fecundación, era la táctica natural más expeditiva.
Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar.
Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien sabedor del poder de sus emociones y de su capacidad -nunca demostrada del todo- para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir en el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.
Si están claras las razones evolutivas del amor y encontrar pareja es tan fundamental para la selección sexual -e incluso para la selección natural-, resultaría sorprendente que la evolución no hubiera previsto un órgano específico para ello.
Se ha sugerido que las preferencias mostradas por una pareja dada, a largo plazo, se deben a los circuitos de la vasopresina, que, de alguna manera, conectan con los circuitos de la dopamina, por lo que un animal asociará a una determinada pareja con una sensación de recompensa.
En los humanos, a esas zonas se las podría calificar de «sustrato neuronal del amor puro». El azar quiso que se unificaran los circuitos para identificar la pareja elegida y los circuitos del placer, y que de ahí naciera el amor irresistible.
El nivel de felicidad aumenta a partir de una edad avanzada. No se trata, únicamente, de que el paso de los años haya ampliado inusitadamente el archivo de datos y recuerdos para adquirir un poder metafórico cada vez más acrecentado, sino que las últimas sensaciones de bienestar, para poder transformarse en emociones, habrán requerido experiencias más ricas y complejas que las anteriores.
Los mayores de sesenta y cinco años son más felices -como demuestran las encuestas- por un doble motivo: el mayor tamaño del archivo que sustenta la capacidad metafórica, así como la lógica codificación y sofisticación de las últimas experiencias amorosas para que puedan superar a las primeras.
En investigaciones recientes con determinados insectos y mamíferos se ha comprobado que un gen controla el comportamiento sexual. Vistas en su conjunto, las nuevas pruebas demostrarían, de manera irrefutable, que comportamientos sexuales innatos tienen una base genética muy fuerte. Y cuando se constatan comportamientos innatos, es muy arriesgado descartar que no están modulados por circuitos cerebrales, al igual que ocurre con otras partes del organismo.
El estudio de los circuitos neuronales del amor arroja dos conclusiones básicas: estamos hablando del cerebro primordial, cuyo origen se remonta a millones de años, y en modo alguno de un sentimiento moderno, como puede haber dado a entender la literatura sobre el amor. El amor romántico es, por encima de todo, la eclosión de un vínculo de apego y dependencia diferenciado que fluye en los mecanismos cerebrales de recompensa.
En la diferenciación específica, dentro de un género, para elegir a un organismo en particular en lugar de a otro desempeñan un papel importante factores como la simetría y la compatibilidad entre los sistemas inmunitarios de la pareja.
Encontrar una pareja receptiva constituye una empresa suficientemente compleja como para que la evolución haya admitido la necesidad de crear un sistema olfativo específico e independiente. Se trata de un segundo sistema olfativo accesorio, llamado vomeronasal, capaz de detectar las señales olfativas emitidas por una especie y un sexo determinados, ya que no sólo contienen información acerca de la ubicación del individuo, sino también del sistema reproductivo y de su disponibilidad.
Las feromonas se han detectado, entre otras muchas criaturas vivas, en bacterias, algas, reptiles, primates y peces. La única omisión llamativa de esta lista son los pájaros. Fue con mujeres con quien se realizó la primera demostración de que las feromonas también operaban en los humanos.
Según Hermann Weyl, «la simetría es la idea a través de la cual la humanidad, en todos los tiempos, ha intentado comprender y crear el orden, la belleza y la perfección». Las últimas investigaciones apuntan también a la simetría como factor decisorio en la selección sexual.
El equilibrio en el desarrollo de un organismo refleja la capacidad metabólica para mantener su morfología en el entorno que le tocó vivir. No es posible precisar ni medir la estabilidad del metabolismo de un organismo, pero sí pueden medirse las desviaciones con relación al prototipo ideal.
La diferencia fundamental entre el antecesor que compartimos con los chimpancés y los homínidos radica, justamente, en esa capacidad. Mi intuición me dice que sólo hay dos fuentes primordiales del amor: una, explorada hasta la saciedad en los laboratorios científicos (el nivel de fluctuaciones asimétricas como indicador de la belleza y la capacidad metabólica de un organismo); totalmente virgen la otra, que nos adentra, con grandes dificultades, en el poder fascinante y todavía desconocido de la imaginación. Ambas fuentes se asientan en el soporte de la memoria. Todas las demás causas palidecen frente al ímpetu arrollador del primer cerebro de los humanos, su sistema inmunológico y su capacidad de imaginar, que es el componente más evolucionado.