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Authors: Eduardo Punset

El viaje al amor (24 page)

BOOK: El viaje al amor
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Un bebé en plena llantina. El desamparo del desamor es idéntico al sufrido de niño por la separación de la madre.

A partir del segundo año se produce otro salto en forma de excursión hacia un concepto nuevo, como es el de la continuidad del pasado, del ahora y del futuro. Se inicia el camino, nunca desbrozado del todo, a través del tiempo. A los tres años y medio la teoría del apego infantil seguro empieza a funcionar como un resorte propio del niño, sin necesidad de que los padres lo tutelen con la intensidad de antes.

Las investigaciones más recientes indican que el alumno dotado de un apego seguro es capaz de interaccionar con sus maestros y con los demás; el mundo exterior se ha convertido en algo valioso que merece la pena explorar. El próximo paso -muchos fallan en el empeño- consiste en replicar el modelo de seguridad inicial en la práctica y competencia de la escuela. Sin superar esta fase, el mundo exterior del adulto no ofrecerá incentivos suficientes para sortear su complejidad ni obstáculos emotivos para no rechazarlo o, en el peor de los casos, destruirlo.

Rosa perdió a su nieta y a su hija el mismo año. «Me había dado cuenta de que la muerte de mis padres me había secuestrado el pasado y mi niñez. Si mi marido muriera -Dios no lo quiera- antes que yo, me quedaría sin presente. Pero para mí la muerte de mi nieta y mi hija ha sido la muerte del futuro.»

Otro ejemplo mucho menos edificante, citado, como el anterior, por Clare Jenkins y Judy Ferry: la madre de Linda rstall murió cuando ella apenas había cumplido dieciséis años. Un año después, la joven acudió a una entrevista formal para ingresar en la sanidad como enfermera y no pudo contener las lágrimas al acordarse de su madre, que también era enfermera: «¿A qué vienen estos lloros?», le espetó el funcionario médico. «Su madre murió hace más de un año. La vida continúa y no podrá ser una buena enfermera si no se acostumbra a cosas como ésta. Las emociones están reñidas con esta profesión.»

La realidad es muy distinta: la muerte está reñida con la razón. El arqueólogo Tim Taylor, de la Universidad de Bradford, en el Reino Unido, puso el dedo en la llaga al recordar que la aceptación del concepto de mortalidad es muy reciente en la historia de la evolución. La esperanza de vida era tan corta que, aunque la muerte estuviera presente en la vida de nuestros antepasados -algunos animales morían, algunos niños también, algún anciano-, la única persona de edad suficiente para poder sacar la conclusión de que «los ancianos siempre mueren» ya estaba muerta.

Por otro lado, antes del nacimiento del alma y de los ritos funerarios, hace menos de veinte mil años, la muerte no era un acontecimiento que representara algo excepcional y distintivo. Aún hoy día, para algunas religiones, la frontera entre la vida y la muerte es mucho más difusa que en la tradición cristiana. Para nuestros antepasados cazadores recolectores la idea de una sociedad separada a la que iban los muertos era inconcebible. Y por lo tanto la propia idea de la muerte también.

Han transcurrido muchos años desde entonces y si lo ocurrido anteayer puede explicar que subsista hoy la ignorancia sobre la muerte, algo ha cambiado radicalmente. La prolongación de la esperanza de vida ha familiarizado a todo el mundo con la muerte. ¿Quién no ha conocido a alguien que ya ha fallecido? El impacto es más profundo cuando este hecho hasta hace poco desconocido afecta a alguien querido, tanto en los niños como en los adultos. ¿Por qué provoca estragos psicológicos similares, pero igualmente inexplicables, a los causados por la ansiedad infantil generada por la amenaza del abandono o la ruptura del vínculo del apego familiar? Porque se trata de la ruptura de vínculos idénticos.

La psiquiatra de origen suizo Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004) ha estudiado como nadie el contenido de estos apegos afectivos a raíz de un fallecimiento. Lo primero que se desvanece cuando muere un ser querido es, justamente, lo que en el capítulo anterior llamábamos los compromisos, cuya tecnología de negociación explicaba la continuidad de la pareja más allá de las exigencias estrictamente evolutivas. Con la muerte del otro, se cuestiona la masa compacta y variable de los compromisos adquiridos, que tantos esfuerzos costó priorizar.

Se esfuma la intimidad de mirarse a los ojos y acercar los rostros. Las investigaciones de los psicólogos sociales británicos Michael Argyle (1925-2002), profesor de la Universidad de Oxford, y Mark Cook confirman la importancia de intercambiar miradas. Desaparecen los cuidados recíprocos; velar por la salud y la tranquilidad mental del otro. ¿Dónde quedan los soportes familiares con los que se fabricó la base segura de partida para realizar excursiones al mundo exterior? Y, por último, cuando alguien querido muere, se saca, como una telaraña con un trapo, lo que antes llamábamos «la danza de respuestas recíprocas», la influencia mutua sobre los dos organismos con el paso del tiempo.

Éstas son, según Elisabeth Kübler-Ross, las componentes del lazo afectivo que se rompe cuando alguien muy querido se muere. Pero, ¡por Dios!, a ningún lector de este capítulo se le habrá escapado la coincidencia de estas componentes del lazo afectivo con las que enumerábamos antes referidas al vínculo de apego del niño con su madre. En las dos situaciones se rompe lo mismo cuando se interrumpen. Estamos sugiriendo, ni más ni menos, que la ansiedad de la separación activada por el abandono tiene efectos equivalentes a los del temor a la muerte o el estado emocional previo al suicidio. En los niños y en los adultos.

Procesos de negociación frente al desamor

También los procesos de negociación para paliar la catástrofe de la separación de la madre en el caso del niño o del ser querido en caso de ruptura o fallecimiento son similares. Según Catherine O'Neill y Lisa Keane, autoras de un libro acerca del dolor tras la muerte de un ser querido, todo empieza con el shock inicial con el que se pretende negar la realidad.

«¡No puede ser cierto que me dejen solo otra vez!»

«¡No me creo que se haya ido para siempre!»

«¡No voy a poder lidiar solo con todo!»

Sigue la fase de la rabia y el enfado. De gritos y hasta de alaridos. Después, el flujo de hormonas se encarga de dejar las huellas en el cerebro -algunas para siempre- del dolor y la pena. Llega luego la hora de negociar con uno mismo la salida que afectará, sin duda, al comportamiento futuro. Entretanto, se gesta la retirada sobre uno mismo y se abren las puertas de la depresión. Incorporados ya los efectos del vendaval, llega la hora de la paz y la aceptación de los hechos consumados.

Lo paradójico, lo realmente sorprendente, es que las fases de negociación son las mismas tanto para el niño encerrado en una habitación oscura como para la pareja rechazada, para la víctima que se enfrenta con la noticia de su muerte anunciada o para los que se quedan solos, aunque sea queriendo. Si es así en todos los casos, sólo cabe una conclusión: los parámetros de todas las negociaciones, con uno mismo y con los demás, son innatos. ¿Es posible que la evolución nos haya dejado márgenes de movimiento tan estrechos?

Antes la gente se separaba porque se odiaba. Ahora porque ya no se ama lo suficiente. De las tres etapas en la inversión parental que hemos distinguido en el capítulo anterior -fundirse con el otro, construir el nido, es decir, percatarse de que existen otras cosas fuera del dormitorio, y la reafirmación de uno mismo o el comienzo de la negociación entre dos personas que conviven-, salvo en casos excepcionales, el terreno en el que cristaliza el desamor es el último.

Existen otras pistas menos conocidas para evitar los avatares del desamor porque su descubrimiento es demasiado reciente. Se lo debemos a un equipo de científicos encabezado por Larry Young y Steven Phelps, de la Universidad de Emory. Sabíamos que la vasopresina y la oxitocina juegan un papel fundamental en las áreas del cerebro que determinan qué rasgos sobresalientes ayudan a identificar a un individuo. Si a un ratón se le desactiva el gen de la oxitocina antes de nacer, sufrirá amnesia social y no recordará a los ratones de su entorno. Se encontraron grandes diferencias en la distribución de los receptores de la vasopresina entre distintos ratones de la pradera, por lo que estas variaciones podrían contribuir a las diferencias en el comportamiento social de estos animales, es decir, que algunos ratones de la pradera serán más fieles que otros.

Young reconoce que es probable que haya muchos genes involucrados en la regulación de la vida de pareja de los humanos. «Nuestro estudio arroja pruebas de que en un modelo animal relativamente sencillo, los cambios en la actividad de un solo gen pueden tener consecuencias profundas en el comportamiento social del animal en su especie.» Paralelamente, el doctor Young y sus colegas han encontrado muchas variaciones en el gen receptor de la vasopresina en los humanos. «Eventualmente», predice, «podríamos ser capaces de hacer algo como estudiar el genoma de una persona y relacionarlo con su capacidad de fidelidad.»

Si no hay ni ha habido dos cerebros iguales, ¿por qué nos sigue sorprendiendo un grado de diversidad tan elevado entre especies e individuos? La pura verdad es que, como se pregunta el genetista Steve Jones, del University College de Londres, no hay mayor misterio por descifrar que el de la diversidad aplastante surgida de un núcleo clónico ancestral. No sólo cada persona es un mundo aparte, sino que la diferencia de género también es patente en el teatro del amor.

Los neurocientíficos han admitido, particularmente por boca de la neuropsiquiatra Louanne Brizendine, de la Universidad de California en San Francisco, que el cerebro tiene sexo. A partir de aquí, ha sido factible sugerir las bases biológicas del desamor.

A causa de las fluctuaciones que comienzan nada menos que a los tres meses y que duran hasta después de la menopausia, la realidad neurológica de una mujer tiene un grado mayor de variabilidad que es difícilmente aprehensible por los hombres. El desconcierto producido por los cambios repentinos de humor y la excitación somatosensorial figuran, a menudo, en el semillero del desamor.

Tampoco es fácil conciliar estructuras de espacio distintas en el cerebro de las mujeres y los hombres. Las primeras disponen de mayor número de neuronas para los centros que rigen los sentidos del lenguaje y el oído. También son mayores los espacios ocupados por el hipocampo, los puntos neurálgicos de la memoria y las emociones. ¿Por qué se extrañan tanto los hombres de la precisión con que las mujeres recuerdan detalles vinculados al amor que ellos ni siquiera percibieron? ¿O de que, en determinados momentos, las mujeres respondan a los avances sexuales del hombre -que dedica dos veces y media más de espacio cerebral al instinto sexual- con la frase envenenada de «ahora no me apetece»?

La gente de la calle ya sabía que los hombres se enamoran más deprisa que las mujeres, pero nadie había podido demostrar que su libido funcione de manera distinta. El reciente descubrimiento sobre la incompatibilidad entre el estrés y el orgasmo femenino explica no sólo muchas desventuras amorosas, sino también hasta qué punto la organización social camina por senderos opuestos a los condicionantes biológicos.

Algunas pistas para no perderse

Todo empezó cuando la multinacional Pfizer, después de ocho años de investigaciones, anunció que renunciaba a seguir investigando por qué el éxito de las pastillas Viagra en los varones no podía repetirse en las mujeres. Las pruebas realizadas desde entonces han demostrado fehacientemente las diferencias que existen entre los impulsos sexuales de la mujer y los del hombre.

Pastillas Viagra, inexistentes en versión femenina.

La libido del hombre se resiente menos del desgaste del estrés, posiblemente porque, de entrada, tiene unas veinte veces más de testosterona que la mujer -más de lo necesario para sentirse amoroso, especialmente cuando son jóvenes-. Por tanto, aunque le esté afectando sexualmente una racha de estrés, hay pocas probabilidades de que a él no le queden recursos. Los niveles de testosterona de los hombres disminuyen aproximadamente un diez por ciento cada década después de los cincuenta años, y en torno a uno de cada diez hombres entre los cincuenta y los sesenta tendrá niveles de testosterona bajos que posiblemente afectarán a su apetito sexual.

Cuando los hombres sienten atracción física, también sienten impulsos sexuales. Por supuesto, pensará el lector. Pero una mujer puede sentirse atraída físicamente y, sin embargo, no tener deseos sexuales. Lo explica Sandra Leiblum, directora del Centro de Salud Sexual y de Relaciones de la Facultad de Medicina Robert Wood Johnson, en Piscataway, Nueva Jersey: «Podemos incrementar todos los ingredientes necesarios para la excitación de la mujer, incluidas la participación del clítoris y la lubricación vaginal, pero una mujer seguirá sin desear tener relaciones sexuales si está abrumada por lo que tiene pendiente al día siguiente». En otras palabras, la libido de la mujer depende básicamente de su mente, no de su cuerpo.

Con lo cual puede que la ciencia más moderna confluya con la mística oriental, que otorga al pensamiento un poder determinante. Aunque el cerebro es un órgano experto en lidiar con situaciones conocidas, sus resultados son aleatorios en entornos nuevos, y el vínculo amoroso es siempre absolutamente distinto al anterior. Más que al poder del pensamiento, lo idóneo sería referirse, de nuevo, al poder de la imaginación para transformar la realidad; fue lo que nos diferenció de los chimpancés, pero en el contexto actual, la capacidad para enmascararla o transformarla se ha acrecentado sobremanera.

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