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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (66 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—Desearía hablar con Gracia de Guillen.

—¿Quién la llama?

Di mi nombre. Me puso la música. Era una versión orquestada de
begin the begin
. Un tiempo después oí la voz conocida.

—¿Sí? Soy Luis, el hijo de Gracia.

—Celebraré que estés bien. Quisiera comentar con tu madre unos datos.

—Ni estoy bien ni puede comentar nada con ella. Mi madre murió al día siguiente de marcharse usted.

Mi silencio fue elocuente.

—¿Sigue ahí?

—Sí —acerté a balbucir.

—¿Podrá vivir con ello?

—¿Cómo dices?

—Usted trajo la muerte. En pocos días, personas perfectamente sanas a pesar de su edad se han ido. Deberá pensar en ello.

Sentí el sonido del aparato al colgar.

Como una hora después vi venir a un hombre. Al igual que el otro, llevaba el uniforme verde que lo identificaba como guarda de la Reserva Biológica. Le pregunté por César.

—Lo dejé en el cruce, antes de la subida a la Vallina de Piélago. Lo encontré muy cansado. ¿Es usted médico?

—No. ¿Es que lo necesita?

—No sé qué decirle. Se empeñó en subir las tremendas cuestas hacia las lagunas. Quería llegar a la
Isla
, que es la más cercana, como si le fuera algo en ello. Tuve que ayudarle a bajar al rato de ascender. Estaré más tranquilo si lo ve un médico.

—Si César está mal, ¿por qué no lo has traído contigo?

—Preferí dejarlo un rato descansando en sosiego. Vendré a buscarlo con el todo terreno.

—Quizá deberías llamar a una ambulancia y avisar a los sobrinos.

—Es lo que haré cuando llegue a la casa forestal.

Seguí caminando entre robles, sauces, abedules y fresnos con sus gruesas bases cubiertas de musgo. Los colores amarillos, azules y rojizos jalonaban el cerrado horizonte. Subí a un pequeño repecho en medio del camino y la senda se ensanchó. César estaba sentado en una piedra, la espalda apoyada en un acebo de dimensiones desusadas, protegido por sus brillantes hojas perennes de color verde oscuro y por las bolas rojas de su fruto. Tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente. Me aproximé a él procurando no hacer ruido. Lo observé en silencio. No había vejez ni decrepitud en él sino fealdad. ¿Podría nadie imaginar un mundo racional dentro de esa osamenta? Era una figura no hollada por los años sino por la naturaleza. Me senté frente a él en un trozo de tronco carcomido. Vestía pantalón de pana verde, botas y una cazadora con los bolsillos cosidos por fuera. Refugiada detrás se veía la camisa con el botón de arriba abrochado. A su lado tenía un bastón nudoso. Las piernas eran cortas como las de un niño y casi no tocaban el suelo. Abrió los ojos de golpe y los clavó en los míos, como dicen que hace el lobo. Me analizó durante un rato.

—¿Le conozco?

No contesté.

—Ya sé quién es. —Cerró los ojos.

Dejé pasear la mirada por el entorno. Había hayas y robles acosados de líquenes. La humedad lo impregnaba todo. Vi también algunos tejos de buena talla, lo que me sorprendió porque los asociaba con iglesias, los templos perdidos de los antiguos celtas.

—Éste era el mayor robledal de Europa, según me dijeron los que entienden —rompió a hablar con los ojos cerrados, la voz lenta y trabajosa como si tuviera anginas—. Es un bosque auténtico. Yo nací en este parque, en un pueblo mísero y por eso matábamos rebecos, corzos y jabalíes, para comerlos. Matábamos osos y lobos para que no se comieran nuestra comida. Éramos muchos hermanos, pero yo salí distinto, como si hubiera sido engendrado por el
Llobu Meigo
. Crecí entre las burlas y el desprecio. Mi madre nunca me acarició. No acariciaba a nadie. Bastante tenía con las palizas que le daba mi padre. Nunca tuve amigos. Cuando fui a la guerra de África, vendido por mi padre para ocupar el lugar de otro, encontré a Pedrín y Manín. Ellos fueron mis amigos. Nunca los hubo mejores. Estuvimos siempre juntos. Por eso he de ir con ellos.

Miré su perfil asiático y su corto cabello, ya blanquecino, que le cubría el cráneo como un gorro de baño. Esperé. Se atrincheró en un nuevo silencio. Seguí esperando. Oí el golpeteo del pito negro buscando con su duro pico invertebrados alojados en el interior de un árbol enfermo. Vislumbré, parches amarillos sobre negros, una salamandra escurrirse entre unas arandaneras.

Días atrás había estado pensando en los amigos muertos. Nunca dejaría de pensar en ellos. Evalué su amor hacia Rosa y comprendí que era una pasión singular, escasamente repetida. Toda una vida adorando a una persona y sin conformidad con lo carnal. Sabía lo que es la fuerza del amor, la dolorosa y desasosegante querencia que anula las ganas de vivir lejos de la amada, porque mis defensas habían claudicado ante Rosa Arias, el portento redivivo. Pero el mío era un amor sediento de caricias y besos, un suplicar de abrazos y fusión de cuerpos. Nada que ver con los amigos de Rosa Muniellos. Aunque debieron de haber años en que la necesidad por ella fuera también para calmar incandescentes fogosidades. Y en ese diseccionar remembranzas aprecié datos confusos. Recordé las explicaciones de Gracia. Tuvieron sentido cuando me las dio. Pero entonces empezaron a vibrarme como una señal de alarma. Empecé a meditar sobre cosas, pequeñas señales. «No todas las buenas acciones tienen al principio bella apariencia», había dicho Gracia. ¿Qué había querido significar? Recordé a Rosa Regalado: «Cada casa guarda la llave de la iglesia durante un año». La cuestión era obvia: ¿De dónde sacaron la llave Manín o Pedrín si en sus casas nunca la tuvieron? ¿Una ganzúa? Pero, para hacerla y probarla, debían haber ido a la iglesia, lo que nunca hicieron, según todos indicaron. Repasé la lista que me diera en su día Remedios Muniellos cuando le pedí una relación de los guardianes de la llave desde que acabara la guerra.

1939: Muniellos. 40: Rengos. 41: Castro. 42: Carbayón. 43: Verdes. Los Verdes eran de derechas y sus simpatías estaban con Franco. Los Rengos eran apolíticos, pero muy de la tierra cristiana. Los Castro fueron en su día partidarios de colectivizar el pueblo como sugirieron los dos ex combatientes del Rif, lo que les creó muchos problemas posteriores, por lo que desde final de la guerra buscaron acomodarse a la situación sin mezclarse en nada contrario a la ortodoxia que las nuevas circunstancias políticas demandaban. Nadie de las cinco casas había dejado la llave durante el tiempo de tenencia. La meditación me llevó al convencimiento de que el original de la llave de que dispusieron Manín o Pedrín para hacer una copia seguramente en un herrero fuera de la zona, o bien una ganzúa probada, sólo pudo haber salido de casa Carbayón por medio de un cómplice o auxiliar involuntario en la preparación de los delitos.

César se movió a otra postura y sus párpados temblaron.

—No me ha hablado de Rosa, su amiga —susurré.

Abrió sus ojos ligeramente, como bocas de dos fusiles prestos a ser disparados. Volvió a cerrarlos.

—Rosa es todo. Es la luz, la madre, la felicidad. No se merecía lo que le hicieron esos hombres. Ella me curó, me acarició. Nunca lo hizo nadie. Es una
Xana
. No se ha ido. Volverá.

Sus párpados se despegaron de forma casi imperceptible y dos trazos negros ocuparon el lugar de sus ojos, como para comprobar si yo seguía allí. Algo destelló antes de que las rayas se escondieran.

Esperé. Su mutismo se hizo persistente. Volví a revivir mis reflexiones de hace unos días. En ese punto las impresiones sentidas en la iglesia de Prados habían vuelto a avasallarme. Pero como es mi costumbre, debía contrastarlas. Estuve buscando la cinta extraviada y no cejé hasta dar con ella. Escuché luego lo que había grabado en susurros inmerso de lleno en esa tenebrosa experiencia:

«El silencio es abrumador. Retrocedo, cierro la trampilla y apago la luz. Me siento en un escalón. Es como si hubiera caído en un agujero negro del espacio, tan tremenda es la oscuridad. Mi sistema auditivo se amplifica. Empiezo a oír ruidos que no existen. Es la sensación de estar vivo en una tumba. Intento ver al asesino. No me es posible por faltarme la perspectiva para que mi mente colabore. Es como flotar en la nada. Al cabo, una ligerísima claridad se insinúa por unas aberturas del techo rompiendo la impenetrable oscuridad. Me levanto y alzo el brazo para recorrer con la mano las estrechas grietas que permiten los imprecisos vislumbres. Poco a poco voy tomando la situación. Veo mis manos y los contornos de los pilares. Me vuelvo lentamente. El hombre está allí, picando el pedregoso suelo y retirando a un lado lo excavado. El picado es tipo raspado para no producir ruido, lo que da idea del vigor del hombre. Luego miro cómo desciende con el pesado cuerpo de José Vega y cómo lo entierra cuidadosamente. Quiero ver el rostro en el espectral ambiente. Ya baja el segundo cuerpo y lo sepulta en la fosa no cubierta, tapando el hueco totalmente y borrando luego todas las trazas con minuciosidad. Debe de intuir que pueden mirar en este sótano. Voy hacia él, que se desvanece en mi imaginación. Subo y abro la trampilla con los ojos cerrados. Noto la explosión de la luz, a pesar del cielo tormentoso. Me pongo las gafas de sol y logro frenar el impacto del claror. Dejo la trampilla como la encontré y salgo de la iglesia. Está
urbayando
. Es enormemente agradable sentirse vivo y notar el suave viento húmedo en la piel. Caminando hacia los Regalado para devolver la llave, sé que sólo hubo un asesino. Es hombre cuidadoso, tenaz y fuerte, insensible a situaciones extremas. Acostumbrado a los silencios y a las soledades. Un cazador. Indiferente a la claustrofobia. Un minero. Un hombre sin miedo, con la audacia necesaria para acometer tal empresa, arriesgándose a que pudieran sorprenderlo. Alguien frío, sin nervios, capaz de moverse como un felino ya que, a pesar de vivir encima y cerca de los establos, las familias nada oyeron cuando buscaba los escondrijos de los dineros, y ni los perros ni los vacunos se alteraron».

Ese hombre no era ni Manín ni Pedrín. Fue el que dispuso del original de la llave, pero no para facilitársela a nadie sino para actuar por sí mismo. César. Pero necesitaba algo más que mi certidumbre.

El anciano llevaba demasiado tiempo callado. Me levanté y me acerqué a él. Respiraba a intervalos y trabajosamente. Le desabroché el botón superior de la camisa. Le cogí y le tendí en el acolchado y verdoso tapiz. Le toqué las manos, parecidas a zarpas. Las tenía heladas. Se las froté y le cubrí con mi chupa. Me arrodillé, levanté su cabeza y la apoyé en mi antebrazo izquierdo mientras le cogía la cara con mi mano derecha.

—¡Eh, César! Vamos, despierte.

Abrió los ojos, desmesurándolos como buscando henchirse de paisaje, y en ellos encontré, fundiéndose con el verde que nos envolvía, el color de selva que había mencionado Gracia.

—¡Rosa! —dijo, cogiendo mi mano con fuerza—. ¿Eres tú? Sabía que volverías.

Oí el ruido de un motor. El guarda apareció en un todo terreno pequeño. Con él venía un hombre de aspecto cetrino que portaba un maletín. Se acercó rápidamente. Costó que César soltara mi mano. Le abrió la camisa, le auscultó, le tomó el pulso. Miró sus ojos, forcejeó con su cuerpo.

—Está muerto —dijo, mirándome.

Los labios de César no pudieron decirme lo que habían confirmado sus ojos. Pero bajando desde el Parque Muniellos otras preguntas me asaltaron. Escasas posibilidades tenía de lograr las repuestas. Aunque, en realidad, ¿acaso tenían ya importancia?

Antes de llegar a Ventanueva, vi subir una ambulancia. Supuse que para César. El pueblo es un cruce, con el inevitable Bar-Merendero. Unas mesas estaban distribuidas en un espacio bajo los densos árboles y algunas ya habían sido ocupadas. Detuve el coche a un lado, pensando qué hacer. Un hombre se paró delante y me miró. Era el que me partió la nariz. En la ventanilla izquierda apareció el rostro del muchacho al que martiricé los ojos. Me hizo una seña. Bajé el cristal.

—Aparque allí —dijo, señalando un lugar junto a un Mercedes E-320 azul estacionado junto a otros coches y furgonetas. Lo hice. Salí. Sin decir palabra, uno delante y otro detrás, me condujeron a una mesa apartada en la que estaban sentados Miguel Arias y otro hombre cercano en la edad y de gran parecido, con cuidado pelo entrecano y una mirada ausente de amistosidad. Vestían chaquetas azules y vi en ellas las mismas insignias prendidas de sus ojales. Una rosa de plata.

—Puede quedarse de pie, aunque si se sienta estará más cómodo —ofreció Miguel sin levantarse ni darme la mano.

—Les avisó el guarda —dije, ocupando una silla.

—En cuanto llegó —profundas ojeras magnificaban el azul de sus ojos.

—¿Vinieron en helicóptero?

—No estábamos en Llanes sino en Cangas del Narcea. Encargos que cumplir con san Belisario y otros santos de estos pueblos. Le esperábamos.

—¿Me esperaban? Supuse que estarían aquí por lo de César.

—En parte. Los hijos de mi hermano —movió la cabeza hacia su acompañante, sin presentármelo— están de camino. Luego de que hablemos iremos a la Reserva. Pero ellos se ocupan.

El hermano me contemplaba sin pestañear. Los dos jóvenes habían tomado una mesa cercana. Llegó el camarero y ordenamos. Miré a Miguel.

—Nos habían dicho que dejaba de tocarnos los huevos, pero sigue fisgando. ¿Qué quiere ahora? —En su voz no había acritud.

—Me incomoda que las piezas no encajen.

—¿Qué no le encaja?

—Varias cosas. Las actitudes de Manín y Pedrín, pero, en prioridad, la de Rosa. Aunque parece que ella no supo nunca lo de los asesinatos, debería haber estado acosada de preguntas cuando supo que fue César el del dinero. Porque fue él, ¿verdad?

El camarero trajo las bebidas. Miguel no contestó.

—Quiero decir, el del dinero y el que mató a esos hombres. El que hizo las dos cosas.

—¿Es una pregunta o una conclusión?

—¿Para qué me han interceptado? —repliqué.

—Ya lo oyó. Queremos saber por qué sigue violentándonos.

—Gracia no me mintió al señalar al del dinero, pero tampoco dijo la verdad. Acepté que fueron Manín o Pedrín, porque todo apuntaba hacia ellos. Luego reflexioné. Eran duros, capaces de odiar con la misma intensidad que de amar hasta más allá de los límites de la lógica. De mirada franca y acciones directas. Hombres así
no pueden
matar por la espalda.

—Eso es muy cierto. Pero ¿por qué asegura que fue César?

—Venga, Miguel. Todo acabó. No tiene sentido seguir con el misterio.

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