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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (64 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¿Cómo aceptó Rosa esos cambios de identidad?

—Cuando en su momento le dije quién fue el donante, ella lo llamó a España. Él dijo que el dinero era de la lotería. Ella se lo creyó, como nosotros lo creímos, aunque les censuró que no le hubieran dicho la verdad cuando años atrás les había preguntado insistentemente si habían sido ellos quienes le dieron la bolsa. Yo le dije que fue un solo hombre, pero ella los creyó responsables conjuntamente. Entonces, al hablar sobre esas identidades falsas, empezó a hacer preguntas. No consiguió respuestas convincentes, pero se resignó, sin más. No tenía espíritu para iniciar pesquisas fuera de tiempo. Su prioridad era la de atender a sus amigos. Así que ellos, semanas después, «murieron» allí y desde entonces han vivido aquí con identidades impecables de ciudadanos argentinos. Como tales han sido enterrados hoy. Rosa no necesitó de argucias. Era ciudadana argentina desde 1960 y así ha estado hasta su muerte. No necesitó cambiarse de nombre.

»Ella quiso encargarse personalmente de sus amigos. Vino a España varias veces para estar con ellos. Consiguieron una casona alquilada con un gran jardín cerca de Ribadesella. Y un día ya no regresó a Argentina. Fue un golpe muy fuerte para mí. El Casco se me hizo enorme a pesar de tener allí a mis hijos, nueras y nietos. Todo respiraba a Rosa, porque casi todo fue recreado por su iniciativa.

—¿Casi todo?

—Sí, ya le dije. El Casco restaurado y mejorado, el nuevo palacete para invitados, la iglesia… No lo hizo con sus manos pero dijo cómo debían ser. Era infatigable, bien secundada por esos hijos activos y el mío. De ella fue la idea de quedarnos sólo con los vacunos cuando, viviendo mi hombre, nos separamos de Marcelino.

Volvió a guardar silencio y se concentró en mirar los jardines a través del ventanal.

—Éste es un buen sitio —dijo, al cabo—. No creo que haya muchos lugares así en el mundo. Cuando vine por vez primera quedé subyugada. Recuerdo aquel día, porque temía enfrentar de nuevo sus ojos tras el castigo de su silencio. Rosa tenía una mirada que te hacía ver el cielo normalmente. Pero como dije, a veces, esa mirada te sacaba el alma si algo no conciliaba con lo que ella esperaba. Así fue cuando le dije quién era el hombre del dinero. Y así fue en su último día allá cuando se vino para no volver. Le diré lo que ocurrió aquel día. Ella quería mucho a los animales. Tanto, que nunca acudió al marcado de reses ni mucho menos a las matanzas. ¿Vio los burros? Sostenía que era un crimen tener a esos animales solamente para explotarlos trabajando. Aducía que no habían sido creados para cargarlos hasta la extenuación, sino para disfrutar con su contemplación. Nos habló de un burrito que tenían en casa cuando era niña, al que mataban a trabajar. Rosa se enfrentaba a todos y lloraba para que aliviaran el sufrimiento del animal. Ya moza, en cuanto podía le quitaba la carga y se iba con él a los prados, dejándole trotar y comer en total libertad. Cuando murió, ella se sumió en inconsolable tristeza. Se juró que nadie abusaría de un burro delante de ella y que si económicamente podía en el futuro, tendría varios, sin obligaciones de labor. Y allá pudo hacerlo. Los borriquillos eran suyos, jugaba con ellos. Mandaba que estuvieran siempre limpios y tenían cuido de veterinario. Cuando decidió venirse para siempre, aquel día, fue abrazándolos uno por uno, hablándoles como si fueran seres humanos. Me partió el corazón. Nunca lloré tanto en mi vida como en aquel momento tremendo. Luego se volvió y me miró. El llanto había limpiado sus pupilas y el verdeazul de sus ojos resultaba cegante. Cuando me dijo que los dejaba bajo mi protección y que debían morir allí de viejos, supe que por nada del mundo debía vulnerar ese encargo.

Dejamos pasar unos minutos en los que cada uno vislumbró la escena referida.

—Cuando me recibió aquí, lo hizo como con una amiga recuperada. Se le había pasado el enfado por completo. Desde entonces sólo vi colores blancos en su mirada.

Las nubes se habían ido hacía tiempo y un sol húmedo calentaba la pradera. Había ya mucha gente paseando.

—¿Fue idea de Rosa también lo de este centro?

—No. Lo concibió su hijo, Miguel, el que le rompió la nariz. Un día, en la sala de espera del dentista, hojeó una revista. Hablaba de este tipo de centros en Estados Unidos y Canadá. Se lanzó de lleno. Es un fenómeno para los negocios. Nos fue relativamente fácil conseguir la financiación. El centro está participado por firmas argentinas de gran solvencia económica, como la red de hoteles. Lo más difícil fue obtener los permisos para construirlo en este paraje de ensueño. Tuvimos suerte de que en aquella época no eran tan estrictos con las normativas. Además, cuando las autoridades del Principado examinaron el proyecto y la labor médico-social consiguiente, no dudaron en hacer algunos cambios en la legislación. Este centro deja muchos beneficios al concejo y, por extensión, al Principado. Tenemos otro en Buenos Aires, también en explotación positiva.

—Si tanto éxito tienen estos centros, ¿por qué no promocionan la idea instalando otros en otros lugares de España?

—Llevamos años intentándolo, pero no es fácil obtener concesiones de esta extensión en campos tan privilegiados. Las trabas administrativas son desalentadoras. Pero seguimos en la porfía.

—¿De quién es la casona de Llanes?

—De la familia. Rosa buscó por el oriente de Asturias y encontró esa finca muy abandonada. La compró y ahí está el resultado de sus desvelos. Una casa preciosa y un no menos lindo jardín. Si se dio cuenta, en la restauración se incorporaron diseños similares a la casa de invitados de nuestra hacienda argentina. En esa casona vivió ella con toda la familia hasta que se terminó el centro, por supuesto también con sus amigos, que antes moraban en la parcela alquilada de Ribadesella. Desde entonces habitaban todos aquí, Rosa, su inseparable hijo soltero Miguel y sus fieles amigos. En el palacio siguen viviendo los otros hijos con sus familias, una purrela de gente. Hay sitio para todos. Rosa nieta también está allí. A menudo Rosa iba a recorrer el lugar. Tenía mucho amor por ese palacio. Lo consideraba su hogar, aunque viviera aquí por razones obvias. Fue en una de esas visitas cuando su nariz perdió la virginidad.

No era una observación jocosa. Su rostro estaba serio y sus ojos seguían acuosos.

—Aquí pasaron unos buenos años, a cambio de los que por mi culpa perdieron.

—No te mortifiques, mamá —terció Luis—. Ya todo ha pasado.

—Pero no vaya a creer que estuvieron aquí siempre, como prisioneros en jaula dorada. Cuando tenían menos años salieron y visitaron los lugares de Europa que quisieron. Yo me uní a ellos en ocasiones.

Enmudeció y se puso a negociar con sus recuerdos. Luego me miró:

—He terminado. ¿Tiene usted más preguntas?

—Una. ¿Por qué me ha contado todo eso? Son experiencias con tanta significación que parecería lógico haberlas mantenido ocultas.

—Usted insistió en saber.

—Cierto, pero sus confidencias pueden permitir que se llegue a una presunción inequívoca.

—Camine por su reflexión.

—La de que hay una relación entre las desapariciones y el dinero de Rosa. Si yo fuera un investigador del caso —hice un gesto de circunstancias—, establecería que un hombre mató por esa mujer. Ese hombre probablemente nunca tuvo cargos de conciencia porque el homicidio saldaba, al mismo tiempo, viejas cuentas dolosas. Y el dinero sustraído —miré a la mujer— es el que recibió usted, señora Guillen, aquel nevado día de marzo de 1943. De ahí el tremendo juramento, que impidió que Rosa pudiera agasajar a sus amigos antes.

Él negó con la cabeza.

—No caminamos por la misma senda. Pedir que se mantenga un secreto no significa necesariamente la ocultación de un hecho delictivo. ¿Por qué no ve la posibilidad de que las muertes de esos hombres y el dinero de Rosa puedan ser de diferentes orígenes? ¿Por qué no creer que el benefactor supiera de esas desapariciones y, por coincidir en el tiempo y por temor de que alguien, como usted ahora, lo relacionara con su dinero, decidiera evitar situaciones comprometidas para la beneficiaría? Por eso el juramento, formulado bajo premisas distanciadas de las que usted maneja.

—Ni Manín ni Pedrín tenían esas posibilidades económicas.

—¿No entendió lo de la lotería?

—¿Cuánto tenían que haber jugado para obtener tal premio?

—Ésa no es la cuestión. Eran mineros, disponían del suficiente dinero para conseguir un premio mayor, como el Gordo o el Niño.

—He meditado mucho si contarle o no lo que finalmente le he confiado —dijo ella—. Cuesta romper con la rutina de un silencio impuesto. Decidí hacerlo antes de que lleguen las nubes oscuras y cubran de olvido el mágico resplandor —se concedió una pausa—. Sobre el riesgo de que usted llegara a esa deducción elemental se impuso mi deseo de transmitir lo maravilloso de la vida de una mujer extraordinaria que tantos dones repartió; tantos, como para que alguien regalara una fortuna en tiempos en que no existían los milagros.

En su mirada había un pulso insobornable.

—Pero se ve que no ha entendido nada. Mire. No estamos actuando a guisa de gallegos. Lo que usted establece como evidencias son meras conjeturas. Porque
no se sabe
lo que ocurrió en aquel pueblo. Porque
no hay
testigos oculares directos. Porque los indicios
no son
pruebas. Y además, ¿sabe?, porque los actores equilibraron sus destinos. ¿Los hombres enterrados merecieron esas muertes? ¿Rosa y sus amigos merecieron sus años de sufrimiento? Dejémosles a todos en paz. Y destaquemos, por lo que a nosotros concierne, el canto de amor y amistad de esos amigos hacia esa chica desamparada. Su deseo de compensarle por la fascinación que ella había repartido entre tantas personas.

Dejó escapar su mirada hacia la pradera boscosa.

—Y ahora sólo quedo yo, único testigo de aquellos aconteceres.

—Vi a ese hombre en el entierro. César —dije—. También él es testigo de aquellos tiempos.

No quitó la mirada del prado, pero noté cierto envaramiento en sus delgados hombros.

—Hablando con la debida propiedad, él no perteneció al mundo de ellos. Ni yo tampoco. Somos añadidos a aquel universo de su niñez y juventud que sólo a ellos pertenecía.

—¿Dónde está ahora? ¿Sigue aquí?

—Se ha hecho llevar a la Reserva Biológica de Muniellos, donde nació —dijo Luis—. Un impulso repentino. Quizá se sintió solo sin ellos.

—Sin duda que es eso. Estuvo con Manín y Pedrín muchos años. Los echará de menos, como yo a Rosa —añadió Gracia—. Para ambos será difícil superar la común tragedia.

—¿También le cambiaron la identidad?

—¿Por qué lo dice?

—Por el mismo planteamiento que con los otros. Si lo rastreaban, descubrirían la contradicción económica.

—¿A quién podría interesarle su vida? Nadie se preocupó por él, según parece, salvo sus amigos. Estuvieron juntos desde su servicio en África. Fue guarda forestal en el Parque Muniellos y luego se retiró a un asilo. Rosa lo sacó de allí y lo llevó a la casa de Ribadesella, con Manín y Pedrín, y luego lo trajo, junto a los otros, a este centro. Él nunca cambió de nombre porque, en realidad, salvo para sus amigos no existía para nadie. No cobraba ninguna pensión ni requería de la Seguridad Social, ya que aquí tiene cuantos cuidados médicos y económicos puede necesitar. A efectos internos estaba registrado con nombre falso.

Quedé absorto. Era cierto. Ni la Guardia Civil ni yo habíamos seguido la pista a César desde su llegada al asilo de Cangas. Un fallo enorme. Si lo hubiera investigado, y a pesar de lo que opinaba Gracia, quizás habría podido descubrir su paradero y, consecuentemente, los de Rosa, Manín y Pedrín. Y posiblemente no tendría huellas en mi cuerpo.

—¿Dice que Rosa lo trató como a sus dos amigos? Usted misma acaba de decir que él no era de su universo. —Miré a la anciana, que rehuyó la confrontación visual.

—Le quería mucho, compensando el rechazo que provocaba. Era como esas madres con un hijo disminuido. Lo abrazaba y besaba igual que a los otros, lo que era sorprendente. Debo confesar que yo nunca lo besé. Me daba repeluzno.

—¿Lo llevó a Argentina?

Madre e hijo se miraron. Luego él dijo que sí.

—Ya le dije que Rosa era muy especial.

Me levanté. Todo había acabado. Las piezas parecían haber encajado para mí. Entendía la subjetiva interpretación de los hechos por parte de los Guillen. A fin de cuentas defendían valores y conductas sobre las que asentaron la mayor parte de sus vidas. Puede que sinceramente creyeran en lo que sostenían con tanta convicción, porque supieron lo de los asesinatos sólo a partir de mi irrupción en sus vidas, muy poco tiempo para que las dudas pudieran desplazar las bondades compartidas en tantos años de amistad genuina. Sin embargo, algo similar al desasosiego me impedía la satisfacción de un caso culminado. Vi en mi memoria a los dos ancianos jugando a los bolos y a Rosa alejándose.

—Casi conseguí hablar con ella la otra vez que estuve aquí —dije—. Lo impidió Rosa Regalado. Ya no podré comprobar el hechizo de sus ojos.

Gracia levantó su mirada llena de vacíos.

—Sí, no podrá. Quizá porque no tenía derecho a ello.

16 de enero de 1943

El hombre salió de la casa diciendo que iba a hacer de cuerpo y que luego se acostaría. Incluso con aquella lluvia había que aliviar el vientre. Tradicionalmente lo habían venido haciendo en los extremos de los prados dejando el residuo como simiente. También, en ocasiones, en las huertas, donde las gallinas y los cerdos resolvían la sembradura. Pero en 1928, y por iniciativa de la gente que estuvo en la guerra de África, se hizo un sistema de pozos negros, renovables a medida que se colmaban. Aunque todavía algunos persistían en defecar en sus propias huertas, sobre todo los mayores. Cubierto de nocturnidad, caminó desenfadadamente al principio, para luego adoptar unos movimientos sigilosos y ágiles. No advirtió ninguna presencia. Llevaba una rama de árbol sin alisar con la que se ayudó a subir la suave cuesta que conducía a la salida del pueblo. Con ella pudo neutralizar la adherencia del barro en sus madreñas. Oyó los débiles ruidos de los vecinos en las cerradas casas. La lluvia batía sin descanso formando canalillos. Se apostó muy a las afueras del pueblo, lejos de las casas, bajo un enorme carbayón. El tabardo oscuro le protegía tanto del agua como de las posibles miradas. La visibilidad era escasa pero su oído muy fino. Oiría llegar a algún rondador o a Amador, si es que volvía. Conocía las costumbres de su presa y por eso estaba allí. Pero podría ocurrir que, dada la intensidad de la tormenta, decidiera quedarse en Cangas con su fulana. Al fin, era el amo de su casa y no tenía que rendir cuentas a nadie. Si no volvía, la misión impuesta podría peligrar en esta segunda parte. Porque necesitaba la lluvia. Y la próxima semana podría no llover. Y lo mismo podría acontecer la siguiente semana. Se irían metiendo en la primavera y todo el plan se vendría abajo. Es lo que ocurrió el invierno anterior, tan remiso en lluvias y tan pródigo en
urbayu
, que no aportaba el decorado adecuado. Miró a través del agua a la desierta negrura, mimetizado en el viejo gigante. Rememoró el plan urdido hacía ya siete años. La guerra y luego la cárcel impidieron su realización. Ahora estaba muy cerca de lograrlo. Había tenido éxito en la primera parte, cuando hizo desaparecer a José Vega. Hacía ya una semana y no había constancia de pistas. Sólo una coincidencia de factores negativos podía evitar que su plan culminara. Sopesó las posibilidades. En su contra estaba, aparte de que Amador decidiera no regresar, la existencia de la guerrilla. Aunque podía ser una ayuda para la desviación de las investigaciones posteriores, podía darse la circunstancia de un encuentro con algunos de sus miembros durante el acto. Estaba también la posibilidad de la
brigadilla
, buscando a los primeros. Y la Guardia Civil. Con ella nunca se sabía. Eran tan tenaces en vigilar, con lluvia o sin ella, como para dar palizas a gente indefensa. A su favor contaba que había muchos montes por controlar, que esas noches de lluvias intensas podían disuadir a los más contumaces tricornes y, lo más tranquilizador, que nadie podría imaginar una segunda desaparición de alguien del pueblo. Era consciente, a su vez, de que esa segunda misteriosa ausencia armaría un tremendo zafarrancho. Pero eso sería después. Cada cosa en su momento.

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