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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (30 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Quedó un momento ensimismado.

—Los anarquistas hicimos grandes cosas, con gente socialmente comprometida, como Federica Montseny en Sanidad o Melchor Rodríguez en Prisiones, y tantos otros que demostraron la mayor eficacia en hacer cosas beneficiosas para la mayoría. Los socialeros y comunistas, y los viejos republicanos, sólo querían el poder, supongo que guiados por buenas razones, pero se implicaban en dialécticas y perdieron un tiempo precioso. Y luego, estaban los nacionalistas vascos y catalanes. Iban a su rollo, con la segregación en sus horizontes, haciendo leña del árbol caído, atendiendo erróneamente la guerra como separada y afecta sólo a sus Estados vasco y catalán, y dejando en segundo lugar el resto, como si no fuera con ellos. Cabrearon de lo lindo a Prieto, ministro de Defensa, y aburrieron al presidente Azaña. Obsesionados con la consolidación de sus Estados, Aguirre y Companys creyeron que a río revuelto ganancia de pescadores, y el único que pescó fue Franco. Así nos fue. Acepto que los libertarios pudimos cometer errores y que en ocasiones hicimos la guerra por nuestra cuenta, pero sólo queríamos cultura para todos, el reparto equitativo de bienes, la eliminación de clases en la sociedad. Ahí quedaron los logros, como otorgar a la mujer la misma capacidad jurídica que al hombre, la legalización del aborto… García Oliver nombró a Melchor Rodríguez director general de Prisiones. Era un obrero anarquista del gremio de los carroceros. ¿Sabe cómo le llamaban los facciosos?: El Ángel Rojo. No permitió
las sacas
. Creó un sistema penitenciario para que perdurase, en el que los hombres eran tratados como tales, sin perder su dignidad, con base en la atención cultural y la dedicación a un trabajo, sin malos tratos ni torturas… Podríamos haber regenerado España, si hubiéramos tenido futuro. Pero ya ve… —Volvió a silenciarse. Al cabo, continuó—: Albatera. Estaba a unos cincuenta kilómetros hacia Murcia, junto a la carretera general. Unos dieciséis barracones de unos 40 por 10 metros, con los pisos separados del suelo. Tenía una gran explanada de más de mil metros cuadrados. Estaba bien habilitado, con oficinas y enfermería. Los presos facciosos fueron llegando a finales del 37. No pasaron de quinientos, con lo que tenían espacio de sobra para vivir decentemente. Las condiciones eran muy buenas, con comida abundante y agua de sobra, libertad para recibir visitas, paquetes y correspondencia. Incluso, para algunos, había lo que ahora se llama régimen abierto. Así funcionaba la República. Después de la derrota la situación se invirtió. ¡Y de qué modo! Se llenó de presos republicanos, unos veinte mil, en unas instalaciones diseñadas para menos de mil personas. La mayoría llegamos del castillo de Santa Bárbara y del Campo de los Almendros. ¿Tampoco oyó hablar de este campo?

Le miré sin decir nada.

—Fue una zona habilitada a toda prisa, a unos dos kilómetros de Alicante, en las laderas de la sierra de San Julián. No tenía nombre. Se lo pusimos los presos después. Era un valle enorme, partido en dos por la carretera de Valencia, bloqueado al norte por la Torregrosa, una elevación rocosa que impedía llegar al mar. La parte habilitada para los presos mediría unos tres kilómetros por uno. Había cientos de almendros, alineados como soldados mudos y con separación entre ellos. ¿Ve qué memoria tengo?

—Estoy impresionado.

—No tiene ningún misterio. Son momentos clave en la vida que se insertan en el coco… Los almendros. Supongo que sabe que el turrón original es de almendras y que los más famosos son de Alicante. ¿Ve por qué hay campos de almendros allí? Ése era uno de ellos y cuando llegamos reventaban sus flores blancas. Vinimos de la plaza de toros, donde no cabíamos, pero la mayoría llegó del mismo puerto de Alicante, donde estuvieron hacinados miles de ellos bajo la lluvia, la esperanza y el terror. Gambara había empeñado su palabra de que nadie nos molestaría en el puerto hasta que llegaran los barcos a recogernos. Pero una orden superior, que dieron el 31 de marzo, lo impidió. Eso, al menos, es lo que dijo más tarde. Hubo luego una primera dispersión para, finalmente, coincidir todos en Los Almendros, después de hacer el trayecto caminando. No había ni cercas, ni vallas, ni alambradas, ni puertas, pero sí centinelas por todo el perímetro con órdenes de disparar a matar, cosa que hicieron con frecuencia a quienes sorprendían huyendo. Allí estuvimos más de cuarenta mil hombres, hacinados, sin comer durante varios días, sin agua apenas, masticando los almendrucos verdes y las hojas tiernas. Escaparon muchos, a pesar de la vigilancia. Gente decidida o conocedores de lo que les esperaba. Huían sin papeles, sin dinero, sin comida… Días después nos hicieron caminar hasta Alicante. En la estación de Murcia, nos metieron en vagones de ganado y nos llevaron a Albatera. Allí estuvimos meses como sardinas en lata. Hasta que yo salí no bajaríamos de veinte mil los hombres allí hacinados.

—¿Y las mujeres?

—Ellas fueron internadas, con los niños, en cines, teatros, la cárcel, pistas de baile… Sitios así. Pero debo seguir hablando de Albatera. No había espacio. Dormíamos acurrucados, cuerpo con cuerpo, los pies contra las cabezas de otros. Luego estaba el hambre permanente y la sed. Nos convertimos en harapos humanos, huesudos, con barbas y pelambre, con una debilidad que nos hacía estar tumbados la mayor parte del día. También estaban los piojos, chinches y pulgas. Millones de estos insectos a los que al principio batallábamos, pero a los que finalmente dejamos que hicieran lo que quisieran, porque era imposible acabar con ellos. Así que la gente moría por docenas pero no había más sitio por eso. De allí era muy difícil escapar. El recinto estaba cercado por verjas y alambradas de varios metros de altura, con torres de vigilancia provistas de ametralladoras. En ese campo no se mató a nadie mientras estuvo gobernado por la República. Lo contrario que con los fascistas. Ya no estaba el general Gambara para protegernos. Una vez nos hicieron formar y a tres hombres, cogidos tras fugarse, los fusilaron delante de todos nosotros. Dijeron por los altavoces que era una muestra de lo que nos ocurriría si nos pescaban fugándonos. No puede usted imaginarse la impresión que nos produjo ese hecho. Pero lo peor estaba por venir. Un día aparecieron unos tipos con caras de mala leche. Uniformados algunos, otros de paisano, un cura, dos guardias civiles. Nos hicieron formar y fueron mirándonos a la cara fijamente uno por uno. Cuando había dudas nos preguntaban con una dureza increíble. Finalmente, sacaron a unos cuantos, los montaron en un camión y se los llevaron. Esas visitas, en las que algunas veces venían mujeres, fueron constantes. Los visitadores no eran los mismos. Acudían de diversas zonas y pueblos de España. Ninguno dudamos de que se los llevaban para fusilarlos, lo que comprobamos años después al tratar de conectar con amigos llevados en esas operaciones. Fueron días de terror y amargura. Cuando llegaban esos grupos y nos formaban, algunos no podían soportarlo y se hacían sus necesidades encima, aunque no los hubieran señalado. Fue así. Nadie me lo contó. Estuve allí.

Se calló y, al rato, vi de nuevo la mueca de su sonrisa.

—¿Qué dijo sobre las glorias imperiales? —apuntó—. Le diré algo. Un día apareció por allí un tipo estrafalario, huesudo y cicatero de carnes, más feo que Picio, con unas gafas como Ginesito. Era de la Oficina de Propaganda del Dictador y falangista compulsivo. Se llamaba Ernesto Giménez Caballero. ¿Oyó hablar de él?

—No.

—Era un ideólogo del fascismo. Nos hicieron formar y se plantó delante de nosotros con su uniforme impecable de falangista y su correaje brillando al sol, para soltarnos una arenga sobre nuestro error al haber luchado en el bando equivocado. Urgía que cambiáramos nuestras falsas ideas por las fecundas que encarnaba el régimen. Debíamos participar en la gozosa y gran tarea de devolver a España el imperio perdido de Felipe II. España volvería a ser primera potencia mundial y volvería el asombro hacia nuestros tercios invencibles que de nuevo llevarían la fe y la cultura hispana por todo el orbe. Casi nada. Nos invitaba a todos, menos a los comunistas, que habrían de pagar por sus tremendas e imperdonables maldades. ¿Qué maldad mayor hay que pregonar que todos somos iguales y que los beneficios del trabajo deben ser repartidos entre todos? ¿No dicen que Cristo pregonaba algo similar y por eso se lo quitaron de encima? ¿Iban a ser menos que Cristo? Así que no hubo perdón para ellos. Bien que lo pagaron los pobres. —Emitió un ruido parecido a un suspiro—. Ese Giménez Caballero…

—¿Le obsesiona el personaje?

—No. Para nada. Pero lo recuerdo como un ejemplo claro de lo que es cambiar de chaqueta. Había hecho la mili en África y encontró al ejército tan agarbanzado y corrompido que decidió escribir un libro–denuncia que tuvo mucho éxito y que conmovió al estamento militar. Se titulaba algo así como
Notas marruecas de un soldado
. Señalaba las lacras que padecía ese gigante absurdo, que era como una garrapata chupando los recursos del país sin dar nada a cambio. Naturalmente, el aprendiz de Dictador lo metió en la trena.

—¿Aprendiz?

—Sí. Miguel Primo de Rivera no fue un Dictador genuino. Realmente fue un hombre contradictorio. Renegó en su día de la ocupación española de Marruecos, tuvo reuniones con socialistas, promovió infraestructuras que beneficiaron al país y originó puestos de trabajo, su pronunciamiento fue incruento, dimitió por decisión de sus compañeros del Directorio y murió en París en circunstancias nunca aclaradas. ¿Es eso un Dictador? Franco sí lo fue, a título de maestro. Ningún paralelismo con Primo. A Franco nadie le tocaba los cojones. Se fue quitando a los compañeros que le ayudaron a ganar la guerra: Yagüe, Várela, Kindelán, Queipo de Llano, Aranda… ¿Quién puede permanecer tanto tiempo
dictatoriando
sin eliminar a posibles competidores? Tiene usted más ejemplos: Castro, Pinochet…

—Así que ese tal Giménez se hizo franquista.

—Panegirista total. Pero su cambio de chaqueta no lo veo ahí, sino en su concepto moral y social. Porque inicialmente expresa su repulsa por el mantenimiento de un ejército atrofiado que impide el desarrollo del país y se adhiere luego a ese ejército, sólo que peor, porque el que se subyuga a Franco se instala en toda España como una gigantesca araña, y no en un territorio colonizado. Pero hay más: el ejército que él critica en su libro provoca la muerte de unos 50 000 españoles en Marruecos. Ese mismo ejército, que ahora ensalza, hace morir a diez veces más españoles durante la Guerra Civil, sin contar con las víctimas de la represión, y sin contar tampoco con el grado de miseria y decadencia a que la nación llega a caer en toda la vergonzosa década de los cuarenta. ¿Cómo puede cambiar tanto un espíritu crítico? Pero ¿sabe? Tampoco él sacó grandes réditos por su abjuración de los ideales de su juventud. Franco lo mandó de embajador a Paraguay, ya me dirá usted, donde se diluyó en sus sueños de un imperio nunca recobrado.

Le dejé rumiar sus remembranzas y juicios.

—¡Ah!, esos falangistas de aquellos años, tan exaltados, tan ignorantes de lo que de ellos pretendía Franco, a quien hicieron todo el trabajo sucio. Querían regenerar España y se convirtieron en cipayos del mandamás. Hicieron suyo el símbolo del Yugo y las Flechas de los Reyes Católicos. Y su deseo de que España retornara a aquellas glorias tuvo repetición en actos de gran simbolismo. —Se reservó un nuevo silencio, antes de continuar—. A la reina Isabel la llevaron en comitiva fúnebre desde Medina, donde murió, hasta Granada, en cuya catedral se conservan sus restos. En remedo de esa comitiva, los falangistas del 39, a hombros de cientos de turnantes iluminados, trasladaron el cuerpo de su fundador desde Alicante hasta Madrid, sin descansar. Cuando llegaron a la capital, descansaron por primera vez en la plaza de Legazpi. Una lápida–hito, que hasta no hace mucho estuvo en el lugar exacto donde posaron el féretro, se instaló en el centro de la plaza como memoria para tan importante acontecimiento. La circulación se detuvo. Todo el lugar estaba lleno de camisas azules y brazos en alto. Y allí toda esa caterva, tras los cánticos y las consignas, expresó a voces sus deseos de venganza por el fusilamiento de su líder. Una corriente de terror circuló por el Madrid que había sido rojo y que ahora era una población hambrienta y angustiada, a total merced de los vengativos. Lo tuvo fácil aquella horda azul. Las cárceles estaban llenas y por ahí empezaron a cumplir la venganza prometida.

Tras otra pausa retornó a su pasado.

—Como todo llega, también llegó el día de abandonar Albatera por quienes habíamos logrado sobrevivir. Es curioso: nunca volví a visitar ese lugar. No sé si existe aún ni para qué sirve en caso de que exista. Otra vez nos dispersaron. Me mandaron a Madrid, a la cárcel de Yeserías y, luego, finalmente, a Porlier. Allí estuve un montón de meses. Volví a ver a otros compañeros que creí perdidos. Las
sacas
en ese lugar eran continuas. Puedo contarlo. Es la verdad. En la galería de condenados a muerte había más de quinientos hombres destinados a ser ejecutados. Unos llegaban y otros salían al paredón. Grupos de seis, ocho o más hombres. La mayoría de ellos eran comunistas, sin más delitos que ser de ese partido. Ya para entonces el estoicismo se había apoderado de los presos. No era como en los primeros días de acabado el conflicto. Los hombres oían recitar las listas y los nombrados aceptaban su sino con indiferencia. Era terrible ver a esos muchachos… —Dio un largo suspiro—. A veces conmutaban la pena a algunos, que pasaban a cadena perpetua. Eran momentos de franca alegría. Finalmente, en octubre del 41 me liberaron sin cargos. Parece que no estaba señalado por la caza de brujas. Quizá no fui un buen rojo. No sé por qué le cuento todo esto. ¿Le aburro?

—No.

—Usted vino a buscar otra cosa y yo le estoy dando el rollo.

Le sonreí, sin decir nada.

—Pues se aguanta, no te jode. ¿Cree que es venir y besar el santo? Además, usted me tiró de la lengua al preguntar por Miguel y Rosa. Ellos forman parte de aquellas vivencias. Es como tirar del hilo y pretender que no se mueva el ovillo. —Movió la cabeza—. Son tiempos de los que me gusta hablar. Marcaron el resto de mi vida. Usted no tiene idea de lo que es haber vivido ese tipo de experiencias. En cualquier caso, ¿cómo le suena todo esto que le cuento?

Miré la sombra de su cara.

—Alguien dijo que la suya fue una generación perdida. Sobre su sacrificio se apoyó la siguiente generación. Los nietos de ustedes somos los beneficiarios del esfuerzo de las dos generaciones que nos preceden.

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