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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (33 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Manín siguió por la calle de Embajadores y dejó el campo a su derecha, pues un disforme vertedero, cual montaña hedionda, establecía una suerte de frontera en ese espacio abierto. Bajando hacia la calle de Jaime el Conquistador, volvió a ver a la izquierda solares, desperdigadas casas mal conservadas y la ausencia de árboles. Los bombardeos franquistas no habían actuado sobre esa parte de la ciudad. Se llenó de ira al ver esa fealdad urbana, testimonio de una desidia congénita, el Madrid opaco y agotado como paradigma de un país sepultado en el atraso, al que la doble maldición de un renacido catolicismo fustigante y de la inmisericorde actuación de los vencedores, condenaban por años a la estulticia y a la incuria.

En el lado oeste de esa calle, junto a unas solitarias y quejumbrosas casas, el campo natural se esparcía a sus anchas. En una zona cercana a las casas se había aplanado la tierra para habilitar un campo de fútbol, sin vallas, con superficie de tierra pisada. Allí jugaban los domingos y festivos equipos de regional, siendo los líderes «El Colonial», de un grupo de casas–chabolas de gente obrera que se extendía entre las calles de Embajadores y Jaime el Conquistador, y el «Colegio Hernández», academia de pago situada en el paseo de las Delicias, donde estudiantes de clase media cursaban sus estudios. Entre ambas formaciones se repartían, año tras año, los títulos de los campeonatos. Cuando se enfrentaban, la pasión quedaba garantizada. Cientos de espectadores se apretujaban en los cuatro lados del rectángulo, de pie en los montecillos y laderas. El vocerío era tremendo y rara era la vez que el partido terminaba sin pelea campal entre los contendientes y grupos afines. La mayoría simpatizaba con «El Colonial». Ésa era una zona obrera y los muchachos del «Colegio Hernández» representaban, sin proponérselo, a la clase dominadora, a los que reprimían las libertades y tenían las cárceles llenas de republicanos. Eran las dos Españas luchando en el campo como pocos años antes luchaban en otros campos.

Ese día no era festivo y Manín cruzó la explanada del campo de fútbol, subió los terraplenes de la parte oeste y salió al campo primario, huérfano de árboles. Caminó entre espigas, ortigas y flores silvestres, espantando a su paso saltamontes y mariposas. Vio corrillos de chicos que jugaban y distinguió al hijo mayor de Rosa. Se acercó a él.

—Miguelín.

El niño, rubio y de intensos ojos azules, levantó la cara hacia él, que se acuclilló.

—¿Qué tienes en la mano?

El niño dejó que por su mano cerrada asomara la cabeza de una lagartija.

—¿Qué vas a hacer con ella?

—Vamos a lucharla con un ciempiés.

Ya los otros chavales habían terminado un hoyo profundo en el fondo del cual el insecto multipatas se movía buscando una salida. Miguelín echó el reptil al hoyo y los niños gritaron de alegría. Tenían varas con las que impedían que los bichos escaparan y con las que los achuchaban. Manín se levantó y anduvo hasta la casa. Esquivó las ropas tendidas sobre la hierba y en cuerdas suspendidas entre palos. Todas eran ropas viejas, prendas muy usadas y bicolores: sólo blanco y negro. El sol que escapaba realzaba la blancura en las bragas y calzoncillos agujereados. Manín salió al paseo de la Chopera, vía amplia, con anchas aceras de tierra custodiando una calzada estrecha de adoquines por la que apenas pasaban coches. No había árboles, que fueron sacrificados para combustible en los fríos inviernos del Madrid sitiado durante la guerra. Todo el lado oeste lo ocupaban las enormes instalaciones del Matadero Municipal. En ese momento, unos hombres con largas y finas varas conducían una manada de toros, desvencijados la mayoría, por la acera de enfrente. Con un repertorio de chistidos, voces, chasquidos y silbidos mantenían compacto el grupo evitando que algunos animales escaparan. Se cruzó con corrillos de gente parada o sentada en sillas y banquetas, como en los pueblos. Entró en el portal, cuya puerta nunca se cerraba ni de día ni de noche, subió hasta el largo pasillo y caminó hasta el fondo del mismo. Golpeó con los nudillos la señal convenida. Mientras esperaba, aspiró intensamente el cigarrillo. Lo apagó y se guardó la colilla en un bolsillo. La puerta se abrió y el rostro terso y amado llenó su espíritu una vez más.

—Hola.

—Pasa. Estoy lavando.

Cogió a la niña en brazos y siguió a Rosa hasta la cocina, la pieza más utilizada de la casa.

—Hola, pequeñarra. ¿Por qué no estás en la calle jugando?

—Tengo miedo.

—¿Por qué tienes miedo?

—Por el
piojo verde
. Está ahí y nos puede comer.

Manín miró a Rosa, que hizo un gesto de circunstancias. El
piojo verde
, el tifus exantemático, una variable de las fiebres tifoideas, causadas por los piojos y la desnutrición, que estaba produciendo mucha mortandad, sobre todo en niños de familias desfavorecidas.

—¿Tú has visto al
piojo verde
? —preguntó Manín a la niña.

—Sí, te lo enseñaré. Acércame a la ventana.

Manín se aproximó al hueco y el campo se adueñó de su visión.

—¿Lo ves, allí, a lo lejos? —señaló la niña.

Él miró. Difuminándose en la distancia, unas frondas verdes protegían la empresa maderera, la metalúrgica Boyer y el cuartel de Caballería de la Policía Armada.

—¿Ése es el
piojo verde
?

—Sí.

—¿Pues sabes cómo le ganaremos? Con esto que traigo. Come lo quieras, pero deja para tus hermanos.

De una bolsa extrajo una botella con leche y varias cajitas de galletas. Un niño más pequeño, con la cabeza cubierta de rizos dorados y los ojos de verdor oscuro, se acercó ilusionado. Manín puso a la niña en el suelo, revolvió las ondas de la cabeza del niño y les ayudó a abrir un paquete de galletas. Miró a la mujer que lavaba en la pila de piedra y aclaraba al chorro de agua fría que un grifo simple de metal dejaba escapar. Daba frotadas fuertes a la ropa con el trozo de jabón de sosa casero. Contempló su perfil silueteado por la luz que entraba a raudales por la ventana cerrada, sin visillos ni cortinas. La plata de su pelo orlaba el contorno de su cabeza, mientras movía el cuerpo con enérgicos empellones.

—No lavas más que trapos —musitó.

Ella se detuvo y permaneció en silencio con las manos metidas en la espuma.

—Sí…, y mientras, mis sábanas, toallas y ajuar en la Casa de Empeño.

—Las sacarás, no te preocupes. Cuando vuelvan los nuestros, la vida volverá a sonreírnos, mientras cuidamos la becerra. ¿Recuerdas?

Ella aclaró la ropa y la dejó en un barreño de cinc. Luego se sentó en una banqueta. El fogón de hierro fabricado en Zumárraga por Orbegozo estaba encendido y prestaba calidez al ambiente.

—La vieja canción de las viejas emociones. Pero es inútil. Ya no quedan esperanzas.

—¿Qué ocurre, Rosa?

Ella suspiró.

—El vecino Ramón. Estaba echando el carbón en la carbonera, agachada. Vino por detrás y me metió la mano entre los muslos.

—¿Es que has vuelto a llevarle el carbón después de los chivatazos de Leandro?

—No. Fue en casa de sus padres. Ellos son otra cosa.

—Ella es una beatona y él un civilón. A saber a cuántos habrá matado.

—Son mayores y me aprecian mucho. No me sobran clientes para elegir.

—¿Que no hay clientes? Al precio que pones el carbón, todo el barrio puede ser cliente.

—Sí, pero la mayoría no paga. Piden fiado y luego se olvidan.

—¿Y los viejos del cabrón, no estaban presentes?

—Sí, el padre.

—Dime qué ocurrió después.

—Le di un tremendo bofetón. Cayó sobre una silla y la rompió. —Hizo una pausa—. Se levantó y quiso pegarme. El padre se interpuso y le afeó su conducta. Le habló duramente. La madre, que llegó al oír las voces, intentó mediar, muy avergonzada. No hacía más que pedirme perdón.

Manín la miraba intensamente y en silencio.

—Empezó a gritarme. Me llamó zorra roja. Dijo que lo lamentaría, que estaba harto de mi presencia y del refugio que daba a mis amigos comunistas.

Hablaba con aire fatalista, sin emoción. Unos bucles, donde la luz tornasolaba de amarillo su pelo de plata, cayeron sobre sus ojos. Con gesto cansado los llevó hacia atrás y los dominó con una horquilla.

—Pero ya no tienes refugiados.

—Él quedó muy frustrado con las dos intentonas fallidas. Lo tiene guardado. Ve enemigos por todas partes y quiere hacer méritos ante su clan —dejó escapar aire entre sus labios—. Es malo. De él temo cualquier cosa.

Manín se acercó a la ventana y contempló el campo. En el horizonte se desdibujaba el paseo del Canal. Estuvo un rato sin hablar.

—No te preocupes, yo me ocuparé. Hablemos de otras cosas.

—Ni se te ocurra entrometerte. Ya te metiste en demasiados líos por mí. Me las apañaré.

—De acuerdo. Dejémoslo.

Se miraron. Ella sabía que él no dejaría correr el asunto.

—No estás en la mejor situación para meterte en problemas con ese hombre. Tiene mucho poder y, si interfieres, le será más fácil hacerte daño que a mí. Al fin, soy una mujer y tú, para esta gente, un rojo desprotegido al que pueden volver a meter en la cárcel.

—Vale —dijo él, haciendo un gesto con la mano como señal de que el asunto había terminado—. Quería decirte antes que vuelvo a casa.

—Volver a casa…

—Tengo mucho que hacer allí. Susana y mi cuñado no pueden con todo. Y yo…, qué poco les he ayudado con mis guerras y mis historias sindicalistas.

—Claro que debes regresar. Hace más de un mes que saliste de prisión. Tu deber es estar allí.

—Sé cuáles son mis deberes. Tú eres uno de ellos.

—No quiero serlo. Quiero que encauces tu vida en la dirección acertada. Busca una buena mujer, cásate, ten hijos. Deja de quererme.

—Eso es como pedir que la tierra deje de girar.

Ella intentó con fuerza que las lágrimas no asomaran a sus ojos. Pedrín había llegado de prisión y tampoco mostró prisa por volver a su casa. Sólo la llamada urgente lo hizo regresar al pueblo. Su hermano mayor había quedado atrapado en la mina junto a otros dos compañeros. Los equipos de rescate intentaban llegar hasta ellos.

—¿Y Pablo? ¿Consiguieron sacarlo del pozo? —inquirió.

—Sí —la miró—, pero está mal.

Dos lágrimas aparecieron con fuerza en los ojos de ella. Eran grandes, y se independizaron de las pupilas bajando por las mejillas. Dejó que se extinguieran en su boca.

—Pobre Pedrín. Movió la cabeza. Lo veía ahí delante, jugando con los niños, silencioso y tierno. Al marchar, se llevó la serenidad que impartía, pero también la situación de angustia, porque su amor por ella la agobiaba y la llenaba de culpa. La misma situación de angustia que con Manín. ¿Por qué no podía enamorarse de uno de ellos, cuando tan buenas cualidades atesoraban? Miró a su primo. Tan diferentes y tan iguales.

»¿Qué voy a hacer con vosotros?

—Deberías elegir a uno de los dos. Es decir, a mí.

Un destello de luz en las pupilas de la joven fue lo más parecido a una sonrisa. Él se despegó de la ventana y se sentó en otra banqueta.

—Quiero que recobres la felicidad que te robaron.

—Eso es imposible. La felicidad sólo existe en la niñez y en la adolescencia. Y eso ha quedado muy lejos.

—Si no te hubieran quitado el prado, tu vida habría sido otra.

—¿Quién decide nuestros destinos? Cuando con sólo veintiún años os mandaron a África a Pedrín y a ti, no sólo jugaron con vuestras vidas. De golpe eliminaron vuestra juventud y pusieron en cuestión vuestra felicidad. Cuando con 18 años vine a Madrid, también acabaron para mí muchas cosas.

—Quizá se pueda recuperar ese prado todavía.

—No lo quiero. Quise obtenerlo para dárselo a mis padres. ¿Quién me queda allí ahora? Dos hermanos. Uno que reniega de mí, que me odia, y el otro pusilánime e indiferente. No podría convivir de nuevo con ellos.

—El pueblo no son ellos ni los Carbayones.

—No creo que quiera regresar nunca.

Salió del portal cuando las sombras se anunciaban. Vio a los chicos cazando murciélagos con botes de humo cogidos con largos alambres, que movían en círculos sobre sus cabezas para activar las brasas. Jugaban en medio de la calzada. Vio que se apartaban al aproximarse un camión. Luego, siguieron con sus juegos en la misma calzada vacía. Echó hacia abajo por el centro de la acera. Los faroleros iban encendiendo las luces de gas en los faroles de hierro. Con su mechero de palo metálico, como si fuera una lanza, abrían la espita del gas, situada alta en la base del farol, y daban a la chispa de encendido. Tanteaban primero para ver si los bulones roscados estaban o no. Como eran de plomo los robaban y dejaban el casco suelto. Se dieron cuenta de esta circunstancia cuando a un farolero se le cayó encima la caja y lo mató. El gasista miraba que la llama de gas fuera estable, se cargaba luego la barra al hombro como si fuera una escopeta y se dirigía a otro farol, haciéndose varios kilómetros cada noche. Manín caminó por la calle de Guillermo de Osma dejando a su derecha las Casas Baratas de Primo de Rivera. Desde la glorieta circular de la Beata María Ana de Jesús divisó la Alcoholera, situada en la calle de Embajadores. Estuvo aguardando hasta que vio salir al personal. Lo divisó entre otros, luciendo su hábito morado de Jesús de Medinaceli y sus rizos negros como la obsidiana. Lo observó y siguió hasta verlo caminar solo. Se le acercó. Ramón se sobresaltó al ver surgir su alta figura ante él.

—¡Coño!, qué susto me has dado.

—¿Sabes quién soy?

—Claro. Entras y sales de casa de mi vecina como el amo en su guarida. ¿Qué quieres?

—Poca cosa. Que la dejes en paz.

Ramón se echó hacia atrás mirando hacia arriba furibundo.

—¡Qué dices! ¡Que me deje ella en paz a mí! ¿Qué te ha contado esa zorra? ¡Voy a denunciarla! ¡Y a ti también, por amenazar a un hombre honrado que sale de su trabajo! ¡A ver si acabamos de una vez con toda la morralla roja!

—Sólo te lo diré una vez más; déjala en paz.

Se apartó y empezó a alejarse. Ramón estalló:

—¡Qué te has creído, desgraciado! ¿Sabes con quién hablas? ¡Soy el jefe de casa! ¡Echaré a esa roja!

La gente se paraba a mirar brevemente. Gritos y peleas eran tan normales como la pobreza que, con frecuencia, las provocaban. Manín se diluyó en la noche y el otro quedó mascullando.

En la mañana del día siguiente Rosa oyó fuertes golpes en su puerta. Abrió. Los uniformes grises volvieron a torturar su mirada.

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