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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (60 page)

BOOK: El tiempo escondido
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—¡Miguel!, aguanta, Luis ha ido corriendo a buscar ayuda. Yo estoy bien, algo quemado, y Benjamín tiene un fuerte golpe en la cabeza. ¿Me oyes? Nos has salvado. Y ahora te salvaremos.

—Dile… dile a Rosa…

—¡Calla! Se lo dirás tú mismo. ¡Aguanta, me cago en la hostia!

Miguel vio venir la noche. Era por la mañana de un día de sol tenue pero se hacía de noche. Comprendió.

—Rosa…

—¡No, joder, no! —gritó Agapito con rabia palmeándole la cara.

Miguel tenía los ojos abiertos, como intentando mirar el misterio del firmamento. Una leve sonrisa quedó detenida en su boca de dientes perfectos.

Rosa abrió el sobre. Se lo había dado Agapito, cuando le visitó en el hospital, tras el entierro de Miguel. Era del tamaño de una cuartilla y llevaba el membrete de la 70ª Brigada, con el indicativo, más pequeño, de intendencia.

Antes de leer, volvió a mirar el paseo de la Castellana. Más allá de las hileras de árboles se asentaban los señoriales palacios. Había escasa circulación y un ambiente de tristeza trascendía a despecho del luminoso día veraniego. Se habían perdido Bilbao, Santander y Asturias. Todo el norte estaba en manos de los facciosos. Largo había dejado el gobierno y la presidencia del ejecutivo recaía en Negrín, un hombre fiable que había prometido triunfos para la República.

Desdobló los folios. Una vez más se maravilló de la bella caligrafía de su marido. Era realmente excepcional en aquellos tiempos, por lo que muchos de los escritos de la Brigada, Mera se los encargaba hacer a Miguel. Antes de la guerra había sido escribiente en empresas contratistas de obras y de ahí su adscripción al sindicato anarquista de la construcción. Empezó a leer.

HORIZONTES

Rosa: Hubiera querido que no leyeras esta carta. Significaría que me tendrías a tu lado. No hablo de estar juntos en estos momentos en los que todavía tendrás el alma apagada y el amor cerrado para mí. Hablo de estar a tu lado en años venideros, viendo crecer a nuestros hijos y caer las hojas doradas de los años por vivir.

Cuando ganemos la guerra, la situación cambiará en España. Todos tendremos las oportunidades que hasta ahora nos fueron negadas. Y compartiremos la gozosa tarea de modernizar el país con amor, ya extirpado el odio sectario y clasista.

Hablo de amor. Sí. He cambiado. De verdad. La China es un mal recuerdo. Y también las mentiras. Tú has ido viendo ese cambio paulatino y con el tiempo llegarás a sentirlo dentro de ti misma, olvidando el mal que te hice.

Tiempo. Es lo que necesito para demostrar lo que digo, para que tus ojos vuelvan a mirarme con amor.

Pero ¿qué es el tiempo? Un horizonte. Algo a lo que llegar, un destino inaprensible. Porque cuando se llega al horizonte deseado vemos que hay otros horizontes más allá, siempre, inmateriales. Como el tiempo.

Mi horizonte ahora es volver a tenerte y reanudar un proyecto de amor en la posguerra esplendorosa de la paz republicana. Y caminar juntos hacia los otros horizontes ahora vedados.

Veo mi vida antes de conocerte. Horizontes sin relevancia en la penuria de un país medieval.

Soy hombre de ciudad. Pero cuando fui a Asturias y vi aquellos paisajes entendí lo que era la belleza y el asombro. Eso es lo que también me subyugó de ti.

Quizás en otra vida, en algún lugar del tiempo, cuando seamos energía y no materia, en algún horizonte inimaginable podamos unirnos con la plenitud del amor que ahora siento por ti.

M
IGUEL

Dobló los folios y los guardó en el sobre lentamente. Volvió a mirar la calle. Tenía los ojos secos pero una congoja invencible se había instalado en su pecho.

«Quizá, quizá…».

Cuando anocheció y llegó Aurora con los niños, a los que había llevado a jugar con los suyos toda la tarde, seguía mirando la Castellana sin haber variado de postura.

24 Y 25 de mayo de 1998

Abrí la puerta de la oficina y entré. Sara salió de detrás de su mesa y se me acercó.

—¿Qué te ha dicho el médico?

—Deben volver a operarme. Un huesecillo quedó suelto y es el que me fastidia.

—Lo de siempre —dijo David desde la puerta de su despacho—.Hay médicos que tienen que operar varias veces por la misma cosa.

—Supongo que será cosa de suerte. Como en todas las profesiones, habrá médicos buenos y malos —dijo Sara.

—Tú procura que no te toque la nariz el mismo.

Le miré y luego a Sara.

—¿Tenemos?

—José Vega. Que le llames.

—Ponme con él. Pásame al despacho.

Mi descomunal cliente fue al grano.

—Recibí su carta y su informe. ¿Por qué se rajó?

—No hay pistas. La muerte y los años borran todo.

—No me diga. Eso ya lo sospechaba cuando aceptó el caso.

—No es lo mismo la sospecha que la evidencia. No quiero que derroche su dinero absurdamente.

—Soy yo quien decide qué hacer con mi dinero.

—Busque otro investigador. Supongo que habrá recibido la transferencia por el anticipo que me envió.

—Olvídese de eso. Y no quiero otro investigador. Le quiero a usted. Y no me diga que no ha encontrado nada. Siempre hay pistas, algo.

—Lo que hay está en el informe. Es inútil. Yo estoy fuera.

Hizo una pausa fatigosa.

—¿Cómo puedo convencerle de que siga?

—¿Qué es en realidad esto para usted?

—Diríamos que asunto de vida o muerte.

—No. Es una cabezonada, un capricho. Un juego. Porque ninguna mejora en su vida le llegaría con saber quién fue el asesino.

—No es cabezonada. Le di suficientes razones. Pero aunque así fuera, ¿qué? Mis motivos al final no le incumben. Sólo si puedo pagar una investigación. Y puedo.

—¿No recuerda nuestro convenio? Seguiría en el caso, pero con libre disposición a culminarlo o no.

—¿Qué ha encontrado de negativo para hacerle desistir, aparte de los absurdos cotilleos que le contaron en su visita a Prados?

Pensé en todo lo acumulado sobre las vidas de Rosa, Manín, Pedrín y tantos otros.

—Nada importante para usted. Adiós, señor Vega. Y gracias.

—¿Por qué me da las gracias?

Vi a Rosa nieta en mis pupilas.

—Por nada. Le deseo suerte y larga vida.

Eran las 12.35. Miré hacia la ventana. La luz colándose indicaba un cielo sin nubes. La primavera se preparaba para el relevo. Medité sobre lo ocurrido en las últimas fechas. Superaría mi decisión de abortar un caso tan cercano a su resolución, porque todo hacía pensar que uno de los asturianos amigos podía ser el asesino. ¿Por qué si no hicieron la farsa de su muerte ficticia? Bueno, ¿y qué? El caso avasallaba mis defensas. No era como los anteriores. Me había metido en las espirales del tiempo y de la historia y la enseñanza recibida pudo con la certeza sostenida hasta entonces hacia la inflexible legalidad de mi trabajo. Aquí los malos parecían los buenos y viceversa. En la lucha entre las lealtades que respetar venció la que siempre he tenido hacia los que sufren y a los inocentes. ¿Y cuándo un asesino es inocente? En determinados casos la ley establece esa excepción. Pero yo no era juez. A él competía dictar esa excepción. Más tampoco era policía. Sólo debía enfrentarme con mi conciencia. En 1943 y en 1997 la policía había investigado sin obtener resultados. Podía disculparme a mí mismo si olvidaba el caso en honor a personas, aun culpables, cuya grandeza interior había dejado mi sensibilidad alterada. Pero había más. Estaba Rosa nieta, el segundo prodigio. Ella había removido mis convicciones y era mi corazón el que mandaba.

Y en ese momento sonó la llamada. Sara:

—Una voz de mujer. Dice que es urgente.

Conecté.

—¿Por qué te estoy llamando? No eres nadie en mi vida —dijo Rosa nieta con voz emocionada y tan nítida como si la tuviera delante.

—¿Te encuentras bien?

—No. —Hizo una pausa llena de todo—. Mi abuela murió ayer. Será enterrada mañana en el cementerio de Llanes.

Cerré los ojos. En el intervalo radioeléctrico vislumbré un espacio insondable. Era como viajar en una nave sideral a través de mundos sin vida, sin esperanzas de encontrar planetas azules.

—¿Estás ahí? —dijo.

—Sí.

—Tu carta. ¿Es verdad lo que dices en ella?

—Sí. Necesito verte.

Oí el ruido que hizo su teléfono al colgar. Puse el mío en la horquilla. La puerta se abrió. Sara, mirándome.

—¿Sabes, amiga mía? El tiempo nunca se detiene. A todos nos alcanza. —Saqué la foto de Rosa y la puse sobre la mesa—. Se ha ido.

Sara se acercó y nos miró alternativamente a mí y a la fotografía.

—Te ha afectado.

—Sí. Me hubiera gustado conversar con ella. —Miré los comprensivos ojos de Sara—. No he sido lo suficientemente eficaz.

—No es eso. La realidad es que te has implicado mucho en este asunto. No dejes que te destruya.

Me levanté, fui al armario y recogí el maletín, preparado para emergencias con mudas y útiles de viaje. Fui hacia Sara y le tomé una mano.

—Quizá ya no sea lo mismo a partir de ahora.

—Todo es pasajero en la vida —dijo, intentando sonreír.

La lluvia se brindó acompañarme mientras rodaba por las amplias curvas de la autovía hacia Ribadesella y no me dejó ya en todo momento. Era una llovizna sosegada que me confortó. En Llanes me alojé en el hotel Don Paco. No quería causar alarmas pernoctando en el hotel de Rosa. Tenía una sensación de tristeza incalmable. El pequeño pueblo me sonaba inhóspito y decidí mitigar esa sensación visitando a mi amiga del bar. Me vio entrar y sentarme. Dejó en la barra a la chica de los dientes blancos y se acercó a mi mesa.

—¿Puedes sentarte conmigo un momento?

—¿Por qué de repente noto nostalgia en tu voz? —dijo, remedando lo que tiempo atrás yo le había dicho. Se sentó y dejó que su rostro se acompasara a la gravedad del mío.

—¿Y si te digo que alcancé mi sueño y que ello me tortura?

Era un leve consuelo ver su atractiva cara.

—¿Cómo puedo ayudarte?

—Mi destino empieza mañana. No sé si tendré esperanza o desolación.

—Estás enamorado.

—Ésa es mi esperanza. Mi desolación es que mañana entierran a una mujer que busqué desde marzo y con la que no pude llegar a hablar.

—¿Quién era esa mujer?

—Una
Xana
auténtica. Una leyenda hecha realidad. Un ser de otro tiempo.

—Nada dura eternamente. También la desolación. Quédate con la esperanza.

Nos miramos y algo tenue nos envolvió hermanándonos en una placidez que me confortó.

—¿Te he dicho que tu marido tiene mucha suerte?

Cuando salí de la cafetería tenía neutralidad hacia el pueblo. Atardecía y decidí acostarme pronto. A las 7.30 salí del hotel. La carretera desde la de Llanes a Posadas no es tal, sino un camino asfaltado corriendo entre el muro sur del camposanto y una densa arboleda, detrás de la cual hay un camping. Dejé el coche en la vacía zona de estacionamiento situada frente a la entrada, sin parar el motor. Probé. La cancela de hierro estaba cerrada pero sin la llave echada. Volví al coche, lo llevé hasta cerca del camping y lo aparqué. Regresé andando al cementerio, abrí el pestillo y entré. El lugar es un rectángulo de unos 130 por 90 metros. A la derecha, los nichos. En la parte frontal e izquierda, adosados a los muros, los mausoleos familiares. Justo en medio, la pequeña capilla vestida de ocre. Caminé hacia el fondo. No llovía aunque el cielo era gris. Una suave brisa movía mis cabellos y producía ese tenue silbido que en los cementerios parece escaparse de los siglos pasados. Los panteones son pequeños. Alternan los bien conservados con los desmoronados por el olvido. Inútil vanidad faraónica en el afán de permanecer después del adiós definitivo. Sepulcros que en su día fueron lugar de peregrinación para los deudos hasta que el peso de los años borró la memoria de los descendientes. Miré hacia la entrada por encima de las tumbas perpetuas de la zona central. Unos pequeños árboles alineados en la zona de aparcamiento no impedían que la vista se escapara hacia las aplastantes cumbres acechantes. Ahí estaban de nuevo la sierra del Cuera y los Picos de Europa cargados de nubes guerreras y plenos de intenso verdor. Es un camposanto con paisaje grandioso, bueno para ser enterrado, si es que eso importa algo. Estaba solo y tuve la sensación de que miles de almas paseaban en libertad y me miraban. En la parte sur, cerca de los panteones, vi una fosa honda abierta y útiles de enterramiento. Debía de ser la sepultura. Me entretuve leyendo antiguas lápidas hasta que oí coches llegando. Subí al pequeño repecho de la parte norte donde están los nichos y miré. Gente enlutada entraba y se dirigía a la fosa abierta. Vi llegar a los sepultureros. Apareció una comitiva. Una caja estaba siendo llevada a hombros por gente joven. Detrás apareció otro ataúd y luego un tercero. En la media distancia distinguí a Rosa y a su tío. También a Rosa Regalado, a su hermana, a Susana Teverga, a Luis Guillen y sus hijos. Multitud de personas que se desparramaban por entre las tumbas. Alguien me miró y luego otros ojos se volvieron hacia mí. Rosa también se volvió y también Miguel Arias. El enterramiento comenzó. Todos miraron hacia las cajas que iban descendiendo. Empezó a llover sosegadamente como rubricando la atmósfera de tristeza del acto. Hubo sinfonía de paraguas y ya no vi las cabezas. Abrí el mío. Caminé hacia la salida rodeando las tumbas de la zona norte, a distancia de la gente, oyendo el murmullo del cura. Casi saliendo vi una figura solitaria contemplando distanciado el acto. Una figura pequeña, extraña. Se volvió a mirarme y por un largo instante creí que me apuntaban dos finos rayos láser. César. Afuera, los coches bloqueaban el área de aparcamiento. Había sabido elegir el sitio en la zona apartada. Entré en mi coche y volví al hotel. Hice una llamada. Reconocí la voz de la Rosa de recepción.

—Soy Corazón. ¿Me recuerdas?

—¡Cómo no, señor Corazón! ¿Cómo está?

—Mal. —Quedamos en silencio un momento—. ¿Harías algo por mí?

—Depende.

—Si aparece tu directora, o si llama, dile que estoy en el Don Paco, habitación 220.

—Lo haré.

Me aseé un poco y me senté a esperar. No puse la tele, no escribí nada. Sólo esperaba y meditaba. Pasaban unos minutos de las doce, cuando escuché golpecitos en la puerta. Abrí. Allí estaba con su traje negro y el desconsuelo volcado en sus ojos.

—¿Me esperabas?

—Toda mi vida.

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