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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

El tiempo escondido (62 page)

BOOK: El tiempo escondido
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Nueva pausa para beber. Hablaba lentamente pero con mucha seguridad, modulando las palabras con dulzura. Era como si se desahogara aunque percibí un ligero cansancio, que el brillo de sus ojos contradecía. La escuchábamos con atención y los ruidos normales de un centro de esa magnitud no nos perturbaban.

—El dinero ocupaba mucho espacio pues la mayoría eran billetes de cien pesetas, aunque también había de cincuenta, de veinticinco, de quinientas y hasta de mil. Yo siempre he cosido bien. Así que en días sucesivos y con paciencia distribuimos los billetes por las ropas de abrigo, detrás de forros gruesos cosidos, como guateados. Decidimos que el día antes de coger el tren ella dejara su piso y se viniera a mi casa. Hizo dos viajes. En el primero nos llevamos los abrigos y algunas cosas necesarias. Vi la tristeza en su gesto cuando miró cada habitación antes de salir. Había sido su refugio durante cuatro años y allí había prolongado ficticiamente la hermandad de la guerra hasta la dispersión de todos los amigos salvo los Ortiz. Volvió ella sola en un segundo viaje para despedirse de la señora María y para recoger cosas pequeñas en una pequeña maleta de cartón. Al día siguiente cargamos con las mínimas cosas y los siete fuimos andando a la estación del Norte. Partimos para La Coruña en el expreso. Al llegar, alquilamos una habitación en una fonda cerca del puerto. Durante la revisión de los documentos en la oficina de emigración, teníamos los nervios a flor de piel. Pero todo estaba en orden. El pasaje nos costó novecientas pesetas a las tres. Los niños no pagaban. Nos temblaban las piernas al subir por el muelle de hierro del puerto coruñés al vapor
Juan de Garay
. Teníamos asignado un camarote de tercera clase para nosotras y los niños. Nadie nos registró al subir al buque ni durante la travesía ni en el puerto de Buenos Aires. No es como ahora, con lo del terrorismo. El barco estaba lleno, con gente de todo tipo. Había turistas en primera clase, viajeros de varias nacionalidades. Se veían buenos vestidos en contraste con el grupo de emigrantes que íbamos como mejor podíamos. ¿Qué sería de tantos como emigraron en ése y en otros buques? ¿Adónde irían sus ilusiones? La travesía duró veinticinco días, con parada en Río de Janeiro, donde bajaron muchos turistas. En todo ese tiempo Rosa y yo dormimos mal, pendientes del dinero y embargadas por nuestros recuerdos. Además, nunca habíamos viajado en barco y todos tuvimos mareos. Recuerdo que hubo una tempestad y el vapor se movía de acá para allá… Y al fin llegamos. ¡No se puede imaginar la sensación que sentimos al pisar tierra argentina! Era respirar libertad tras la noche franquista porque allá no mandaba un militar sino un civil, el doctor Ramón Castillo, que había llegado al poder un año antes. Casi nadie se acuerda de aquel presidente pero yo sí. Aunque parece que era simpatizante con el régimen nazi alemán, ayudó mucho a los republicanos españoles.

»Para que usted se haga una idea de cómo estaba el asunto de las migraciones en aquellos años, creo oportuno decirle que muchos exiliados españoles, desde que empezó la Guerra Civil, pidieron asilo en países iberoamericanos. Ninguno puso impedimento y miles pudieron pasar a México y Cuba, primero, y luego, también, a Colombia, Chile, Paraguay y Bolivia, por citar a unos cuantos. Pero Argentina fue la gran excepción, porque desde el principio del conflicto español las autoridades argentinas se inclinaron a favor de Franco y fueron proclives al nuevo orden mundial que promulgaba Hitler. A los republicanos españoles les calificaron de
rojos indeseables
y se les puso todas las trabas posibles. Se podría escribir mucho sobre eso. La élite gobernante mostró una enorme sensibilidad hacia dos cuestiones, para ellos de importancia prioritaria. Una era evitar a toda costa la contaminación de la estructura étnica del pueblo argentino. La otra, impedir que las ideas políticas y sociales de los indeseables de Europa infectaran su paraíso. En este contexto, hay que valorar la disposición del doctor Castillo hacia los españoles republicanos. Cuando pocos meses después de nuestra llegada tuvo lugar el Golpe de los Coroneles, de donde más tarde surgiría Perón, muchos tildaron al presidente derrocado de comunista y antipatriota. Fue cuestión de fechas que a nosotras no nos afectara directamente.

Nueva pausa para beber.

—Tengo sed —prosiguió—, como cuando llegamos. Recuerdo el tremendo calor que hacía porque allí era un otoño muy cálido y nosotras con nuestros abrigos llenos de dinero. Todavía tuvimos que superar los trámites de la oficina de Inmigración. Había un hotel para inmigrantes donde, desde años antes, cuando ocurrieron las inmigraciones masivas, daban comida, alojamiento y cuidados médicos gratis durante ocho días a los que nada tenían, que era la mayoría. Debe usted saber que Argentina había permitido la inmigración libre desde el siglo XIX. Les interesaba, en primer lugar, los agricultores para hacer fructífero el campo argentino, por lo que, cuando se creó la Dirección de Migraciones, ésta dependía del Ministerio de Agricultura. Había mucha emigración golondrina, que eran aquellos que iban a hacer fortuna para volver a su tierra con lo ganado. Por eso a las autoridades les gustaban las familias con hijos pequeños, porque indicaba que llegaban para quedarse y ayudar al desarrollo del país. Según supimos después, en 1932 y durante el mandato del general Agustín Justo, y debido a la gran cantidad de europeos que poblaban el país y disputaban los escasos empleos a los argentinos, se cerró la emigración multitudinaria. Promulgaron un decreto que se denominó «Defensa de los trabajadores argentinos» para proteger a la población criolla de los efectos de la gran depresión del 29. Fue un período llamado de «Puertas cerradas», que duró hasta pasados los cincuenta, durante el cual los consulados argentinos en el extranjero exigieron certificados de salud y policiales. Pero el verdadero escollo venía de la Dirección de Migraciones, que dependía ya del Ministerio del Interior. Esta Dirección otorgaba el «Permiso de libre desembarco», sin el cual, aunque se tuviera el visado consular, no se entraba en el país. Así que para los españoles, entre unas cosas y otras, era un trabajo arduo, normalmente imposible, el poder entrar legalmente a Argentina. Afortunadamente, nosotros no tuvimos esos impedimentos a nuestra llegada, gracias a Marcelino, nuestro benefactor y amigo. Él nos había conseguido los permisos de desembarco y los contratos de trabajo, que eliminaban el «Certificado de no–mendicidad». No hicieron falta los visados consulares ni las «Cartas de llamada», ni pasar por el trance de las vacunas, porque llevábamos nuestros certificados médicos al día. Además, y aunque ahora parezca risible, llevábamos cuatro niños que encajaban en el prototipo de inmigrantes aceptables en aquellos tiempos de exaltación del conservadurismo patrio: eran blancos, rubios, con ojos claros. Buena simiente para preservar la raza que esa élite creía en peligro por la llegada de judíos alemanes y de chusma izquierdista española. Aun así, estuvimos en el hotel dos días, en esas grandes instalaciones, vacías en su mayor parte por el veto a la inmigración que antes dije.

»El encuentro había sido muy emocionante para todos. Mi hombre se conmovió al ver nuestro llanto sin sospechar que una gran parte de esa emoción era por el capital que llevábamos escondido. Marcelino también estaba allí y nos llevó a su estancia de El Guaremalito, que usted vio ya transformada. Durante el trayecto, Rosa iba callada, mirándolo todo sin verlo, con una pena en su rostro que nos costó trabajo ahuyentar. Ya instalados, y tras la recepción con todos los de la casa, buscamos que Leandro tuviera un rato para nosotras dos, a solas. Era de noche, después de la cena. Nos llevó a su despacho y, a instancias nuestras, cerró la puerta con llave. Estaba extrañado de ver que llevábamos en los brazos nuestros abrigos. Cuando rasgamos los forros y el dinero fue apareciendo, mi hombre se quedó sin habla. Preguntó su procedencia y se lo dije, sin decirle quién fue el donante. Él estuvo un rato pensando. Era muy reflexivo. Luego contó el dinero minuciosamente y lo apuntó en una libretita, que entregó a Rosa. Le pidió permiso para guardar el tesoro en lugar seguro. Lo puso en un cajón de un buró, lo cerró y le entregó la llave a Rosa. Dijo que la peseta no tenía paridad de cambio con el peso argentino. Él tenía mucha relación con círculos literarios, lógicamente, pero también obviamente con organizaciones políticas. En esos políticos de la diáspora había profesionales en economía y finanzas. Le auguraron que el peso era divisa inflacionaria, por lo que el camino sensato para quien quisiera dedicarse a los negocios era protegerse con el dólar gringo. Les hizo caso, sin que ellos llegaran a sospechar la razón verdadera de sus consultas. Había, como ahora, multitud de casas de cambio. Así que fue cambiando las pesetas en dólares en pequeñas partidas y en diferentes agencias. La peseta de Franco era válida internacionalmente desde que fuera avalada, durante la Guerra Civil, por la Banca Morgan. No había problema para el cambio a dólares. No perdió mucho porque era hábil y paciente negociador. Tiempo después, hizo un viaje a Miami y allí abrió varias cuentas a nombre de Rosa, a las que fue transfiriendo las divisas desde Buenos Aires. Y así un día, cuando el año acababa, Rosa tenía a su disposición una fortuna en dólares limpios y un futuro esperanzador. Era tanto que nunca pudo calibrarlo en su magnitud. Y estaba sin tocar, porque acostumbrada al código del ahorro, hacía una vida menguada en gastos.

—¿Cuánto dinero había en aquella bolsa?

—Mucho. No importa la cantidad exacta.

Se calló y pareció que no tenía más que decir. Miré a Luis.

—Cabe entender que ese dinero ha sido vuestra fuente de prosperidad.

—Podría decirse. Papá y Marcelino propusieron a Rosa invertir en la estancia. Más tarde papá le sugirió intentar en cuidados negocios con iniciativas de amigos tan emprendedores y honrados como él, lo que es hacer justicia sobre la condición humana de aquellos exiliados. Surgieron así las oficinas de exportación e importación y las actividades bursátiles y bancadas. En su momento, los hijos echamos una mano para acrecentar el acervo económico de las dos familias, tres en realidad, entrando en el mercado de la compraventa de terrenos e inmuebles. Nuestros recursos están diversificados y eso permite cierta garantía de estabilidad para muchas familias. Conviene destacar que el motor principal ha sido la estancia, cuya orientación hacia la explotación turística fue un gran acierto de su promotor, el hijo mayor de Rosa, Miguel. Él tuvo la idea y la defendió. De esa iniciativa nació después la red de hoteles y centros médicos disponibles en Argentina y en España, que representa hoy el más satisfactorio negocio del grupo.

—Suena como haber caminado por lecho de rosas. La vida deseada.

—Bueno, en síntesis así podría parecer, pero no crea que ha sido coser y cantar. Hubo que trabajar mucho durante años. Podría formarse un lago con los sudores de quienes participamos en la tarea.

—¿Los hijos de Rosa y tú nunca os preguntasteis de dónde surgió el bienestar monetario?

—Cuando los pibes tuvimos el suficiente raciocinio, supimos que Rosa era beneficiaría de un gran caudal y que de ella había salido todo. Bien, ¿y qué? Es una banalidad perder el tiempo en conocer cómo la gente consigue sus fortunas. Lo práctico es incrementar lo que se tiene.

—¿Y qué opinas ahora, que sabes quién puso el huevo?

Se levantó. Su expresión no había cambiado y en sus ojos el sosiego no parecía fingido.

—No opino. Para mí es como si alguien se topa con un maletín lleno de dinero, sin señas ni documentos. ¿Quién no se lo quedaría? ¿A quién se le podría devolver? ¿Necesariamente hay que pensar que es un dinero manchado? Lo lógico es construir un futuro con él.

—Aquel hombre advirtió de la necesidad de mantener el secreto.

—Era lógico que se tomaran precauciones ante tanto dinero. No veo ninguna anormalidad en ello.

—Reclamaron un dinero sustraído tras unos asesinatos.

—¿Reclamaron? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—En su momento. Alguien lo hizo.

Era un envite. Las desapariciones no salieron a la luz hasta 1997.

—¿Qué momento? No me haga el verso. Ni Rosa ni mis padres, ni ninguno de los hijos supimos nunca que nadie reclamara lo que usted dice. ¿Éramos adivinos acaso? Es ahora, y sólo por la perturbación que usted ha causado, que sabemos de alguien, su cliente, que intenta averiguar qué fue de un nebuloso, quizás habría que decir fabuloso dinero que pretendidamente le desapareció a su padre. Bien. Aquél es un dinero y el de Rosa otro. ¿Por qué tiene que ser el mismo? ¿Quién lo demuestra?

—Mi nariz. Si en vuestras familias existía ausencia de malicia, se me podía haber dejado como la tenía antes. Me gustaba más.

—Bueno. Ya le aclararon el punto. Algunos tuvieron la sensación de que intentaba tocarles las pelotas con macanas. Ellos, como usted, obraron según sus impulsos. Olvídelo y siéntase afortunado. El daño podría haber sido mayor.

—¿Me hubieran podido matar?

—No hasta ese límite. Pero nadie juega con Miguel Arias cuando se trata de Rosa. No he visto a nadie querer más a una madre. Es sorprendente que le haya dejado fuera de sus iras.

—No es sorprendente —habló Gracia—. Es Rosita, su sobrina. Ella es la clave de que el doberman no actúe.

—¿Sabía Rosa lo ocurrido a su hermano Amador y a José Vega?

—¿Se refiere a los dos hombres motivo de su investigación?

—Sí.

—Nunca supo que habían desaparecido. Ni tampoco del descubrimiento de los restos. Los Guillen tampoco sabíamos nada de esos hechos hasta que usted, brutalmente, lo espetó en su visita a la estancia —aseveró Gracia.

—¡Qué me dice! Estaban advertidos de mi posible llegada.

—Sí, pero no se confunda. Ya le dije que estábamos informados de que podría acudir un tocapelotas para bichearnos, pero creímos que intentaba rastrear el dinero recibido por Rosa. Lo de los asesinatos lo puso usted inopinadamente sobre la mesa. Debe entender de una vez que ella estaba al margen de ese lío de usted.

—¿Mío? Es curioso. Únicamente investigaba.

—Alborotó el gallinero. Injustamente, aunque usted haya sacado sus conclusiones y crea estar en posesión de la verdad. Pero le diré una cosa concerniente a esos muertos suyos. No nos interesan. Los he visto de todas las maneras: destripados, descuartizados, sin cabeza, fusilados, rotos por las torturas. En todo lo que le hemos contado no hay nada que huela a cadáver, sino a vida. Sus muertos, que en paz estén, son ajenos a todos nosotros.

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