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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (50 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Ha habido un cambio de planes —dijo.

—No sé nada de cambios. Debo verlos a ellos. Es lo previsto.

Los cristales de las gafas de Mostaza relucieron cuando inclinó un poco la cabeza con gesto pensativo y volvió a levantarla de nuevo. Parecía reflexionar sobre lo dicho por Max.

—Por supuesto… Previsiones y deberes, naturalmente.

Se puso en pie casi con desgana, sacudiéndose el fondillo del pantalón. Después se ajustó la pajarita y bajó hasta donde se encontraba Max. En su mano derecha brillaba una llave.

—Naturalmente —repitió, abriendo la puerta.

Se echó a un lado, cortés, para dejar paso a Max. Entró éste, y lo primero que vio fue la sangre.

Lo tiene. Ha sido tan fácil encontrar los cuadernos de partidas de Mijaíl Sokolov, que por un momento Max llegó a dudar de que fueran realmente lo que buscaba. Pero no hay duda. Una revisión minuciosa a la luz de la linterna, con las gafas de leer puestas, acaba de disipar cualquier incertidumbre. Todo coincide con la descripción aventurada por Mecha Inzunza: cuatro volúmenes gruesos encuadernados en tela y cartoné, parecidos a libros grandes de contabilidad muy usados, llenos de anotaciones manuscritas en cirílico con una letra apretada y pequeña: diagramas de partidas, apuntes, referencias. Secretos profesionales del campeón del mundo. Los cuatro cuadernos se encontraban a la vista, uno encima de otro, entre los papeles y libros de la mesa de despacho. Max no conoce el ruso, pero ha sido fácil identificar las últimas notas del cuarto cuaderno: media docena de líneas con críptica nomenclatura —D4T, P3TR, A4T, CxPR— escritas junto a un recorte reciente de
Pravda
sobre una de las partidas jugadas entre Sokolov y Keller en Sorrento.

Con los cuadernos —el libro, lo llamó Mecha— en la mochila y ésta de nuevo a la espalda, Max sale al balcón y mira hacia arriba. La cuerda sigue allí, firme. Tira de ella para confirmar que se mantiene bien sujeta, y luego la agarra dispuesto a trepar por ella hasta el tejado; pero apenas hace el primer esfuerzo, comprende que no va a poder. Que tal vez tenga energía para llegar a la altura del tejado, pero será difícil franquear la cornisa y el canalón donde antes, al bajar, se lastimó las rodillas y los codos. Ahí calculó mal sus posibilidades. O su vigor. Un desfallecimiento lo haría caer al vacío. Sin considerar, además, la dificultad de hacer luego el camino inverso por los peldaños de hierro de la pared, bajando a oscuras sin ver dónde pone los pies. Sin otro agarre seguro que sus manos.

La certeza lo golpea con un estallido de pánico que le seca la boca. Todavía permanece así un momento, inmóvil, agarrado a la cuerda. Incapaz de tomar una decisión. Después retira las manos, vencido. Asumiendo que ha caído en su propia trampa. Exceso de confianza, rechazo a asumir la evidencia de la vejez y la fatiga. Jamás podrá llegar al tejado por ese camino, y lo sabe.

Piensa, se dice angustiado. Piensa bien y hazlo rápido, o no saldrás de aquí. Dejando la cuerda donde está —es imposible retirarla desde abajo—, regresa a la habitación. No hay más que una salida, y esa convicción lo ayuda a concentrarse en los siguientes pasos a dar. Todo será, concluye, cuestión de sigilo. Y de suerte. De cuánta gente haya en el edificio y dónde se encuentre. De que el vigilante que los rusos suelen dejar en la planta baja se interponga, o no, entre la suite de Sokolov y la salida al jardín. Así que, procurando no hacer ruido, pisando con el talón antes que con el resto de las suelas de goma, Max cruza la habitación, sale al pasillo y cierra con cuidado la puerta a su espalda. Hay luz afuera, y también una alfombra larga que llega hasta el ascensor y la escalera, lo que facilita su avance silencioso. En el rellano se detiene a escuchar, asomándose al hueco de la escalera. Todo está en calma. Baja con las mismas precauciones, echando ojeadas por encima de la barandilla para confirmar que la ruta sigue libre. Ya es incapaz de advertir los sonidos, pues su corazón se ha puesto a batir de nuevo, intensamente, y el pulso en los tímpanos se vuelve ensordecedor. Hace mucho que no sudaba de verdad, piensa. Su piel nunca fue propensa a transpirar demasiado; sin embargo, bajo el pantalón y el suéter negros, siente empapada la ropa interior.

Se detiene en el último tramo, haciendo un nuevo esfuerzo por serenarse. Entre los latidos de la sangre que le golpea en la cabeza cree percibir un sonido lejano, amortiguado. Quizá una radio o un televisor funcionando. Vuelve a asomarse al hueco de la escalera, desciende los peldaños finales y se acerca con cautela a la esquina del vestíbulo. Hay una puerta al otro lado: sin duda la que da al jardín. A la izquierda se prolonga un pasillo en penumbra y a la derecha hay una doble puerta acristalada, cuyo vidrio casi opaco permite distinguir luz detrás. De ahí proviene el sonido de la radio o el televisor, que ahora se escucha con más intensidad. Max retira el pañuelo que aún lleva anudado en la cabeza, lo emplea para secarse el sudor de la cara y se lo mete en el bolsillo. Tiene la boca tan seca que la lengua casi le araña el paladar. Cierra los ojos unos segundos, respira tres veces, cruza el vestíbulo, abre silenciosamente la puerta y sale afuera. El aire fresco de la noche, el olor vegetal del jardín, lo acogen bajo los árboles como un estallido optimista, de energía y de vida. Sujetándose la mochila, echa a correr entre las sombras.

—Disculpe el desorden —dijo Fito Mostaza mientras cerraba la puerta.

Max no respondió. Miraba espantado el cuerpo de Mauro Barbaresco. El italiano estaba boca arriba, en mangas de camisa, tirado en el suelo sobre un gran charco de sangre medio coagulada. Tenía el rostro de color cera, los ojos entornados y vidriosos, los labios entreabiertos y la garganta seccionada con un profundo tajo.

—Pase al fondo —sugirió Mostaza—. Y procure no pisar la sangre. Es muy resbaladiza.

Recorrieron el pasillo hasta la habitación del fondo, donde se encontraba el cadáver del segundo italiano. Estaba atravesado en el umbral de la cocina, boca abajo, un brazo extendido en ángulo recto y otro bajo el cuerpo, la cara hundida en un charco de sangre entre rojiza y pardusca que había corrido en largo reguero bajo la mesa y las sillas. Había en la habitación un olor al tiempo vago y denso, casi metálico.

—Cinco litros por cuerpo, más o menos —comentó Mostaza con frío desagrado, cual si de veras lamentase aquello—. Eso suma diez. Calcule el derrame.

Max se dejó caer en la primera silla que tuvo a mano. El otro se lo quedó mirando con atención. Luego cogió una botella de vino que estaba sobre la mesa, llenó medio vaso y se lo ofreció. Negó Max con la cabeza. La idea de beber con aquello a la vista le producía arcadas.

—Tome al menos un sorbo —insistió Mostaza—. Le sentará bien.

Obedeció al fin Max, humedeciendo apenas los labios, y dejó el vaso sobre la mesa. Mostaza, de pie junto a la puerta —la sangre de Tignanello llegaba a dos palmos de sus zapatos—, había sacado la pipa de un bolsillo y la llenaba tranquilamente de tabaco.

—¿Qué ha pasado aquí? —logró articular Max.

El otro se encogió de hombros.

—Son gajes del oficio —señaló el cadáver con el caño de la pipa—. El de ellos.

—¿Quién ha hecho esto?

Mostaza lo miró con ligera sorpresa, como si lo desconcertase un poco la pregunta.

—Yo, naturalmente.

Max se puso en pie de un salto, derribando la silla; pero se quedó inmóvil en el acto, porque la visión del objeto que acababa de sacar el otro de un bolsillo de la chaqueta lo había paralizado. Con la pipa todavía sin encender en la mano izquierda, la derecha de Mostaza sostenía una pistola pequeña, reluciente, niquelada. No era, sin embargo, un movimiento amenazador. Se limitaba a mostrarla en la palma de la mano con ademán inofensivo, casi excusándose por ello. No le apuntaba con el arma, y ni siquiera tenía el dedo en el gatillo.

—Levante la silla y siéntese otra vez, por favor… No seamos dramáticos.

Max hizo lo que le decía. Cuando se sentó de nuevo, la pistola había desaparecido en el bolsillo derecho de Mostaza.

—¿Tiene lo que fue a buscar? —preguntó éste.

Miraba Max el cadáver de Tignanello, boca abajo en el extenso charco de sangre medio coagulada. Uno de los pies había perdido el zapato, que estaba en el suelo, un poco más allá. El calcetín al descubierto tenía un agujero en el talón.

—No los mató con esa pistola —dijo.

Mostaza, que encendía la pipa, lo miró sobre una bocanada de humo mientras sacudía el fósforo para extinguir la llama.

—No, por supuesto —confirmó—. Una pistola, incluso de calibre pequeño como ésta, hace ruido… No era cosa de alarmar a los vecinos —se abrió un poco la chaqueta, mostrando el mango de un cuchillo que asomaba en su costado, junto a los tirantes—. Esto es más sucio, claro. Pero también más discreto.

Dirigió un vistazo pensativo al charco de sangre cerca de sus pies. Parecía considerar lo adecuado de la palabra
sucio
.

—No fue agradable, se lo aseguro —añadió tras un instante.

—¿Por qué? —insistió Max.

—Más tarde podemos charlar de esas cosas, si le apetece. Ahora dígame si ha conseguido las cartas del conde Ciano… ¿Las lleva encima?

—No.

Mostaza se ajustó con un dedo las gafas y lo estudió unos segundos, valorativo.

—Vaya —comentó al fin—. ¿Precaución, o fracaso?

Max guardó silencio. En ese momento estaba ocupado calculando cuánto valdría su vida una vez entregara las cartas. Probablemente, tanto como la de los infelices desangrados en el suelo.

—Levántese y dese la vuelta —ordenó Mostaza.

Había un ligero fastidio en el tono, aunque seguía sin parecer amenazador. Sólo ocupado en un trámite enojoso e inevitable. Obedeció Max, y el otro lo envolvió en una bocanada de humo cuando se acercó por detrás para cachearlo, sin resultado, mientras Max se felicitaba íntimamente de haber sido precavido con las cartas, dejándolas ocultas bajo un asiento del automóvil.

—Puede volverse… ¿Dónde están? —con la pipa entre los dientes deformándole las palabras, Mostaza se secaba en la chaqueta las manos mojadas por el impermeable de Max—. Dígame al menos si las tiene en su poder.

—Las tengo.

—Colosal. Me alegra oír eso. Ahora dígame dónde, y acabemos de una vez.

—¿Qué entiende por acabar?

—No sea desconfiado, hombre. Tan retórico. Nada impide que nos separemos como gente civilizada.

Max miró de nuevo el cadáver de Tignanello. Recordó su expresión taciturna y melancólica. Un hombre triste. Casi conmovía verlo así, boca abajo en su propia sangre. Tan quieto y desvalido.

—¿Por qué los mató?

Mostaza fruncía el ceño, incómodo, y daba la impresión de que ese gesto ahondaba la cicatriz bajo su mandíbula. Abrió la boca como para decir algo desagradable, aunque pareció pensarlo mejor. Dirigió una ojeada rápida a la cazoleta de su pipa, comprobando la correcta combustión del tabaco, y miró el cadáver del italiano.

—Esto no es una novela —su tono era casi paciente—. Así que no pienso dedicar el último capítulo a explicar cómo ocurrió todo. Ni usted necesita saber nada de eso, ni yo tengo tiempo para charlas de detectives… Dígame dónde están las cartas y resolvamos esto de una vez.

Max señaló el cadáver.

—¿También va a resolverme a mí de esa manera, cuando las tenga?

Mostaza parecía considerar seriamente el comentario.

—Tiene razón —concedió—. Nadie le garantiza nada, por supuesto. Y no creo que baste mi palabra… ¿Verdad?

—Cree lo correcto.

—Ya.

Chupó el otro ruidosamente la pipa, reflexivo.

—Debo hacerle un par de ajustes a mi biografía —dijo al fin—. En realidad no trabajo para la República española, sino para el Gobierno de Burgos. Para el otro bando.

Guiñó un ojo, guasón, tras el cristal de las gafas. Era evidente que disfrutaba con el desconcierto de su interlocutor.

—De un modo u otro —añadió—, todo queda en casa.

Lo miraba Max, todavía estupefacto.

—Pero ellos son italianos… Agentes fascistas. Eran sus aliados.

—Oiga. Usted es un poco ingenuo, me parece. En estos niveles de trabajo no hay aliados que valgan. Ellos querían las cartas para sus jefes, y yo las quiero para los míos… Jesucristo predicó lo de seamos hermanos, pero nunca dijo comportaos como unos primos. Las cartas pidiendo comisión por los aviones serán una bonita baza en manos de mis jefes, digo yo. Una forma de tener a los italianos, o a su ministro de Exteriores, un poco agarrados por las pelotas.

—¿Y por qué no se las pidieron directamente a Ferriol, que es su banquero?

—Ni idea. Yo recibo órdenes, no confidencias. Supongo que Ferriol también va a lo suyo. Querrá cobrárselo todo por otros medios, tal vez. Con españoles e italianos. A fin de cuentas, es un hombre de negocios.

—¿Y qué fue esa extraña historia del barco?

—¿El
Luciano Canfora
?… Un asunto pendiente que usted me ayudó a resolver. Es verdad que el capitán y el jefe de máquinas pretendían llevar el cargamento a un puerto gubernamental; yo mismo los convencí, tras presentarme como agente de la República. Eran sospechosos y se me había encomendado comprobar su lealtad… Después lo utilicé a usted para pasar la información a los italianos, que actuaron rápido. Los traidores fueron detenidos, y el barco navega hacia donde estaba previsto.

Señala Max el cuerpo de Tignanello.

—Y ellos… ¿Era necesario matarlos?

—Técnicamente, sí. No podía controlar esta situación con tres personas a la vez; dos de ellas, además, profesionales… No tuve más remedio que despejar el paisaje.

Se quitó la pipa de la boca. Parecía apagada. Golpeó con suavidad en la mesa la cazoleta vuelta hacia abajo, vaciándola. Después le dio una chupada al caño y se la guardó en el bolsillo opuesto al de la pistola.

—Acabemos de una vez —dijo—. Deme las cartas.

—Ya vio que no las tengo aquí.

—Y usted vio mis argumentos. ¿Dónde están?

Era absurdo seguir negando, decidió Max. Y peligroso. Sólo podía arriesgarse por ganar algo de tiempo.

—En un sitio adecuado.

—Pues lléveme allí.

—¿Y después?… ¿Qué pasará conmigo?

—Nada de particular —lo miraba ofendido por su suspicacia—. Como dije, usted se va por su lado y yo por el mío. Cada mochuelo a su olivo.

Se estremeció Max, desamparado hasta sentir lástima de sí mismo, y por un momento le flaquearon las rodillas. Había mentido a demasiados hombres y mujeres a lo largo de su vida como para no reconocer los síntomas. En los ojos de Mostaza leía el precario futuro.

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