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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (46 page)

—Es guapa —dijo Mecha.

Max miró el rostro de la mujer. A la luz del farol parecía joven bajo la mancha oscura de la boca pintada. Los párpados estaban maquillados de espeso rimmel bajo las cejas reducidas a una línea de lápiz cosmético, visibles bajo el ala corta del sombrero empapado de agua. Tenía minúsculas gotitas en la cara.

—Quizá sea guapa —admitió.

—Tiene un cuerpo bonito, flexible… Medio elegante.

Habían llegado a su altura y la mujer los miraba: rápido vistazo profesional destinado a Max, trocado en mirada opaca, de indiferencia, al comprobar que él y su acompañante iban cogidos del brazo. Una mirada curiosa, luego, evaluando a Mecha por su ropa y apariencia. El impermeable y la boina no parecían revelar gran cosa; pero Max observó que en seguida le miraba los zapatos y el bolso, como reprochándole que no le importara arruinarlos con aquella lluvia.

—Pregúntale cuánto cobra —susurró Mecha.

Se había inclinado hacia Max al decirlo, casi con vehemencia, sin apartar los ojos de la mujer. Él miraba a Mecha, desconcertado.

—No es asunto nuestro.

—Pregúntaselo.

La mujer había escuchado el diálogo —era en español—, o lo adivinaba. Sus ojos iban de él a ella, creyendo comprender. Un apunte de sonrisa, entre despectivo y alentador, se le dibujó en el carmín violáceo de la boca. El bolso y los zapatos de Mecha habían dejado de tener importancia. De marcar límites o distancias.

—¿Cuánto? —le preguntó Mecha, pasando al francés.

Con cautela profesional, la mujer respondió que eso dependía de ellos. Del tiempo del servicio y los gustos del caballero. O los de la señora. Se había movido a un lado para resguardarse mejor del agua, alejándose de la luz tras mirar sobre el hombro de la pareja, apoyada una mano en la cadera.

—Hacerlo con él mientras yo miro —dijo Mecha, con mucha frialdad.

—Ni se te ocurra —protestó Max.

—Calla.

La mujer dijo una cifra. Max volvió a contemplar las piernas largas, delgadas, moldeadas por la falda larga y tubular. Muy a su pesar, estaba excitado. Pero no a causa de la prostituta, sino por la actitud de Mecha. Por un momento imaginó un cuarto alquilado por horas en las cercanías, una cama con sábanas sucias, él entrando en aquel cuerpo delgado y flexible mientras Mecha los observaba atenta, desnuda. Volviéndose luego hacia ella, húmedo de la otra mujer, para penetrarla a su vez. Para habitar de nuevo aquella carne cruda, orgánica, genéticamente perfecta, que ahora sentía palpitar ávida contra su brazo.

—Tráela con nosotros —exigió de pronto Mecha.

—No —dijo Max.

En el Negresco, mientras arreciaba la lluvia repiqueteando con fuerza en los cristales, los dos se acometieron con una pasión desesperada e intensa parecida a un combate: avidez silenciosa excepto para gruñir, golpear o gemir, hecha de carne encendida y tensa, de saliva cálida, alternada con imprecaciones súbitas, procaces, que Mecha desgranaba al oído del hombre con obscena contundencia. El recuerdo de la mujer alta y delgada los acompañó todo el tiempo, tan intenso como si realmente hubiera estado allí mirando o siendo mirada, obediente ante sus cuerpos transpirados de sudor y deseo, enlazados con sistemática ferocidad.

—La azotaría mientras te movías dentro de ella —susurraba Mecha sin aliento, lamiendo el sudor del cuello de Max—. Mordería su espalda, torturándola… Sí. Para hacerla gritar.

En un momento de extrema violencia, ella golpeó el rostro de Max hasta hacerlo sangrar por la nariz; y cuando éste intentaba restañar el brote de gotas rojas que salpicaba las sábanas, siguió besándolo con furia hasta hacerle más daño, manchada de sangre la nariz y la boca, enloquecida como una loba que devorase una presa con crueles dentelladas; mientras, aferrado a los barrotes de la cama, él buscaba un punto de apoyo para controlarse al filo del abismo, obligado a apretar los dientes y sofocar el aullido de angustia animal, viejo como el mundo, que le brotaba de las entrañas. Retardando como podía el deseo irresistible, la vuelta atrás imposible, el ansia de hundirse hasta perder la conciencia en el pozo sin alma, ni mundo, ni ser, de aquella mujer que lo arrastraba a la locura y el olvido.

—Me apetece beber algo —dijo ella más tarde, apagando un cigarrillo.

A Max le pareció buena idea. Se pusieron la ropa sobre la piel que olía intensamente a carne y sexo, y bajaron por la amplia escalera hasta el vestíbulo circular y el bar forrado de madera, donde Adolfo, el barman español, estaba a punto de cerrar. El ceño fruncido de éste se relajó cuando vio quién llegaba: hacía años que, para Adolfo, Max formaba parte de esa cofradía selecta, no definida de modo formal, ni siquiera por el estatus económico del cliente, que camareros, taxistas, maîtres, floristas, limpiabotas, conserjes de hotel y otro personal imprescindible en los engranajes del gran mundo sabían identificar de un vistazo, por hábito o por instinto. Y esa benevolencia no era casual. Consciente de lo útil de las complicidades subalternas en una vida como la suya, Max procuraba estrechar tales lazos en toda oportunidad, con una hábil combinación —natural en su carácter, por otra parte— de elegante camaradería, trato considerado y adecuadas propinas.

—Tres west-indian, Adolfo. Dos para nosotros y uno para ti.

Aunque el barman se ofreció a preparar una de las mesas —había encendido de nuevo para ellos los apliques de bronce de la pared—, se acomodaron en los taburetes de la barra, bajo la balaustrada de madera del piso de arriba, y bebieron en silencio, muy cerca, mirándose a los ojos.

—Hueles a mí —comentó ella—. A nosotros.

Era cierto. Intenso, muy físico. Sonrió Max, inclinado el rostro: un repentino trazo ancho y blanco en la piel bronceada, donde empezaba a despuntar la barba. Pese a haberse empolvado el rostro antes de bajar, Mecha tenía marcas rojizas de su roce en la barbilla, el cuello y la boca.

—Qué guapo eres, maldito.

Le tocó la nariz, que aún sangraba ligeramente, y luego imprimió la huella del dedo en rojo sobre una de las pequeñas servilletas bordadas que estaban en la barra.

—Y tú eres un sueño —dijo él.

Bebió un sorbo de su copa: frío, perfecto. Adolfo tenía una mano extraordinaria para la coctelera.

—Soñé contigo cuando era pequeño —añadió, pensativo.

Sonaba sincero, y realmente lo era. Mecha lo miró atenta, ligeramente entreabierta la boca, respirando con agitada suavidad. Max le había apoyado una mano en la cintura, y bajo el crespón malva sentía la curva perfecta de su cadera.

—Todo se paga —bromeó ella, guardándose la servilleta manchada de sangre.

—Pues espero haberlo pagado ya, antes. Si no es así, la factura será demoledora.

Ella le puso los dedos sobre los labios, acallándolo.


Goûtons un peu ce simulacre de bonheur
—dijo.

Callaron de nuevo. Max gozaba del cocktail y de la proximidad de la mujer, de la conciencia física de su piel y de su carne. Del silencio vinculado al placer reciente. No era un simulacro de felicidad, concluyó en sus adentros. Se sentía realmente feliz, dichoso de estar vivo, de que nada le hubiera cortado el camino hasta allí. Aquel largo, azaroso e interminable camino. Pensar en alejarse de ella le producía un desgarro insoportable. Rozaba la furia. Deseó tener muy lejos a los dos italianos y al tal Fito Mostaza. Deseó verlos muertos a todos.

—Tengo hambre —dijo Mecha.

Miraba a Adolfo con el hábito de quien acostumbraba tener el mundo, servicio incluido, a su entera disposición. Se disculpó el barman, hecho por oficio al tono. Todo estaba cerrado a esas horas, dijo. Sin embargo, añadió tras pensarlo un momento, si los señores lo acompañaban, podría hacerse algo al respecto. Después apagó las luces y con una mirada de conspirador los invitó a seguirlo por la puerta de atrás, bajando por unas escaleras mal alumbradas que conducían al sótano. Fueron tras él cogidos de la mano, divertidos por la inesperada aventura, recorriendo un pasillo largo y una cocina desierta hasta una mesa donde, junto a una enorme pila de cacerolas relucientes, había un jamón español —auténtico serrano de la Alpujarra, precisó Adolfo con orgullo mientras retiraba el paño que lo cubría— a medio deshuesar.

—¿Es usted bueno con el cuchillo, don Max?

—Buenísimo… Nací en la Argentina, figúrate.

—Pues vaya cortando, si le parece bien. Voy a buscarles una botella de borgoña.

Apenas regresaron a la habitación, Max y Mecha volvieron a desnudarse impacientes, acoplándose con ansia renovada, como si se tratara de la primera vez. Pasaron el resto de la noche en duermevela, acariciándose a cada despertar, atento cada uno al deseo exigente del otro. Después, con la primera luz del alba filtrándose por la ventana, se quedaron dormidos de un modo distinto esta vez: con un sueño profundo, exhausto, que los mantuvo sosegados hasta que Max abrió los ojos, y sin mirar el reloj fue hasta la ventana, entre cuyas cortinas penetraba la claridad cenicienta y el rumor de la lluvia que seguía cayendo afuera. Un perro solitario correteaba a lo lejos, sobre los guijarros de la playa. Tras los cristales salpicados de gotas que se desplomaban en minúsculos regueros, el mar era una lámina de bruma plomiza y las copas mojadas de las palmeras se inclinaban melancólicas sobre el asfalto reluciente de la Promenade. Entonces Max se volvió a mirar otra vez a la mujer desnuda, el bellísimo cuerpo dormido boca abajo entre las sábanas revueltas, y supo que aquella luz azulada y gris, sucia de lluvia otoñal, era presagio de que pronto la perdería para siempre.

Como sabe Max, la delegación soviética no se aloja en los edificios del hotel Vittoria de Sorrento, sino en unos apartamentos contiguos al jardín. Todo el anexo está ocupado por los rusos, según le ha informado el recepcionista Spadaro. Mijaíl Sokolov ocupa el apartamento superior: una amplia estancia con balcón desde el que, por encima de los grandes pinos centenarios, más allá de los edificios principales que ocupan la cornisa del acantilado, se abarca el panorama de la bahía de Nápoles. Allí vive el campeón y prepara las partidas con sus ayudantes.

Sentado bajo una pérgola cubierta de hiedra, con unos viejos Dienstgläser de la Wehrmacht prestados por el
capitano
Tedesco, Max estudia el anexo aparentando que observa a los pájaros. Y la conclusión es poco alentadora: acceder por un camino convencional parece imposible. Dedicó la tarde de ayer a convencerse de ello, y se lo contó a Mecha Inzunza por la noche, después de la cena, sentados en aquel mismo lugar del jardín. El séquito del ruso ocupa las plantas inferiores, expuso Max mientras señalaba las ventanas iluminadas. Hay una sola escalera y un ascensor que lo comunican todo a partir de un vestíbulo común. Me he informado, y siempre hay alguien de guardia. Nadie puede llegar a la habitación de Sokolov sin ser visto.

—Tiene que haber algún medio —opuso Mecha—. Esta tarde hay partida.

—Demasiado pronto, me temo. Aún no sé cómo hacerlo.

—Pasado mañana juegan otra vez, y es de noche cuando acaban… Dispondrás de tiempo, entonces. Y siempre supiste arreglártelas con las cerraduras. Tienes… No sé. ¿Herramientas? ¿Una ganzúa?

Había años de aplomo profesional en el modo con que Max se encogió de hombros.

—Las cerraduras no son el problema. La de la calle es una Yale moderna, fácil de abrir. La de la suite es todavía más sencilla: convencional, antigua.

Se quedó en silencio, mirando el edificio en sombras con ojos preocupados. Los de un alpinista que contemplase la cara difícil de una montaña.

—El problema es llegar allí —resumió—. Subir sin que ningún maldito bolchevique se percate de ello.

—Bolchevique —rió ella—. Ya nadie dice eso.

Un resplandor. Mecha encendía un cigarrillo. El tercero desde que estaban en el jardín.

—Tienes que intentarlo, Max. Lo hiciste otras veces.

Un silencio. Flotaba el olor ligero del humo de tabaco.

—Acuérdate de Niza —recordó ella—. La casa de Suzi Ferriol.

Era gracioso, pensó él. O paradójico. Que utilizara aquello como argumento.

—No sólo en Niza —respondió con calma—. Pero tenía la mitad de años que ahora.

Se quedó callado un momento, calculando probabilidades improbables. En el silencio del jardín podía oírse una música lejana que llegaba desde algún bar de la plaza Tasso.

—Si me atrapan…

Lo dejó ahí, sombrío. En realidad apenas había sido consciente de pronunciar esas palabras en voz alta.

—Lo pasarías mal —admitió ella—. Sin duda.

—No me preocupa mucho pasarlo mal —sonreía inquieto, para sí mismo—. Pero he estado pensando. Me asusta ir a la cárcel.

—Qué extraño, oírte decir eso.

Parecía realmente asombrada. Él hizo un ademán indiferente.

—Estuve asustado otras veces; pero ahora tengo sesenta y cuatro años.

Seguía sonando música a lo lejos. Rápida, moderna. Demasiado distante para que Max identificara la melodía.

—Esto no es como en el cine —prosiguió—. No soy Cary Grant, el de aquella absurda película del ladrón de hoteles… La vida real nunca tiene final feliz.

—Bobo. Tú fuiste mucho más atractivo que Cary Grant.

Le había cogido una mano y la oprimía con suavidad entre las suyas: finas, huesudas. Cálidas, también. Max seguía atento a la música lejana. Desde luego, concluyó con una mueca, no era un tango.

—¿Sabes?… Eras tú quien se parecía a aquella chica, la actriz. O tal vez era ella la que se parecía… Siempre me hizo pensar en ti: delgada, elegante. Todavía te pareces. Sí… O se te parece.

—Él es tu hijo, Max. Ten por lo menos esa certeza.

—Puede que lo sea —respondió él—. Pero fíjate.

Había alzado la mano de la mujer hasta su propia cara, invitándola a palpar sus rasgos. A percibir el tacto del tiempo.

—Puede que haya otro camino —el roce de ella parecía una caricia—. Quizá debas estudiarlo mañana, a la luz del día. Y se te ocurra la manera.

—Si hubiera otra forma —él apenas la escuchaba—. Si yo fuera más joven y ágil… Demasiados condicionales, me temo.

Mecha retiró la mano de su rostro.

—Te daré cuanto tengo, Max. Cuanto me pidas.

Se volvió a mirarla, sorprendido. Veía un perfil en penumbra, definido por las luces lejanas y la brasa del cigarrillo.

—Es una forma de hablar, claro —comentó él.

El perfil se movió. Ahora había un doble destello cobrizo mirando a Max. Los ojos de la mujer fijos en él.

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