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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (47 page)

—Sí, es una forma de hablar —se intensificó dos veces el resplandor del cigarrillo—. Pero te lo daré. Te lo daría.

—¿Incluida una taza de café en tu casa de Lausana?

—Por supuesto.

—¿Incluido el collar de perlas?

Otro silencio. Largo.

—No seas tonto.

Cayó la brasa al suelo, extinguiéndose. Ella había vuelto a cogerle la mano. La música lejana también se había interrumpido en la plaza.

—Maldita sea mi alma —dijo él—. Haces que me sienta galante como un estúpido. Me quitas años.

—Eso intento.

Dudó un poco. Sólo un poco, ya. Le dolía la boca de retener lo que estaba a punto de confesar.

—No tengo un céntimo, Mecha.

Ella dejó pasar dos segundos.

—Lo sé.

Max estaba sin aliento. Sobresaltado y estupefacto.

—¿Cómo que lo sabes? —el estallido interior llegó al fin, y era de pánico—. Que sabes, ¿qué?

Quiso liberar la mano, incorporarse. Escapar de allí. Pero ella lo retuvo con suavidad.

—Que no vives en Amalfi, sino aquí, en Sorrento. Que trabajas como chófer en una casa llamada Villa Oriana. Que las cosas no te fueron bien en los últimos años.

Por suerte estoy sentado, pensó Max apoyando la mano libre en el banco. Habría caído redondo al suelo. Como un imbécil.

—Hice averiguaciones en cuanto apareciste en el hotel —concluyó Mecha.

Confuso, él intentaba aclararse las ideas y las sensaciones: humillación, vergüenza. Mortificación. Todos aquellos días de inútil impostura, haciendo el ridículo. Pavoneándose a la manera de un payaso.

—¿Lo has sabido todo el tiempo?

—Casi todo.

—¿Y por qué me seguiste la corriente?

—Por varias razones. Curiosidad, primero. Era fascinante reconocer al Max de siempre: elegante, tramposo y amoral.

Se calló un momento. Seguía con la mano de él entre las suyas.

—También estoy a gusto contigo —añadió al fin—. Siempre lo estuve.

Max liberó su mano y se puso de pie.

—¿Lo saben los otros?

—No. Sólo yo.

Necesitaba aire. Respirar hondo, despejarse de emociones contradictorias. O tal vez necesitara una copa. Algo fuerte. Que sacudiera sus adentros hasta volvérselos del revés.

Mecha seguía sentada, muy tranquila.

—De no estar Jorge de por medio, en otras circunstancias… Bueno. Habría sido divertido. Estar contigo. Ver qué buscabas. Hasta dónde pretendías llegar.

Se quedó callada un momento.

—¿Qué te proponías?

—Ahora no estoy seguro. Tal vez revivir viejos tiempos.

—¿En qué sentido?

—En todos, quizás.

Ella se levantó despacio. Casi con esfuerzo, creyó apreciar Max.

—Los viejos tiempos murieron. Pasaron de moda, igual que nuestro tango. Muertos como tus muchachos de antaño, o como tú mismo… Como nosotros.

Se agarraba de su brazo del mismo modo que veintinueve años atrás, la noche que fueron al Lions at the Kill, en Niza.

—Es halagador —añadió—. Verte resucitar por mi causa.

Le había cogido una mano y se la llevó a los labios, con suavidad. Un soplo amable. Su voz sonaba como una sonrisa.

—Pretender que te mire de nuevo como te miré una vez.

El sol ya está alto. Con los prismáticos pegados al rostro, Max continúa estudiando el bloque de apartamentos contiguo al hotel Vittoria. Acaba de caminar en torno al edificio, observando con atención la puerta que da a la vereda principal; y ahora está apostado entre unas buganvillas y limoneros, escudriñando el otro lado. Cerca hay un pequeño estanque y un templete con un banco. Se acerca al templete, y desde allí espía la parte que antes estaba oculta. Ahora toda la fachada este queda a la vista, incluido el balcón de Sokolov y la cornisa de tejas rojizas, bordeada por un canalón para recoger agua de lluvia sobre el que se distingue la antena de un pararrayos. Canalón y pararrayos, concluye Max, necesitan que alguien suba para mantenerlos en estado conveniente. Con un punto de esperanza, revisa cada metro de la fachada. Y lo que ve allí le arranca una sonrisa antigua, rejuvenecedora, que parece borrar los estragos del tiempo en su rostro: unos peldaños de hierro empotrados en la pared ascienden desde el jardín.

Guardando los prismáticos en su funda, Max se acerca al edificio como si paseara. Al llegar bajo los peldaños, alza la vista. Están oxidados, con manchas de herrumbre en la pared; pero su apariencia es sólida. El primero se encuentra cerca del suelo, sobre un macizo de flores. La distancia hasta el tejado es de unos cuarenta metros, y los peldaños no están muy separados unos de otros. El esfuerzo parece aceptable: diez minutos de ascensión a oscuras, con toda clase de precauciones. No estaría de más, piensa, llevar una gaza de cuerda con un mosquetón que permita asegurarse a medio camino y descansar, si se fatiga en exceso. El resto del equipo será poco voluminoso: una mochila ligera, una cuerda de montaña, algunas herramientas, una linterna y la indumentaria adecuada. Mira el reloj. Las tiendas del centro, incluida la ferretería Porta Marina, ya están abiertas a esa hora. También necesitará unas zapatillas deportivas y betún para teñirlo todo de negro.

Igual que en los mejores momentos, piensa mientras da la espalda al edificio y se aleja por el jardín, lo excita actuar otra vez, o la inminencia de la acción: el antiguo y familiar cosquilleo de incertidumbre, templado por una copa o un cigarrillo, cuando el mundo aún era un coto de caza reservado a los inteligentes y los audaces. Cuando la vida tenía aroma de tabaco turco, de cocktails en el bar elegante de un Palace, de perfume de mujer. De placer y de peligro. Y ahora, rememorando aquello, cada paso que da produce a Max la impresión de hacerlo caminar otra vez ligero, con recobrada agilidad. Pero lo mejor de todo no es eso. Cuando mira ante sí, comprueba que su sombra ha regresado. El sol que penetra las altas copas de los pinos la proyecta en el suelo, de nuevo firme y alargada, como fue antes. Cosida a sus pies, donde en otro tiempo estuvo. Sin edad, sin marcas de vejez ni de cansancio. Sin mentiras. Y al recobrar la sombra perdida, el antiguo bailarín mundano se echa a reír como hace mucho tiempo no reía.

11. Costumbres de lobo viejo

Seguía lloviendo sobre Niza. Entre la luz sombría y gris que envolvía la ciudad vieja, la ropa tendida en los balcones colgaba como jirones de vidas tristes. Con los botones de la gabardina cerrados hasta el cuello y el paraguas abierto, Max Costa cruzó la plaza del Gesù evitando los charcos donde repiqueteaba el agua y se dirigió a los escalones de piedra de la iglesia. Mauro Barbaresco estaba allí, recostado en el portón cerrado, las manos en los bolsillos de un impermeable reluciente de lluvia, mirándolo inquisitivo bajo el ala empapada del sombrero.

—Será esta noche —dijo Max.

Sin decir nada, el italiano caminó hacia la rue de la Droite, seguido por Max. Había un bar en la esquina; y dos portales más allá, un zaguán estrecho y oscuro en forma de túnel. Cruzaron en silencio un patio descubierto y subieron dos pisos por una escalera cuyos peldaños de madera crujieron bajo sus pasos. En el segundo rellano, Barbaresco abrió una puerta, invitando a entrar a Max. Éste dejó el paraguas apoyado en la pared, se quitó el sombrero y sacudió las gotas de agua. La casa, oscura e inconfortable, olía a verduras hervidas y a ropa mojada y sucia. El pasillo conducía a la puerta de la cocina, a otra puerta entornada por la que se veía un dormitorio con la cama deshecha, y a un cuarto de estar con dos sillones viejos, una cómoda, sillas y una mesa de comedor con restos de desayuno. Sentado a la mesa, con el chaleco desabotonado y las mangas de la camisa vueltas sobre los codos, estaba Domenico Tignanello mirando la viñeta cómica del
Gringoire
.

—Dice que lo hará esta noche —dijo Barbaresco.

La expresión melancólica del otro pareció animarse un poco. Asintió aprobador, dejó el periódico sobre la mesa e hizo un ademán ofreciendo a Max la cafetera que estaba junto a dos tazas sucias, una aceitera y un plato con restos de pan tostado. Declinó éste la oferta mientras se desabotonaba la gabardina. Por la ventana abierta entraba una claridad cenicienta que ensombrecía los rincones del cuarto. Barbaresco, quitándose el impermeable, fue a asomarse a la ventana, enmarcado en el rectángulo de aquella luz turbia.

—¿Qué hay de su amigo español? —preguntó, tras echar un vistazo afuera.

—Ni es mi amigo, ni he vuelto a verlo —respondió Max con calma.

—¿Desde la entrevista en el puerto?

—Eso es.

El italiano había puesto su impermeable en el respaldo de una silla, indiferente a las gotas de agua que encharcaban el parquet.

—Hemos hecho averiguaciones —dijo—. Todo cuanto le dijo es cierto: la estación de radio que los nacionales tienen en Montecarlo, el intento de llevar el
Luciano Canfora
a un puerto de la República… Lo único que no podemos establecer, de momento, es su verdadera identidad. Nuestro servicio no tiene fichado a ningún Rafael Mostaza.

Compuso Max un gesto neutral. De croupier impasible.

—Podrían seguirlo, supongo. No sé… Hacerle fotos.

—Quizá lo hagamos —Barbaresco sonreía de modo extraño—. Pero para eso necesitaríamos saber cuándo va a entrevistarse con usted.

—No tenemos nada previsto. Aparece y me cita cuando quiere… La última vez lo hizo con una nota en la conserjería del Negresco.

El italiano lo miró con asombro.

—¿No sabe que usted entrará hoy en casa de Susana Ferriol?

—Lo sabe, pero no hizo comentarios.

—Entonces, ¿cómo piensa él conseguir los documentos?

—No tengo la menor idea.

El italiano cambió un vistazo perplejo con su compañero y volvió a mirar a Max.

—Curioso, ¿verdad?… Que no le importe que nos lo cuente todo. Incluso que lo anime a ello. Y que no aparezca hoy.

—Puede —concedió Max, ecuánime—. Pero a mí no me corresponde establecer esa clase de cosas. Los espías son ustedes.

Sacó la pitillera y la miró abierta, pensativo, como si elegir un cigarrillo u otro tuviera en ese momento su importancia. Al cabo se puso uno en la boca y guardó la pitillera, sin ofrecerles.

—Supongo que conocen su negocio —concluyó mientras accionaba el encendedor.

Barbaresco anduvo hacia el contraluz de la ventana y volvió a asomarse para observar el exterior. Parecía preocupado. Con nuevos motivos de inquietud.

—No es lo usual, desde luego. Descubrirle el juego de esa manera.

—Quizá quiera protegerlo —sugirió su compañero.

—¿A mí?… ¿De quién?

Domenico Tignanello se miraba el vello de los brazos, taciturno. Silencioso de nuevo, como si el esfuerzo de abrir la boca lo hubiese agotado.

—De nosotros —respondió Barbaresco, en su lugar—. De los suyos. De usted mismo.

—Pues cuando lo averigüen, cuéntenmelo —Max exhaló una tranquila bocanada de humo—. Yo tengo otros asuntos en que pensar.

El italiano se sentó en uno de los sillones. Reflexivo.

—No nos hará una jugarreta, ¿verdad? —dijo al fin.

—¿Se refiere a ese Mostaza, o a mí?

—A usted, naturalmente.

—Dígame cómo. No puedo elegir. Pero si yo fuera ustedes, procuraría localizar a ese tipo. Aclarar con él las cosas.

Barbaresco cambió otra mirada con su compañero. Después dirigió una ojeada resentida a la ropa que asomaba bajo la gabardina abierta de Max.

—Aclarar las cosas… Suena elegante, dicho por usted.

Aquellos dos, pensó otra vez Max, con sus prendas arrugadas, sus marcas de fatiga bajo los ojos enrojecidos y sus afeitados deficientes, siempre parecían salir de una noche en vela. Y probablemente así era.

—Lo que nos lleva a lo importante —añadió Barbaresco—. ¿Cómo piensa entrar en la casa?

Max observó los zapatos húmedos del italiano, cuyas suelas se veían agrietadas en las punteras. Con toda aquella lluvia debía de tener los calcetines empapados como esponjas.

—Eso es asunto mío —repuso—. Lo que necesito saber es dónde nos veremos para que les entregue las cartas, si las consigo. Si sale bien.

—Éste es un buen lugar. Estaremos aquí toda la noche, esperando. Y en el bar de abajo hay teléfono. Uno de nosotros puede quedarse allí hasta que lo cierren, por si hubiera cambios o novedades… ¿Podrá entrar en la casa sin problemas?

—Imagino que sí. Hay una cena en Cimiez, cerca del antiguo hotel Régina. Susana Ferriol está entre los invitados. Eso me deja un margen de tiempo razonable.

—¿Tiene todo lo que necesita?

—Todo. El juego de llaves que trajo Fossataro es perfecto.

Tignanello alzó despacio la mirada, fijándola en Max.

—Me gustaría ver cómo lo hace —dijo inesperadamente—. Cómo abre esa caja fuerte.

Max enarcó las cejas, sorprendido. Un relumbre de interés parecía aclarar el rostro taciturno y meridional del italiano. Casi lo hacía simpático.

—También a mí —corroboró su compañero—. Fossataro nos dijo que era usted bueno en eso… Tranquilo y sereno, fueron sus palabras. Con las cajas fuertes y con las mujeres.

Le hacían pensar en algo, se dijo Max. Aquellos dos se asociaban en su cabeza con alguna imagen que no lograba enfocar. Que reflejaba su aspecto y maneras. Pero no conseguía establecerla.

—Se aburrirían mirando —dijo—. Con unas y con otras se trata de un trabajo lento y rutinario. Cuestión de paciencia.

A Barbaresco se le dibujó una sonrisa. Parecía apreciar aquella respuesta.

—Le deseamos buena suerte, señor Costa.

Max los miró largamente. Al fin había encontrado la imagen que buscaba: perros mojados bajo la lluvia.

—Supongo que sí —sacó otra vez la pitillera del bolsillo y la ofreció, abierta—. Que me la desean.

Ella se presenta a media tarde, mientras Max prepara el equipo para la incursión nocturna. Cuando oye llamar, echa un vistazo por la mirilla, se pone una chaqueta y abre la puerta, Mecha Inzunza está allí con una sonrisa en la boca, las manos en los bolsillos de la rebeca de punto. Un gesto que, como si no hubiera transcurrido el tiempo —aunque tal vez sea Max quien mezcla de ese modo pasado y presente—, recuerda él de aquella distante mañana de hace casi cuarenta años, en la pensión Caboto de Buenos Aires; cuando fue a verlo con el pretexto de recuperar el guante que ella misma había puesto en el bolsillo de su chaqueta, a modo de insólita flor blanca, antes de que él bailase un tango en La Ferroviaria. Hasta el modo de entrar y moverse ahora por la habitación —tranquila, curiosa, mirándolo todo despacio— se parece mucho a esa otra manera: la forma de inclinar la cabeza para observar el escueto y ordenado mundo de Max, de pararse ante la ventana abierta al paisaje de Sorrento, o de apagarse la sonrisa en sus labios al ver los objetos que él, con la minuciosidad metódica de un militar que prepara su equipo para un combate —y el placer equívoco de recobrar, mediante ese viejo ritual de campaña, el hormigueo de incertidumbre por la acción cercana—, tiene dispuestos sobre la cama: una mochila pequeña y ligera, una linterna eléctrica, una cuerda de nylon de montañero de treinta metros de longitud y con nudos hechos, una bolsa de herramientas, ropa oscura y unas zapatillas deportivas que esta misma tarde tiñó de negro con un frasco de betún.

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