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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (22 page)

—¿Y qué fue de tu amigo ruso?… ¿Cómo murió?

Esta vez los recuerdos de Max no eran sombríos. No, al menos, de modo convencional. Torció la boca con melancolía cómplice recordando la última vez que había visto al cabo segundo legionario Dolgoruki-Bragation: encerrado con tres putas y una botella de coñac en la mejor habitación del burdel de Tauima, para emprender, apenas acabase con una y otras, la última aventura de su vida.

—Se aburría. Se pegó un tiro porque se aburría.

Sentado en la pequeña terraza del bar Ercolano, bajo las palmeras de la plaza y el reloj del Círculo Sorrentino, con las gafas para ver de cerca puestas, Max lee los diarios. Es media mañana, hora de máximo ajetreo en el casco viejo, y a veces el sonido cercano de un tubo de escape le hace interrumpir la lectura y mirar en torno. Nadie diría hoy que la temporada turística ha dado sus últimos coletazos: la terraza del Fauno, al otro lado de la calle, tiene todas las mesas ocupadas para el aperitivo, la embocadura de la calle San Cesareo se ve animada entre los puestos de pescado, fruta y verduras, y Fiats, Vespas y Lambrettas circulan en ruidosos enjambres a lo largo del corso Italia. Solamente los coches de caballos están inmóviles a la espera de turistas, mientras los aburridos aurigas charlan en grupo, fuman y miran pasar a las mujeres bajo la estatua de mármol del poeta Torquato Tasso.

Il Mattino
trae un amplio reportaje sobre el duelo Keller-Sokolov, del que se han jugado varias de las partidas previstas. La última acabó con el resultado de tablas; y eso, al parecer, favorece al jugador ruso. Según explicaron Lambertucci y el
capitano
Tedesco a Max, cada partida ganada vale un punto, y cada adversario se anota medio punto cuando acaban en tablas. Así, Sokolov cuenta ahora con dos puntos y medio frente al uno y medio de Keller. Una situación incierta, coinciden los periodistas especializados. Max lleva un largo rato leyendo todo eso con mucho interés, aunque saltándose las explicaciones técnicas encerradas bajo extraños nombres como aperturas españolas, variantes Petrosian y defensas nimzoindias. Eso le interesa menos que las circunstancias en que se desarrolla la competición.
Il Mattino
y los demás periódicos insisten en la tensión que rodea el duelo, debida menos a los cincuenta mil dólares que obtendrá el ganador que a las circunstancias políticas y diplomáticas. Según acaba de leer Max, hace ya dos décadas que los rusos conservan el cetro internacional del ajedrez, sucediéndose en el título de campeón mundial grandes maestros de una Unión Soviética donde ese juego es deporte nacional desde la revolución bolchevique —cincuenta millones de aficionados entre doscientos y pico millones de habitantes, detalla uno de los artículos— y argumento de propaganda en el exterior, hasta el punto de que cada torneo goza del apoyo de todos los recursos del Estado. Eso significa, apunta uno de los comentarios, que Moscú está poniendo con el Premio Campanella toda la carne en el asador. Sobre todo porque es precisamente Jorge Keller quien disputará dentro de cinco meses el título mundial a Sokolov —informal heterodoxia capitalista contra rigurosa ortodoxia soviética—, en el que se anuncia, tras el prólogo apasionante que supone el duelo en Sorrento, combate ajedrecístico del siglo.

Max bebe un sorbo de su negroni, pasa las páginas del diario y dirige un vistazo superficial a los titulares: los Beatles planean separarse como grupo musical, intento de suicidio del rockero francés Johnny Halliday, la minifalda y el cabello largo revolucionan Inglaterra… En la sección de política internacional se alude a otra clase de revoluciones: los guardias rojos siguen sacudiendo Pekín, los negros claman por sus derechos civiles en Estados Unidos y un grupo de mercenarios es detenido cuando se disponía a intervenir en Katanga. En la página siguiente, entre un titular sobre los preparativos para el lanzamiento de otra misión espacial Gemini —
USA encabeza la carrera hacia la Luna
— y un anuncio de combustible para automóviles —
Ponga un tigre en el motor
—, hay una fotografía de guerra, en blanco y negro: un corpulento soldado norteamericano, de espaldas, llevando sobre los hombros a un niño vietnamita que se vuelve mirando a la cámara con desconfianza.

Un Alfa Giulia pasa cerca, con las ventanillas abiertas, y por un instante cree Max reconocer las notas de la melodía que suena en la radio del automóvil. Levanta los ojos de la foto del soldado y el niño —le ha traído a la memoria la imagen de otros soldados y otros niños, cuarenta y cinco años atrás— y mira desconcertado el coche que se aleja hacia la prolongación del corso Italia y la fachada amarilla y blanca de Santa Maria del Carmine, mientras su cerebro, distraído aún con el diario, tarda unos segundos en identificar la música que registró el oído: los compases familiares, ejecutados por una orquesta con arreglos que incluyen batería y guitarra eléctrica, de la pieza famosa, clásica, conocida desde hace cuatro décadas en todo el mundo como
Tango de la Guardia Vieja
.

Cuando Max se detuvo en el corte, a medio paso de baile, Mecha lo miró brevemente a los ojos, se pegó a él con desafío y, oscilando el cuerpo a un lado y otro, deslizó uno de sus muslos en torno a la pierna adelantada y quieta del hombre. Sostuvo él, impasible, el roce de la carne bajo la falda de crespón ligero; extraordinariamente íntimo aunque La Ferroviaria en pleno —una docena de miradas de ambos sexos— parecía estar pendiente de ellos. Dio luego el bailarín mundano, para resolver aquello, un paso lateral que la mujer siguió de inmediato, con desenvoltura y extrema elegancia.

—Así me gusta —susurró ella—. Despacito y tranquilo, no vayan a creer que me tienes miedo.

Acercó Max su boca a la oreja derecha de la mujer. Complacido con el juego, pese a los riesgos.

—Es mucha hembra —dijo.

—Tú sabrás.

La cercanía de ella, el olor suave a perfume de calidad diluido en su piel, las minúsculas gotitas de transpiración en el labio superior y el nacimiento del pelo, avivaban el deseo sobre la huella del recuerdo reciente: carne tibia y fatigada, aroma de sexo satisfecho, sudor de cuerpo de mujer que ahora humedecía, bajo las manos de Max, la delgada tela del vestido cuya falda oscilaba al compás del tango. Era tarde, y el almacén estaba casi vacío. Los tres músicos de La Ferroviaria tocaban
Chiqué
, y en la pista sólo había otras dos parejas que tangueaban como sin ganas, a la manera de tranvías en lentos carriles: una mujer regordeta y menuda, acompañada por un joven con chaqueta y camisa sin cuello ni corbata, y la rubia de aspecto eslavo con la que Max había bailado la vez anterior. Ésta llevaba la misma blusa floreada, y se movía con aire aburrido en brazos de un hombre con trazas de obrero que iba en chaleco y mangas de camisa. A veces, entre las evoluciones del baile, las parejas se acercaban unas a otras y los ojos azules de la tanguera coincidían un segundo con los de Max. Indiferentes.

—Tu marido está bebiendo demasiado.

—No te metas en eso.

Miró preocupado el collar de perlas que ella se había puesto esa noche, sobre el escote del vestido negro cuya falda apenas cubría sus rodillas. Después, con idéntica inquietud —La Ferroviaria no era sitio adecuado para lucir joyas ni beber en exceso— dirigió un breve vistazo a la mesa llena de botellas, vasos y ceniceros repletos, donde Armando de Troeye fumaba y trasegaba grandes vasos de ginebra con sifón en compañía del llamado Juan Rebenque, el hombre que dos días atrás bailó un tango con su mujer. Al rato de llegar, tras mirarlos mucho, se había acercado el compadrón, grave con su mostacho criollo, el pelo negro aplastado con reluciente gomina y los ojos oscuros, peligrosos bajo el ala del sombrero que en ningún momento se quitó. Vino a la mesa tomándose su tiempo, medio toscano humeándole a un lado de la boca, con aquel andar entonado y lento que había sido característico del arrabal; una mano en el bolsillo derecho y el bulto del cuchillo deformándole ligeramente el otro costado del saco ceñido y ribeteado de raso. Pidiendo permiso para acompañar a los señores y a la señora mientras encargaba a la camarera, con autoridad de cliente acostumbrado a no pagar él la cuenta, otra botella de Llave con el precinto intacto y un sifón lleno. Con los que tendría el gusto de invitarlos —miraba a Max más que al marido— si no había inconveniente.

Tomaron un descanso el bandoneonista tuerto y sus compañeros, y animados por De Troeye arrimaron sillas a la mesa, uniéndose al grupo, mientras Mecha y Max ocupaban sus asientos. La vieja pianola de cilindros tomó el relevo musical, chirriando los compases de un par de tangos irreconocibles. Volvieron tras una larga ronda de bebida y palabras los músicos a su instrumental, atacaron
Noches de farra
, y Rebenque, inclinándose aún más el fieltro con chulería, sugirió a Mecha bailarlo juntos. Se excusó ésta alegando fatiga; y aunque la sonrisa del compadrón se mantuvo impasible, su mirada peligrosa se posó un momento en Max como si lo responsabilizara del desaire. Tocose el ala Rebenque con dos dedos, se puso en pie y fue hasta la tanguera rubia, que se levantó con aire resignado, y pasando un brazo sobre el hombro derecho del compadrón se puso a bailar con desgana. Afinaba el otro los pasos, gustándose, el cigarro humeante en la mano que mantenía a la espalda mientras con la derecha guiaba a la pareja, masculino, serio, sin aparente esfuerzo. Inmóvil unos segundos para reanudar, tras cada corte, el complejo encaje sobre el piso, avance y retroceso interrumpidos una y otra vez, con vuelta a empezar, mientras la mujer, dócil de cuerpo e indolente de mirada —una de sus piernas asomaba hasta casi el muslo sobre un corte lateral de la falda demasiado corta, a lo parisién—, consentía, sumisa, cada movimiento impuesto por el hombre, cada floreo y cada presa.

—¿Qué te parece ella? —le preguntó Mecha a Max.

—No sé… Vulgar. Y cansada.

—Puede que la controle una organización tenebrosa como ésa de la que hablaste… Quizá la trajeron de Rusia o de por allí, con engaños.

—Trata de blancas —apuntó Armando de Troeye con lengua insegura mientras alzaba, apreciativo, otro vaso de ginebra. Parecía divertirlo semejante posibilidad.

Max miró a Mecha para comprobar que ella lo había dicho en serio. Tras un momento dedujo que no. Que bromeaba.

—Más bien parece del barrio —respondió—. Y de vuelta, más que de ida.

Intervino de nuevo De Troeye tras una risita desagradable. El exceso de alcohol, observó Max, empezaba a enturbiarle la mirada.

—Es guapa —dijo el compositor—. Vulgar y guapa.

Mecha continuaba mirando a la bailarina: seguía, muy pegada al cuerpo de su pareja, los pasos felinos que el compadrón daba sobre el crujiente piso de madera.

—¿Te gusta, Max? —preguntó de improviso.

Apagó éste en el cenicero el cigarrillo que fumaba, tomándose su tiempo. Empezaba a sentirse molesto por la conversación.

—No está mal —admitió.

—Qué displicente. La otra noche parecía agradarte bailar con ella.

Miró Max la huella de carmín en el borde del vaso que Mecha tenía sobre la mesa y en la boquilla de marfil que estaba junto al cenicero humeante. Podía sentir el sabor de aquel rojo intenso en su propia boca: había borrado con ella, besando, lamiendo y mordiendo, hasta el último resto en los labios de Mecha, durante el violento asalto del día anterior en la pensión Caboto, donde apenas hubo ternura hasta el final; cuando, tras un último estremecimiento, ella susurró «fuera, por favor» junto a su oído; y él, obediente, fatigado y al límite, salió despacio de su cuerpo y, apoyándose húmedo sobre la piel tersa y acogedora del vientre de la mujer, se derramó allí mansamente.

—Baila bien el tango —comentó, regresando a La Ferroviaria—. ¿Te refieres a eso?

—Tiene un bonito cuerpo —opinó De Troeye, que contemplaba a la tanguera al trasluz del vaso alzado con mano insegura.

—¿Como el mío?

Mecha se había vuelto hacia el bailarín mundano; dirigía la pregunta a sus ojos con media sonrisa en la boca, esquinada y altanera. Como si el marido no estuviese allí. O tal vez precisamente, concluyó inquieto Max, porque estaba.

—Es otro estilo —resumió, tan cauto como si avanzara con la bayoneta calada en el máuser entre la niebla de Taxuda.

—Claro —dijo ella.

Estudió Max de reojo al marido —se tuteaban desde hacía unas horas, sin acuerdo previo, por iniciativa del segundo—, preguntándose en qué pararía aquello. Pero al compositor sólo parecía importarle el vaso de ginebra donde casi mojaba la nariz.

—Tú eres más alta —declaró, chasqueando la lengua—. ¿Verdad, Max?… Y más flaca.

—Cómo te lo agradezco, Armando —dijo ella—. Lo minucioso.

Le dedicó el marido un exagerado brindis cortés, lindante con lo grotesco, cargado de intenciones cuyo sentido escapaba al bailarín mundano; y después permaneció en silencio. Observó Max que a veces De Troeye se detenía atento al vacío, entornados los ojos por el humo de un cigarrillo, absorto en lo que parecía una cadencia musical sólo audible para él, y contaba notas o acordes con los dedos, repiqueteando sobre la mesa con una seguridad técnica que nada tenía que ver con los ademanes de un hombre que había bebido en exceso. Preguntándose hasta qué punto estaba realmente ebrio y hasta dónde lo aparentaba, Max miró a Mecha y luego a Rebenque y la mujer rubia. Había callado la música; y el compadrón, vuelta la espalda a la tanguera, se acercaba a ellos con su ritual parsimonia.

—Deberíamos irnos —sugirió el bailarín mundano.

Entre dos sorbos, De Troeye volvió de sus ensueños para mostrarse complacido con la idea.

—¿A otro boliche?

—A dormir. Tu tango está a punto, imagino… La Ferroviaria ha dado de sí lo que tenía que dar.

Protestó el compositor. Rebenque, que se había sentado entre Mecha y él, los miraba a los tres con una sonrisa tan artificial que parecía pintada en su cara, mientras procuraba seguir la conversación. Se le veía molesto, tal vez porque nadie elogiaba lo airoso del tango bailado con la rubia.

—¿Y qué hay de mí, Max? —preguntó Mecha.

Se volvió hacia ella, desconcertado. Tenía la boca ligeramente entreabierta y la miel líquida relucía desafiante. Eso lo hizo estremecerse con un deseo urgente que rayaba en la ferocidad; y supo con certeza que en otros tiempos y vidas anteriores habría sido capaz de matar sin que le temblara el pulso a cuantos estaban alrededor, a fin de quedarse a solas con ella. De calmar el ansia de su propia carne tensa, arrancando a tirones el vestido casi húmedo que el ambiente de calor y humo moldeaba sobre el cuerpo de la mujer como una piel oscura.

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