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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (24 page)

—Como la nuestra —apunta Max.

Indiferente al cenicero, según acostumbra, Mecha deja caer al suelo la ceniza del cigarrillo y se lo lleva de nuevo a los labios. Como cada vez que la luz escasea, su piel parece rejuvenecer y el rostro embellece. Los ojos color de miel, idénticos a los que Max recuerda, no se apartan de los suyos.

—Sí, en cierto modo —responde ella—. También ésa fue una partida aplazada… En dos movimientos.

En tres, piensa Max. Hay otro en curso. Pero no lo dice.

Cuando el automóvil se detuvo entre Garibaldi y Pedro de Mendoza, la oscuridad la quebraba una luna reciente y esquinera, compitiendo con el halo rosado de una farola que alumbraba entre la enramada. Al bajar del coche, Max se acercó a Mecha con disimulo y la retuvo del brazo mientras le soltaba el cierre del collar de perlas, que dejó caer en la otra mano para meterlo en un bolsillo de la chaqueta. Alcanzó a ver los ojos de la mujer, sorprendidos y muy abiertos entre las sombras y el resplandor distante de la luz eléctrica, y puso dos dedos sobre su boca, silenciando las palabras que ella se disponía a pronunciar. Después, mientras todos se alejaban del automóvil, el bailarín mundano se acercó a la ventanilla abierta.

—Guarde esto —dijo en voz baja.

Cogió Petrossi el collar sin hacer comentarios. La visera de la gorra le oscurecía el rostro, por lo que Max no pudo ver bien su expresión. El relucir de una mirada, tan sólo. Casi cómplice, creyó advertir.

—¿Puede prestarme su pistola?

—Claro.

Abrió el chófer la guantera y puso en manos de Max una Browning pesada y pequeña, cuyo niquelado brilló un instante en la penumbra.

—Gracias.

Alcanzó Max a los otros, sin darse por enterado de la mirada inquisitiva que Mecha le dirigió al reunirse con el grupo.

—Chico listo —susurró ella.

Lo dijo agarrándose a su brazo con toda naturalidad. Dos pasos por delante, Rebenque glosaba las virtudes del éter Squibb, de venta en farmacias, con el que bastaba, dijo, verter un poco en un vaso e inhalarlo entre copa y copa para sentirse en la gloria. Aunque los ravioles de Margot —una risa canalla, a esas alturas de sólidas amistades— fuesen en verdad insuperables. A no ser, por supuesto, que los señores prefiriesen algo más fuerte.

—¿Cómo de fuerte? —quiso saber De Troeye.

—Opio, amigo. O hachís, lo que gusten. Hasta morfina… De todo hay.

Cruzaron de ese modo la calle, procurando no tropezar en los raíles de ferrocarril abandonados entre los que crecían matojos. Sentía Max el peso reconfortante del arma en el bolsillo mientras miraba la espalda del compadrón, junto al que De Troeye iba tan despreocupado como si paseara por la calle Florida, echado hacia atrás el sombrero, con la bailarina taconeando prendida del brazo. Llegaron así a Casa Margot, que era un edificio decrépito con restos de antiguo esplendor, junto a un pequeño restaurante cerrado a esas horas, cuyo portal con ropa tendida se entreveía alfombrado de restos de camarones y desperdicios. Olía a humedad, a raspas y cabezas de pescado, a galleta rancia, y también a fango del Riachuelo, alquitrán y óxido de anclas.

—El mejor lugar de La Boca —dijo Rebenque; y Max creyó ser el único en detectar la ironía.

Una vez dentro, todo discurrió sin protocolos superfluos. El local era un antiguo burdel transformado en fumadero; y Margot, una mujer mayor y abundante en carnes, teñida de rojo cobrizo, que tras unas palabras del compadrón en su oído se deshizo en cortesía y facilidades. Había en la pared del vestíbulo, observó Max, tres insólitos retratos de San Martín, Belgrano y Rivadavia; como si en la anterior ocupación del edificio, con una clientela más selecta, se hubiera pretendido dar cierto aire de formalidad al quilombo. Pero eso era cuanto de respetable podía encontrarse allí. La planta baja se alargaba en un salón humoso, oscuro, que en vez de luz eléctrica se alumbraba con viejas lámparas cuyo vaho enrarecía el ambiente. Había un olor de queroseno mezclado con insecticida Bufach, tabaco y hachís, impregnando ropas, cortinas y muebles; y a eso se añadía el sudor de media docena de parejas —algunas hombre con hombre— que bailaban muy despacio, abrazadas y casi inmóviles, indiferentes a la música que un joven chino, de patillas recortadas en punta como un traidor de cinematógrafo, ponía en una victrola que vigilaba para cambiar el disco y dar vueltas a la manija. Casa Margot, concluyó Max confirmando sus aprensiones, era uno de esos lugares donde, a la primera bronca, podían salir cuchillos y navajas de chalecos, fajas, pantalones, y hasta de los zapatos.

—Maravilloso y auténtico —admiró De Troeye.

También Mecha parecía complacida con el lugar. Lo observaba todo con una sonrisa vaga, los ojos relucientes y entreabierta la boca como si respirar ese ambiente avivara sus sentidos. A veces la mirada se encontraba con el bailarín mundano, entreverando una mezcla de excitación, agradecimiento y promesas. De pronto el deseo de Max se hizo más acuciante y físico, desplazando la inquietud que le causaban el lugar y la compañía. Contempló a placer, desde muy cerca, las caderas de Mecha mientras la dueña los conducía a todos al piso de arriba, hasta una habitación amueblada a lo turco que tenía luz de dos quinqués verdes puestos sobre una mesita baja, alfombras con quemaduras de cigarrillos y dos divanes grandes. Trajo botellas de presunto champaña y dos atados de cigarrillos un camarero enorme, con raya en mitad del pelo y aspecto de forzudo de feria, y se acomodaron todos en los divanes excepto Rebenque, quien desapareció con la patrona en busca, dijo sonriente, de alpiste para los canarios. Para entonces el bailarín mundano ya había tomado una decisión, así que salió al pasillo a esperarlo de vuelta. De abajo, por la escalera, llegaban los compases de
Caminito del taller
arrancados al surco de pasta por la aguja del gramófono. Apareció al poco el compadrón: traía tabaco liado con hachís y media docena de bolsitas de medio gramo en bien plegado papel manteca.

—Voy a pedirle un favor —dijo Max—. De hombre a hombre.

Lo miraba el malevo con súbito recelo, calculándole la intención. La sonrisa, todavía fija bajo el mostacho criollo, se le enfriaba en la boca.

—Llevo tiempo con la señora —prosiguió Max, sin mover una pestaña—. Y al marido le gusta Melina.

—¿Y?

—Que cinco es número impar.

Parecía reflexionar el otro sobre números pares e impares.

—Pero, che —dijo al fin—. Me toma por gil, amigo.

El tono brusco no inquietó a Max. Todavía. Sólo eran, de momento, dos perros de arrabal, uno mejor vestido que otro, olfateándose en una calleja. Ahí estaba el arreglo.

—Se pagará todo —apuntó, recalcando el
todo
mientras indicaba los medios gramos y el hachís—. Esto, lo otro. Con cuanto haya.

—El marido es un gaita abombado —dijo Rebenque pensativo, como si compartiera reflexiones—. ¿Vio los botines que lleva?… Un otario que suda mangos, a lo París.

—Volverá a su hotel con la cartera vacía. Tiene mi palabra.

La última frase pareció complacer al otro, pues observó a Max con renovada atención. En Barracas o La Boca, eso de empeñar la palabra podía entenderlo cualquiera. Más se respetaba allí lo dicho que en Palermo o Belgrano.

—¿Qué hay del collar de la señora? —el compadrón se tocaba, memorioso, el pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello en lugar de corbata—. Ya no lo lleva puesto.

—Lo mismo lo perdió. Pero eso queda fuera, me parece. Es otra liga.

Seguía mirándolo el malandro a los ojos, sin perder la sonrisa helada.

—Melina es una papusa cara… De treinta mangos por noche —arrastraba las palabras tangueándolas, cual si la ambición le afilase el acento—. Todo un biscuit.

—Claro. Pero no se preocupe. Se compensará.

Se tocó el otro el ala del chambergo, echándolo un poco atrás, y cogió el pucho de toscano que llevaba tras la oreja. Seguía mirando a Max, caviloso.

—Tiene mi palabra —repitió éste.

Inclinándose, sin decir nada, Rebenque encendió una cerilla en la suela de un zapato. Luego volvió a estudiar a su interlocutor entre la primera bocanada de humo. Metió Max una mano en un bolsillo del pantalón, justo bajo el peso de la Browning.

—Podría tomarse algo abajo —sugirió—, escuchando música bonita y fumándose un buen cigarro. En plan tranquilo… Y nos vemos luego.

Miraba el otro la mano escondida. O quizá adivinaba el bulto del arma.

—Ando medio cortado, amigo. Lárguese unos patacones a cuenta.

Sacó Max la mano del bolsillo, sereno. Noventa pesos. Era cuanto le quedaba, aparte de otros cuatro billetes de cincuenta escondidos tras el espejo, en el cuarto de la pensión. Rebenque se guardó el dinero sin contarlo, y a cambio le dio las seis bolsitas de cocaína. Tres pesos cada una, dijo indiferente, y el hachís era regalo de la casa. Ya arreglarían cuentas luego. En el cómputo general.

—¿Mucho bicarbonato? —preguntó Max, mirando los ravioles.

—Lo normal —el malevo se daba toques en la nariz con la uña larga del meñique—. Pero entra fino, como con grasita.

—Déjala que te bese, Max.

Negó el bailarín mundano. Estaba de pie, abotonada la chaqueta y apoyada la espalda en la pared, junto a uno de los divanes turcos y la ventana abierta a la oscuridad de la calle Garibaldi. El humo aromático del hachís, que ascendía hasta deshacerse en suaves espirales, le hacía entornar los ojos. Tan sólo había dado una breve chupada al cigarrillo que se consumía entre sus dedos.

—Prefiero que bese a tu marido… Él le gusta más.

—De acuerdo —rió Armando de Troeye, una copa de champaña en los labios, apurándola—. Que me bese a mí.

Estaba el compositor sentado en el otro diván, en chaleco y mangas de camisa, vueltos los puños sobre las muñecas y flojo el nudo de la corbata, tirada la chaqueta en el suelo de cualquier manera. Las pantallas de los quinqués de queroseno velaban el cuarto con una penumbra verdosa que arrancaba reflejos tornasolados, como relumbres de aceite, a la piel de las dos mujeres. Mecha se encontraba junto a su marido, recostada con aire indolente en los cojines de falso damasco, descubiertos los brazos y cruzadas las piernas. Se había quitado los zapatos, y de vez en cuando se llevaba a la boca su cigarrillo de hachís, aspirando hondo.

—Bésalo, anda. Besa a mi hombre.

Melina, la tanguera, se encontraba de pie entre los dos divanes. Había ejecutado, momentos antes, un remedo de danza al supuesto compás de la música que llegaba de abajo, apenas audible a través de la puerta cerrada. Estaba descalza, aturdida por el hachís, desabotonada la blusa sobre los senos que oscilaban pesados y densos. Sus medias y su ropa interior eran gurruños de seda negra sobre la alfombra, y tras los últimos movimientos del baile lascivo y silencioso que acababa de ejecutar, aún sostenía con las dos manos, subida hasta la mitad de los muslos, la falda estrecha de tajo apache.

—Bésalo —insistió Mecha—. En la boca.

—No beso ahí —protestó Melina.

—A él, sí… O te vas de aquí.

Rió De Troeye mientras la bailarina se le acercaba y, apartándose el pelo rubio de la cara, subida al diván, puesta a horcajadas sobre él, lo besaba en la boca. Para hacerlo en esa postura tuvo que levantarse aún más la falda, y la luz verde y aceitosa del queroseno resbaló por su piel, a lo largo de las piernas desnudas.

—Tenías razón, Max —dijo el compositor, cínico—. Yo le gusto más.

Había metido las manos bajo la blusa y acariciaba el pecho de la tanguera. Gracias a dos papeles de cocaína que ya estaban abiertos y vacíos sobre la mesita oriental, el compositor parecía despejado pese al mucho alcohol que a esas horas llevaba en la sangre. Sólo se le traslucía, observó el bailarín mundano con curiosidad casi profesional, en cierta torpeza de movimientos y en la manera de interrumpirse y buscar, con esfuerzo, alguna palabra trabada en la lengua.

—¿De verdad no quieres probar? —ofreció De Troeye.

Sonrió Max esquivo, con prudencia y mucha calma.

—Más tarde… Quizá más tarde.

Callaba Mecha, el cigarrillo humeante en los labios, balanceando uno de sus pies descalzos. Comprobó Max que no miraba a Melina y a De Troeye, sino a él. Se mostraba sin expresión y tal vez pensativa, cual si la escena de su marido y la otra mujer le fuese indiferente o la propiciara sólo en obsequio del bailarín mundano. Con el exclusivo fin de observarlo a él mientras todo ocurría.

—¿Por qué esperar? —dijo ella de pronto.

Se puso en pie despacio, alisándose la falda del vestido casi con formalidad, el cigarrillo de hachís todavía en la boca, y tomando a Melina por los hombros la hizo incorporarse, apartándola de su marido, para conducirla hasta Max. Se dejaba hacer la otra, obediente como un animal sumiso, oscilantes los senos desnudos a los que la transpiración adhería la blusa desabotonada.

—Guapa y vulgar —dijo Mecha mirando a Max a los ojos.

—Me importa una mierda —respondió éste, casi con suavidad.

Era la primera vez que enunciaba una grosería delante de los De Troeye. Ella sostuvo su mirada un momento, ambas manos en los hombros de Melina, y luego la empujó sin violencia hasta que el pecho húmedo y cálido de la tanguera se apoyó en el de Max.

—Sé amable con él —susurró Mecha al oído de la mujer—. Es un buen chico de barrio… Y baila maravillosamente bien.

Buscó Melina con ademán torpe y expresión aturdida los labios del hombre, pero éste los apartó con desagrado. Había tirado el cigarrillo por la ventana y sostenía de cerca la mirada de Mecha, enturbiada por el contraluz verdoso de los quinqués. Ella lo estudiaba con aparente frialdad técnica, advirtió. Con una curiosidad extrema que parecía científica. Mientras, la tanguera había desabotonado la chaqueta y el chaleco de Max, y se ocupaba de los botones que aseguraban los tirantes y los que cerraban la cintura del pantalón.

—Un inquietante buen chico —insistió Mecha, enigmática.

Presionaba con las manos sobre los hombros de Melina, obligándola a arrodillarse ante él y acercar la cara a su sexo. En ese momento se escuchó a espaldas de las mujeres la voz de De Troeye:

—No me dejéis al margen, maldita sea.

Pocas veces había visto Max tanto desprecio como el que hizo relampaguear los ojos de Mecha antes de que volviera el rostro hacia el marido, mirándolo sin despegar los labios. Y ojalá, se dijo fugazmente, nunca una mujer me mire a mí de ese modo. Por su parte, encogiéndose de hombros y resignado al papel de espectador, De Troeye llenó otra copa de champaña, la vació de un trago y se puso a desliar un raviol de cocaína. Para entonces Mecha se había vuelto de nuevo a Max; y mientras la bailarina, dócilmente arrodillada, llegaba al objeto de la maniobra con escasa aplicación profesional —al menos tenía una lengua húmeda y cálida, apreció Max, ecuánime—, Mecha dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra y acercó los labios a los del hombre sin llegar a rozarlos, mientras sus iris parecían teñirse con la claridad verdosa del queroseno. Estuvo así un momento prolongado, mirándolo inmóvil y muy de cerca, el cuello y el rostro silueteados en el escorzo de penumbra y la boca a menos de una pulgada de la de Max, mientras éste colmaba sus sentidos con el suave aleteo de su respiración, la cercanía del cuerpo esbelto y mórbido, el aroma de hachís, perfume diluido y sudor suave que mestizaba la piel de la mujer. Fue eso, y no la torpe actuación de Melina, lo que avivó realmente su deseo; y cuando la carne se endureció al fin, tensa y desbordando la ropa, Mecha, que parecía acechar el momento, apartó brusca a la tanguera y se aplastó con ávida violencia contra la boca de Max, arrastrándolo al diván mientras a su espalda sonaba la risa gozosa del marido.

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