—No querrán irse así —dijo Juan Rebenque—. Tan pronto.
Su sonrisa peligrosa se interponía entre ellos y la puerta, rebosando mala entraña. Estaba de pie en medio del pasillo con aspecto desafiante, inclinado el sombrero y las manos en los bolsillos del pantalón. De vez en cuando bajaba los ojos para mirar sus zapatos, como si pretendiera asegurarse de que el brillo estaba a la altura de las circunstancias. Max, que había previsto aquello, observó el bulto del cuchillo en el costado izquierdo del saco cerrado del compadrón. Después se volvió a De Troeye.
—¿Cuánto llevas encima? —preguntó en voz baja.
El rostro del compositor mostraba los estragos de la noche: ojos enrojecidos, mentón donde empezaba a despuntar la barba, la corbata anudada de cualquier manera. Melina había soltado su brazo y se apoyaba en la pared del pasillo, el aire hastiado e indiferente, como si cuanto ocupara sus pensamientos fuese una cama donde echarse y dormir doce horas seguidas.
—Me quedan unos quinientos pesos —murmuró De Troeye, confuso.
—Dámelos.
—¿Todos?
—Todos.
El compositor estaba demasiado cansado y aturdido por el alcohol para protestar. Obediente, con manos torpes, sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y dejó que Max la despojara fríamente. Sentía éste los ojos de Mecha fijos en él —estaba un poco más atrás en el pasillo, el chal sobre los hombros, observando la escena—, pero no la miró ni un solo instante. Necesitaba concentrarse en cosas más urgentes. Y peligrosas. La principal era llegar hasta el Pierce-Arrow donde aguardaba Petrossi, con el mínimo de dificultades posible.
—Ahí tiene —le dijo al compadrón.
Contó éste billetes sin inmutarse. Al terminar golpeteó un momento con ellos en los dedos de una mano, pensativo. Luego los guardó en un bolsillo y ensanchó la sonrisa.
—Hubo más gastos —dijo cachazudo, arrastrando mucho el acento. No miraba a De Troeye, sino a Max. Como si se tratara de un asunto personal entre ambos.
—No creo —dijo Max.
—Pues le aconsejo que lo crea, amigo. Melina es una mina linda, ¿no es cierto?… También hubo que conseguir los papelitos manteca y todo lo demás —miró un segundo a Mecha, insolente—. La señora, usted y aquí, el otario, han tenido una bonita noche… Procuremos tenerla todos.
—No queda un mango —dijo Max.
Pareció detenerse el otro en la última palabra, acentuando la sonrisa como si apreciara el término arrabalero.
—¿Y la señora?
—No lleva.
—Había un collar, me parece.
—Ya no lo hay.
Sacó el malevo las manos de los bolsillos y se desabotonó la chaqueta. Al hacerlo, la empuñadura marfileña del cuchillo asomó desde la sisa del chaleco.
—Pues habrá que investigar eso —miraba la cadena de oro que relucía entre la ropa de De Troeye—. Y también me gustaría saber la hora, porque se me paró el reloj.
Max se fijó en los puños de la camisa y los bolsillos del malandro.
—No parece que usted lleve reloj.
—Se me paró hace años… ¿Para qué voy a llevar uno parado?
No merece la pena, pensaba Max, que maten a nadie por un reloj. Ni siquiera por un collar de perlas. Pero había algo en la sonrisa del compadrón que lo irritaba. Demasiada suficiencia, tal vez. Demasiada seguridad, por parte del llamado Juan Rebenque, de ser el único que pisaba terreno propio.
—¿Ya le dije que soy de Barracas, nacido en la calle Vieytes?
Se oscureció la sonrisa del otro, cual si de pronto el mostacho criollo le diera sombra. Qué hay con eso, decía el gesto. A estas horas de la noche.
—No te metás —dijo, seco.
La expresión de su rostro hacía el tuteo más brusco e inquietante. Max lo analizó despacio, situando la amenaza en el territorio en que se producía. La actitud del fulano, el vestíbulo, la puerta, la calle con el coche aguardando. No podía descartarse que Rebenque tuviera algún amigo cerca, dispuesto a echar una mano.
—Según recuerdo, en el barrio éramos de ley —añadió Max, con mucha calma—. La gente tenía palabra.
—¿Y?
—Cuando querías un reloj, te lo comprabas.
Ya no había sonrisa en el rostro del otro. La había sustituido una mueca peligrosa. De lobo cruel, a punto de morder.
—¿Sos o te hacés?
Un dedo pulgar rascaba el chaleco, como si reptara camino del mango de marfil. De un vistazo, el bailarín mundano calculó distancias. Tres pasos lo separaban del cuchillo del otro; que, por su parte, aún tenía que sacarlo de la vaina. Casi imperceptiblemente, Max se puso de lado oponiéndole el flanco izquierdo, pues así podría protegerse mejor con un brazo y una mano. Había aprendido esa clase de cálculos —la silenciosa y útil coreografía previa— en los burdeles legionarios de África, mientras volaban botellas rotas y navajazos. Puestos a ladrar, era mejor ser perro.
—Oh, por Dios… Dejad de jugar a los gallitos —sonó la voz de Mecha, a su espalda—. Tengo sueño. Dadle el reloj y vámonos de aquí.
No se trataba de gallitos, sabía Max, aunque no era momento para explicaciones. El compadrón tenía atravesado aquello en la garganta desde mucho antes, posiblemente a causa de la propia Mecha. Desde la primera vez que la vio, sin duda. Desde el tango. No perdonaba la exclusión de que había sido objeto esa noche; y el alcohol que seguramente había acompañado su espera no mejoraba las cosas. El reloj, el collar confiado a Petrossi, los noventa pesos de Max y los quinientos que acababa de soltar De Troeye, no eran más que pretextos para el cuchillo que le cosquilleaba al malevo en la axila. Buscaba su hombrada, y Mecha era la testigo.
—Salid —dijo, sin volverse, a la mujer y a su marido—. Derechos al coche.
Quizá fue el tono. La manera en que sostenía la mirada alevosa de Rebenque. Mecha no dijo nada más. Tras unos segundos, Max comprobó por el rabillo del ojo que ella y el marido se situaban a su lado, más cerca de la puerta, pegados a la pared.
—Qué prisas, che —dijo el malevo—. Con el tiempo que tenemos.
Lo desprecio porque lo conozco hasta por las tapas, pensó Max. Podría ser yo mismo. Su error es creer que un traje bien cortado nos hace diferentes. Que eso borra la memoria.
—Salid a la calle —repitió a los De Troeye.
El pulgar del malevo se acercó más al cuchillo. A un centímetro estaba del mango de marfil cuando Max metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, tocando el metal tibio de la Browning. Era una 6,35 a la que había acerrojado una bala en la recámara, con disimulo, antes de bajar al vestíbulo. Con un dedo y sin sacarla del bolsillo, le quitó el seguro. Bajo el ala del sombrero de Rebenque, sus ojos oscuros y reflexivos seguían, interesados, cada movimiento del bailarín mundano. Al fondo, entre la neblina humosa del salón, el gramófono empezó a tocar los compases de
Mano a mano
.
—Aquí no se va nadie —dijo el malevo, sobrado.
Luego dio un paso adelante que anunciaba garabatos de acero en el aire. Metía ya la mano derecha en la sisa del chaleco cuando Max le puso la Browning delante de la cara. Apuntándole entre los ojos.
—Desde que inventaron esto —dijo, sereno— ya no hay valientes.
Lo expuso sin alarde ni arrogancia: en tono quedo, discreto, como si se tratara de una confidencia entre compadres. De tú a tú. Confiando, al mismo tiempo, en que no le temblase la mano. Miraba el otro el agujero negro del cañón con gesto serio. Casi pensativo. Parecía un jugador profesional, pensó Max, calculando cuántos ases quedaban en el mazo de cartas sobre la mesa. Debió de concluir que pocos, porque al cabo de un instante apartó los dedos del mango del cuchillo.
—No serías tan bravo si estuviéramos parejos —comentó, mirándolo muy zaino y muy fijo.
—Claro que no —admitió Max.
Aún le sostuvo un momento el otro la mirada. Al cabo indicó la puerta con un movimiento del mentón.
—Rajá.
Le había vuelto la sonrisa a la boca. Tan resignada como peligrosa.
—Subid al coche —ordenó Max a Mecha y su marido sin dejar de apuntar al malevo.
Se fueron los De Troeye —rápido taconeo de mujer en el piso de madera— sin que el otro les dirigiese una ojeada. Sus pupilas seguían clavadas en el bailarín mundano, llenas de promesas siniestras e improbables.
—¿No te gustaría intentarlo, amigo?… Mirá que sobran cuchillos en el barrio. Herramientas para hombres, figurate. Podrían prestarte alguno.
Sonrió Max, esquinado. Casi cómplice.
—Otro día, quizás. Hoy tengo prisa.
—Qué pena.
—Sí.
Salió a la calle sin apresurar el paso mientras se guardaba la pistola, aspirando con aliviado deleite el aire fresco y húmedo de la madrugada. El Pierce-Arrow estaba frente al portal con el motor en marcha y los faros encendidos; y cuando el bailarín mundano se metió dentro, dando un portazo, Petrossi quitó el freno, engranó la marcha y arrancó con violento chirrido de neumáticos. El brusco movimiento hizo caer a Max en el asiento de atrás, entre los De Troeye.
—Dios mío —murmuraba el marido, asombrado—. Vaya nochecita completa.
—Queríais Guardia Vieja, ¿no?
Recostada en los cojines de cuero, Mecha reía a carcajadas.
—Creo que me estoy enamorando de Max… ¿No te importa, Armando?
—En absoluto, mujer. Yo también lo amo.
Carne bellísima. Espléndida. Tal vez ésas eran las palabras exactas para definir el cuerpo de mujer dormido e inmóvil que contemplaba Max en la penumbra del dormitorio, sobre las sábanas revueltas. No había pintor ni fotógrafo, concluyó el bailarín mundano, capaz de registrar fielmente aquellas líneas largas y soberbias, combinadas por la naturaleza con perfección deliciosa en la espalda desnuda, los brazos extendidos en preciso ángulo abrazando la almohada, la curva suave de las caderas prolongada hasta el infinito en las piernas esbeltas, que ligeramente separadas mostraban, desde atrás, el arranque del sexo. Y como centro ideal en el que convergieran todas aquellas líneas largas y curvas suaves, la nuca desnuda, vulnerable, con el cabello recortado a ras justo por encima, que el bailarín mundano había rozado con los labios antes de incorporarse, para estar seguro de que Mecha dormía.
Terminando de vestirse, Max apagó el cigarrillo que había fumado, fue al cuarto de baño —mármol y azulejos blancos— y se anudó la corbata ante el gran espejo situado sobre la pileta del lavabo. Cruzó a continuación el dormitorio mientras se abotonaba el chaleco, en busca de la chaqueta y el sombrero que había dejado en el saloncito inglés de la enorme habitación en suite del Palace, junto a la lámpara encendida y el sofá de caoba donde Armando de Troeye, vestido y con la ropa en desorden, suelto el cuello postizo, en calcetines, dormía encogido como un vagabundo borracho en un banco de la calle. El ruido de pasos hizo abrir los ojos al compositor, que se removió aturdido en la tapicería de terciopelo rojo.
—¿Qué pasa… Max? —preguntó con lengua pastosa, torpe.
—No pasa nada. Petrossi se quedó con el collar de Mecha, y voy a buscarlo.
—Buen chico.
De Troeye cerró los ojos y se dio la vuelta. Max permaneció un momento observándolo. El desprecio que le inspiraba aquel hombre competía con el asombro por lo ocurrido en las últimas horas. Por un momento sintió deseo de golpearlo sin piedad ni remordimientos; pero eso, concluyó fríamente, no aportaba nada práctico a la situación. Eran otras cosas las que urgían su interés. Había estado largo rato reflexionando sobre ellas, inmóvil junto al cuerpo exhausto y dormido de Mecha, con los recuerdos y sensaciones últimos agolpándose como cantos rodados de un torrente: el modo en que cruzaron el vestíbulo del hotel sosteniendo al marido, el conserje de noche que les entregó la llave, el ascensor y la llegada a la habitación, los gruñidos y las risas sofocadas. Y después, De Troeye mirándolos con ojos vidriosos de animal aturdido mientras la mujer y Max se desnudaban para acometerse con ansia y total ausencia de pudor, sorbiéndose bocas y cuerpos, retrocediendo a empujones hasta el dormitorio, donde sin cerrar la puerta arrancaron la colcha de la cama y él se hundió en la carne de mujer con desesperada violencia, más cercana a un ajuste de cuentas que a un acto de pasión, o de amor.
Cerró con mucho cuidado la puerta tras de sí, procurando no hacer ruido, y salió al pasillo. Caminó sobre la alfombra que apagaba sus pasos, y eludiendo el ascensor bajó por la amplia escalera de mármol mientras consideraba los próximos movimientos. No era cierto que el collar de Mecha se hubiera quedado en el Pierce-Arrow. Al bajar del automóvil ante el hotel, mientras le decía al chófer que aguardase para llevarlo más tarde a la pensión Caboto, Max había devuelto a Petrossi la pistola y recuperado la sarta de perlas, que metió en un bolsillo sin que Mecha ni el marido lo advirtiesen. Ahí había estado todo el tiempo y ahí estaba ahora, abultando bajo la mano con que Max se palpaba el bolsillo izquierdo de la chaqueta mientras cruzaba entre las columnas del vestíbulo, saludaba con un leve alzar de cejas al conserje de noche y salía afuera, donde Petrossi dormitaba en el coche bajo la luz de una farola: la gorra a un lado, en el baquet, sobre un ejemplar doblado de
La Nación
, y la cabeza echada atrás en el respaldo de cuero, que alzó cuando Max golpeó con los nudillos el cristal.
—Lléveme a Almirante Brown, por favor… Y no, déjelo. No se ponga la gorra. Después váyase a casa.
No cambiaron una palabra durante el trayecto. De vez en cuando, al resplandor de los faros contra una fachada o muro, combinado con la luz grisácea que empezaba a asentar el amanecer, Max advertía en el espejo retrovisor la mirada silenciosa del chófer, que en ocasiones se cruzaba con la suya. Cuando el Pierce-Arrow se detuvo ante la pensión, Petrossi salió para abrir la portezuela a Max. Bajó éste, el sombrero en la mano.
—Gracias, Petrossi.
El chófer lo miraba impasible.
—Por nada, señor.
Dio Max un paso hacia el portal y se detuvo de pronto, volviéndose.
—Fue un placer conocerlo —añadió.
Con aquella luz indecisa era difícil asegurarlo, pero tuvo la impresión de que Petrossi sonreía.
—Al contrario, señor… Casi todo el placer fue mío.
Ahora le tocó a Max el turno de sonreír.
—Esa Browning está muy bien. Consérvela.
—Celebro que le fuera útil.
Un ligero desconcierto cruzó por la mirada del chófer mientras, con gesto espontáneo, el bailarín mundano se quitaba el Longines de la muñeca.