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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (27 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Permanece callada de nuevo, un instante.

—Por suerte tuve a Jorge —añade.

Max asiente abstraído, reflexionando sobre cuanto acaba de escuchar. No lo comenta en voz alta, pero ella se equivoca. Respecto a él, por lo menos. Su problema no es de nostalgia por el mundo de ayer, sino algo más prosaico. Durante la mayor parte de su vida intentó sobrevivir en ese mundo, adaptándose a un escenario que, al derrumbarse, acabaría arrastrándolo. Cuando eso ocurrió, era demasiado tarde para empezar de nuevo: la vida había dejado de ser un vasto territorio de caza poblado de casinos, hoteles caros, transatlánticos y lujosos trenes expresos, donde la forma de trazarse la raya en el pelo o de encender un cigarrillo podían influir en la fortuna de un joven audaz. Hoteles, viajes, lugares, hombres más zafios y menos atractivos, había dicho Mecha con singular precisión. Aquella vieja Europa, la que bailó en los dancings y palaces el
Bolero
de Ravel y el
Tango de la Guardia Vieja
, ya no podía contemplarse al trasluz de una copa de champaña.

—Dios mío, Max… Eras guapísimo. Con ese aplomo tuyo, tan elegante y canalla a la vez.

Lo contempla con extrema atención, cual si buscara en su rostro envejecido al joven apuesto que conoció. Dócil, haciendo gala de un distinguido estoicismo —en los labios una mueca suave, de hombre de mundo resignado a lo inevitable—, él se somete al examen.

—Singular historia, ¿verdad? —concluye al fin ella, dulcemente—. Tú y yo… Nosotros, el
Cap Polonio
, Buenos Aires y Niza.

Con perfecta sangre fría, sin decir palabra, Max se inclina un poco sobre la mesa, toma una mano de la mujer y la besa.

—No es verdad lo que dije el otro día —Mecha gratifica el gesto con una mirada radiante—. Estás muy bien para tu edad.

Se encoge él de hombros con la adecuada modestia.

—No es verdad. Soy un viejo como cualquier otro, que ha conocido el amor y el fracaso.

La carcajada de ella suscita miradas en las mesas próximas.

—Condenado pirata. Eso tampoco es tuyo.

Max ni siquiera parpadea.

—Pruébalo.

—Al decirlo has rejuvenecido treinta años… ¿Ponías la misma cara impasible cuando te interrogaba la policía?

—¿Qué policía?

Ahora ríen los dos. También Max, mucho. Sinceramente.

—Tú sí que estás bien —dice después—. Eras… Eres la mujer más hermosa que vi nunca. La más elegante y la más perfecta. Parecía que anduvieses por la vida con un foco que siguiera tus pasos, iluminándote continuamente. Como esas actrices de cine que parecen interpretar mitos que ellas mismas crearon.

De pronto Mecha se ha puesto seria. Al cabo de un instante la ve sonreír con desgana. Cual si lo hiciera desde lejos.

—El foco se apagó hace tiempo.

—No es verdad —opone Max.

Ella ríe de nuevo, pero de modo distinto.

—Oye, basta. Somos dos viejos hipócritas, mintiéndonos mientras los jóvenes bailan.

—¿Quieres bailar?

—No seas tonto… Viejo, caradura y tonto.

Ha cambiado el ritmo de la música. El cantante del bisoñé y la chaqueta de fantasía se ha tomado un respiro: suenan los compases instrumentales de
Crying in the Chapel
y las parejas se abrazan en la pista. También bailan así Jorge Keller e Irina. La joven apoya la cabeza en un hombro del ajedrecista, sus manos cruzadas tras la nuca de éste.

—Parecen enamorados —comenta Max.

—No sé si es la palabra. Tendrías que verlos cuando analizan partidas con un tablero delante. Ella puede ser implacable, y él se revuelve como un tigre furioso… A menudo es Emil Karapetian quien tiene que hacer de árbitro. Pero la combinación resulta eficaz.

Max se ha vuelto a mirarla con atención.

—¿Y tú?

—Oh, bueno. Como dije antes, soy la madre. Me quedo fuera, como ahora. Observándolos. Atenta a cubrir las necesidades. La logística… Pero todo el tiempo sé dónde estoy.

—Podrías vivir tu propia vida.

—¿Y quién dice que ésta no es mi propia vida?

Golpetea suavemente con las uñas sobre el paquete de cigarrillos. Al fin coge uno y Max se lo enciende, solícito.

—Tu hijo se te parece mucho.

Mecha expulsa el humo, mirándolo con súbito recelo.

—¿En qué?

—El físico, sin duda. Delgado, alto. Hay algo en sus ojos cuando sonríe que recuerda a los tuyos… ¿Cómo era su padre, el diplomático? Realmente apenas me acuerdo. Un hombre agradable y elegante, ¿no?… Aquella cena en Niza. Y poco más.

Ella escucha con curiosidad, tras las espirales grises que deshace la brisa suavísima del mar cercano.

—Podrías ser tú el padre… ¿Nunca se te ocurrió pensarlo?

—No digas cosas absurdas. Te lo ruego.

—No es absurdo. Piensa un momento. La edad de Jorge. Veintiocho años… ¿No te sugiere nada?

Se remueve él en la silla, incómodo.

—Por favor. Podría…

—¿Podría ser cualquiera, quieres decir?

De pronto parece molesta. Sombría. Apaga el cigarrillo con brusquedad, aplastándolo en el cenicero.

—Tranquilízate. No es hijo tuyo.

Pese a todo, Max no acaba de quitarse aquello de la cabeza. Sigue pensando, desazonado. Haciendo cálculos absurdos.

—Aquella última vez, en Niza…

—Oh, maldito seas. Por Dios… Al diablo tú y Niza.

La mañana era fresca y espléndida. Ante la ventana de la habitación del hotel de París, en Montecarlo, los árboles agitaban sus ramas y perdían las primeras hojas de otoño a causa del mistral, que llevaba dos días soplando en el cielo sin nubes. Minucioso, atento a cada detalle de la ropa, Max —pelo alisado con fijador, aroma reciente a masaje facial— terminó de vestirse: abotonó el chaleco y se puso la chaqueta del traje de cheviot castaño de siete guineas, hecho a medida cinco meses antes en Londres por Anderson & Sheppard. Después se introdujo un pañuelo blanco en el bolsillo superior, dio un último toque a la corbata de rayas rojas y grises, comprobó de un vistazo el lustrado de los zapatos de cuero marrón y llenó los bolsillos con los objetos dispuestos sobre la cómoda: una estilográfica Parker Duofold, una pitillera de carey —ésta sí tenía grabadas sus propias iniciales— con veinte cigarrillos turcos, y una billetera de piel que contenía dos mil francos, la
carte de saison
para el círculo privado del Casino y la tarjeta de socio del Sporting Club. El encendedor Dunhill de gasolina chapado en oro estaba en la mesita de desayuno situada junto a la ventana, sobre un diario con las últimas noticias de la guerra de España —
Las tropas de Franco intentan reconquistar Belchite
, era el titular—. Se metió el encendedor en el bolsillo, tiró el diario a la papelera, cogió el sombrero de fieltro y el bastón de Malaca, y salió al pasillo.

Vio a los dos hombres al pisar los últimos peldaños de la espléndida escalera, bajo la cúpula acristalada del vestíbulo. Estaban sentados, con los sombreros puestos, en uno de los sofás situados a la derecha, junto a la puerta del bar; y al principio los tomó por policías. A los treinta y cinco años —hacía siete que había dejado de trabajar como bailarín mundano en hoteles de lujo y transatlánticos—, Max poseía un instinto profesional afinado en detectar situaciones de riesgo. Un rápido vistazo dirigido a los dos sujetos lo convenció de que ésa lo era: al verlo aparecer habían cambiado entre ellos algunas palabras, y ahora lo miraban con visible interés. Con aire casual, a fin de evitar una escena inconveniente en el vestíbulo —quizá una detención, aunque en Mónaco estaba limpio de antecedentes—, Max fue al encuentro de los dos hombres, aparentando dirigirse al bar. Cuando llegó a su altura, los dos se pusieron de pie.

—¿El señor Costa?

—Sí.

—Me llamo Mauro Barbaresco, y mi amigo es Domenico Tignanello. ¿Podríamos charlar un momento?

El que había hablado —en correcto español pero con marcado acento italiano— era fuerte de hombros, de nariz aguileña y ojos vivos, e iba vestido con un traje gris algo estrecho cuyos pantalones se abolsaban en las rodillas. El otro era más bajo y grueso, tenía un rostro meridional, melancólico, con un lunar grande en la mejilla izquierda, y llevaba un terno oscuro a rayas —arrugado y con brillos en los codos, observó Max— con corbata demasiado ancha y zapatos sucios. Los dos debían de andar por la treintena larga.

—Sólo dispongo de media hora. Después tengo un compromiso.

—Será suficiente.

La sonrisa del de la nariz aguileña parecía demasiado amistosa para ser tranquilizadora —Max sabía por experiencia que un policía sonriente era más peligroso que uno serio—; pero si aquellos dos estaban del lado de la ley y el orden, concluyó, no era de un modo convencional. Por otra parte, que conocieran su nombre no tenía nada de particular. En Montecarlo estaba registrado como Máximo Costa, su pasaporte venezolano era auténtico y estaba en regla. También tenía una cuenta de cuatrocientos treinta mil francos en la sucursal del Barclays Bank; y en la caja fuerte del hotel, otros cincuenta mil que lo avalaban como cliente honorable; o, al menos, solvente. Sin embargo, algo daba mala espina en aquellos dos. Su olfato adiestrado en terrenos difíciles detectaba problemas.

—¿Podemos invitarlo a una copa?

Dirigió Max un vistazo al interior del bar: Emilio, el barman, agitaba una coctelera detrás de la barra americana, y varios clientes bebían sus aperitivos sentados en sillas de cuero, entre las paredes con apliques de cristal y paneles de madera barnizada. No era lugar idóneo para conversar con aquellos dos, así que señaló la puerta giratoria que daba a la calle.

—Vamos enfrente. Al café de París.

Cruzaron la plaza ante el Casino, donde el portero, con buena memoria para las propinas, saludó a Max. El viento del norte teñía el mar cercano de un color azul más intenso de lo habitual, y las montañas que dislocaban en abruptos grises y ocres el relieve de la costa parecían más limpias y próximas en aquel extenso paisaje de villas, hoteles y casinos que era la Costa Azul: un bulevar de sesenta kilómetros habitado por camareros tranquilos que esperaban a clientes, croupiers lentos que esperaban a jugadores, mujeres rápidas que esperaban a hombres con dinero, y buscavidas despiertos que, como el propio Max, esperaban la ocasión de beneficiarse de todo eso.

—Va a cambiar el tiempo —comentó el llamado Barbaresco a su compañero, mirando el cielo.

Por alguna razón que no se detuvo a considerar, a Max le pareció que sonaba como amenaza, o advertencia. De cualquier modo, la certeza de complicaciones inminentes se afianzaba cada vez más. Procurando mantener la cabeza fría eligió una mesa bajo las sombrillas de la terraza del café, en la parte más tranquila. La fachada imponente del Casino quedaba a la izquierda, y el hotel de París y el Sporting Club al otro lado de la plaza. Tomaron asiento, acudió el camarero y encargaron bebidas: patrióticos cinzanos Barbaresco y Tignanello, y Max un combinado Riviera.

—Tenemos una propuesta que hacerle.

—Cuando dice
tenemos
, ¿a quién se refiere?

Se quitó el sombrero el italiano, pasándose después una mano por la cabeza. Tenía el cráneo calvo y bronceado. Unido a la anchura de los hombros, eso le daba un aspecto atlético. Deportivo.

—Somos intermediarios —dijo.

—¿De quién?

Una sonrisa cansada. El italiano miraba, sin tocarla, la bebida roja que el camarero le había puesto delante. Su melancólico compañero había cogido la suya y la acercaba a los labios, cauto, como si desconfiara de la rodaja de limón que tenía dentro.

—A su debido tiempo —repuso Barbaresco.

—Bien —Max se disponía a encender un cigarrillo—. Veamos esa propuesta.

—Un trabajo en el sur de Francia. Muy bien pagado.

Sin accionar el encendedor, Max se puso en pie con mucha calma, llamó al camarero y pidió la cuenta. Tenía demasiada experiencia en provocadores, soplones y policías camuflados como para prolongar aquella situación.

—Ha sido un placer, caballeros… Ya dije antes que tengo un compromiso. Les deseo un buen día.

Los dos individuos permanecieron sentados, sin alterarse. Barbaresco sacó del bolsillo un documento de identidad y lo mostró, abierto.

—Esto es serio, señor Costa. Algo oficial.

Max miró el carnet. Tenía pegada la foto de su propietario junto al escudo de Italia y las siglas SIM.

—Mi amigo tiene otro igual que éste… ¿Verdad, Domenico?

Asintió el otro, taciturno como si en vez de preguntarle por un documento de identidad le hubiesen preguntado si tenía tuberculosis. También se había quitado el sombrero y lucía un pelo negro rizado y grasiento que acentuaba su aspecto meridional. Siciliano o calabrés, imaginó Max. Con toda la melancolía racial de allá abajo pintada en la cara.

—¿Y son auténticos?

—Como hostias consagradas.

—Sean lo que sean, su jurisdicción acaba en Ventimiglia, me parece.

—Estamos aquí de visita.

Max volvió a sentarse. Como todo el que leyera periódicos, estaba al corriente de las pretensiones territoriales de Italia, que desde la toma del poder por Mussolini reclamaba la antigua frontera en el sur de Francia, extendiendo su reivindicación hasta el río Var. Tampoco se le escapaba que, con el ambiente creado por la guerra de España y las tensiones políticas en Europa y el Mediterráneo, la franja costera que incluía Mónaco y el litoral francés hasta Marsella era un hormiguero de agentes italianos y alemanes. Sabía, asimismo, que SIM significaba Servizio Informazioni Militare, y que bajo ese nombre eran conocidos los servicios secretos exteriores del régimen fascista.

—Antes de entrar en materia, señor Costa, permítame decirle que lo sabemos todo sobre su persona.

—¿Cuánto de todo?

—Juzgue usted mismo.

Tras aquel preámbulo, Barbaresco se bebió el vermut —tres sorbos prolongados a modo de pausas— mientras resumía con notable eficiencia, en aproximadamente dos minutos, la trayectoria profesional de Max en Italia durante los últimos años. Eso incluía, entre otros sucesos menores, un robo de joyas a una norteamericana llamada Howells en su apartamento de la via del Babuino de Roma, otro robo en el Gran Hotel de la misma ciudad a una ciudadana belga, una apertura de caja fuerte en una villa de Bolzano propiedad de la marquesa Greco de Andreis, y un robo de joyas y dinero a la soprano brasileña Florinda Salgado en una suite del hotel Danieli de Venecia.

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