—No es necesario… Se lo ruego. Hace demasiado calor.
Tras cerrar el ropero, se acercó a la mujer y le entregó el guante. Lo tomó ella sin apenas mirarlo y se quedó con él en la mano, golpeándolo suavemente contra el bolso de marroquín. Permanecía de pie ignorando deliberadamente la única silla, tan serena como en el salón de un hotel que hubiera frecuentado toda su vida. Miraba en torno y se tomaba tiempo estudiando cada detalle: el rectángulo de sol que la ventana orientaba sobre las baldosas desportilladas del suelo, encuadrando el maltrecho baúl con etiquetas de líneas marítimas y de algún hotel de tercera categoría con alojamiento incluido en el contrato; el calentador Primus sobre el mármol de la cómoda; los utensilios de afeitar, la cajita de polvos dentífricos y el tubo de gomina fijapelo Stacomb dispuestos junto a la jofaina. Sobre la mesita de noche situada junto a la cama, bajo un quinqué de queroseno —el fluido eléctrico de la pensión Caboto se interrumpía a las once de la noche—, estaban un pasaporte de la República Francesa, la pitillera con iniciales ajenas, una cajita de cerillas del
Cap Polonio
y una billetera que —su contenido no estaba a la vista, pensó Max con alivio— sólo tenía dentro siete billetes de cincuenta pesos y tres de veinte.
—Un guante tiene importancia —dijo ella—. No se abandona así como así.
Seguía mirándolo todo. Después se quitó el sombrero con mucha calma mientras sus ojos, con apariencia casual, se detenían en el bailarín mundano. Inclinaba ligeramente la cabeza a un lado, y él admiró una vez más la línea larga y elegante de su cuello, que parecía aún más desnudo bajo el cabello cortado a la altura de la nuca.
—Interesante lugar, el de ayer… Armando quiere volver.
Retornó Max con cierto esfuerzo a sus palabras.
—¿Esta noche?
—No. Hoy tenemos que asistir a un concierto en el teatro Colón… ¿Le irá bien mañana?
—Por supuesto.
Ella se sentó en el borde de la cama con perfecto aplomo, ignorando la silla vacía. Sostenía guante y sombrero en las manos, y al momento los puso a un lado, con el bolso. Sentada, la falda dejaba al descubierto sus rodillas bajo las medias color carne que cubrían las piernas esbeltas y largas.
—En cierta ocasión —dijo Mecha Inzunza— leí algo sobre guantes de mujer abandonados.
Parecía realmente pensativa, como si no hubiera reflexionado sobre ello hasta entonces.
—Un par de guantes no es un guante —añadió—. Dos serían olvido casual. Uno es…
Lo dejó en el aire, atenta a Max.
—¿Deliberado? —aventuró éste.
—Si algo me agrada de usted es que nunca podré llamarlo estúpido.
Sostenía el bailarín mundano, sin parpadear, la fijeza de los ojos color de miel.
—Y a mí me agrada cómo me mira —dijo suavemente.
La vio fruncir el ceño cual si analizara las implicaciones del comentario. Luego Mecha Inzunza cruzó las piernas y apoyó una mano a cada lado, sobre la colcha. Parecía molesta.
—¿De veras?… Vaya. Me decepciona —había un punto de frialdad en su tono—. Eso suena presuntuoso, me temo. Impropio.
Él no respondió esta vez. Seguía en pie frente a la mujer, inmóvil. Aguardando. Al cabo de un instante ella se encogió de hombros, indiferente, a la manera de quien se da por vencida ante una adivinanza absurda.
—Dígame cómo lo miro —dijo.
Max sonrió de pronto, con aparente sencillez. Aquélla era su mejor mueca de buen chico, ensayada cientos de veces ante espejos de hoteles baratos y pensiones de mala muerte.
—Hace sentir lástima por los hombres a quienes nunca una mujer miró así.
Apenas pudo disimular su desconcierto mientras ella se ponía en pie, como si estuviera dispuesta a marcharse. Desesperado, reflexionó a toda prisa para averiguar cuál había sido su error. El gesto o la palabra equivocados. Pero Mecha Inzunza, en vez de recuperar sus cosas y salir de la habitación, dio tres pasos hacia él. Max había olvidado que aún tenía jabón de afeitar en la cara; de manera que se sorprendió cuando la mujer alargó una mano para rozarle la mejilla y, tomando un poco de espuma blanca con el dedo índice, le dio un toque en la punta de la nariz.
—Parece un payaso guapo —dijo.
Se acometieron sin más palabras ni contemplaciones, con violencia, despojándose de cuanto estorbaba a la piel y la carne por las que se abrían camino en el cuerpo del otro; y, retirando la colcha de la cama, sumaron el olor de la mujer al del hombre que impregnaba las sábanas arrugadas durante la noche. Siguió luego un duro combate de sentidos; un largo choque de urgencias y deseos aplazados que transcurrió tenaz, sin piedad por ambas partes, y exigió de Max toda su sangre fría peleando en tres frentes simultáneos: mantener la calma necesaria, controlar las reacciones de la mujer y sofocar sus gemidos, evitando que toda la pensión Caboto se informara del lance. El rectángulo de sol de la ventana se había movido despacio hasta encuadrar la cama, y deslumbrados por él se inmovilizaban a veces, exhaustas lengua, boca, manos y caderas, ebrios de saliva y aroma del otro, relucientes de sudor mezclado, indistinto, que parecía escarcha de cristal bajo aquella luz cegadora. Y en cada ocasión se miraban muy de cerca con ojos desafiantes o asombrados, incrédulos ante el placer feroz que los ataba, recobrando el aliento a la manera de luchadores en una pausa del combate, entrecortada la respiración y martilleantes de sangre los tímpanos, antes de lanzarse de nuevo uno contra otro, con la avidez de quien resuelve al fin, casi con desesperación, un complejo asunto personal mucho tiempo aplazado.
Por su parte, en los relámpagos de lucidez, cuando se aferraba a detalles concretos o a pensamientos que permitiesen, demorándose en ellos, mantener por más tiempo el control de sí mismo, Max retuvo aquella mañana dos hechos singulares: en momentos intensos, Mecha Inzunza susurraba procacidades impropias de una señora; y en su carne suave y tibia, deliciosamente mórbida en los lugares oportunos, había marcas azuladas que parecían huellas de golpes.
Hace rato que se encendieron las bombillas en sus farolillos de cartón y papel, después de que el sol se ocultara sobre los acantilados que enmarcan la Marina Grande de Sorrento. Con esa luz artificial, menos precisa y fiel que la que acaba de extinguirse tras un último resplandor cárdeno del cielo y la orilla del agua, en las facciones de la mujer que Max Costa tiene delante parecen difuminarse los rasgos más recientes. De ese modo, la suave claridad eléctrica que ilumina las mesas de la trattoria Stéfano borra la huella de los años transcurridos y devuelve el antiguo delineado preciso, de extrema belleza, al rostro que Mecha Inzunza tuvo en otro tiempo.
—Nunca pude imaginar que el ajedrez cambiase mi vida de ese modo —está diciendo—. En realidad, quien la cambió fue mi hijo. El ajedrez no es más que la circunstancia… Quizá si hubiera sido músico, o matemático, los resultados habrían sido los mismos.
La temperatura es todavía agradable junto al mar. La mujer tiene los brazos desnudos, con una chaqueta ligera de color crema puesta en el respaldo de la silla, y lleva un vestido sencillo de una pieza en algodón violeta, largo y elegante, que realza su figura todavía esbelta de un modo que parece ignorar, en forma deliberada, la moda de falda corta y colores vivos que incluso las mujeres de cierta edad adoptan en los últimos tiempos. Al cuello luce el collar de perlas, puesto en tres vueltas. Sentado frente a ella, Max permanece inmóvil, mostrando un interés que trasciende las simples maneras de cortesía. Haría falta un detenido examen para reconocer al chófer del doctor Hugentobler en el tranquilo y canoso caballero que escucha atento, ligeramente inclinado sobre la mesa, ante una copa en la que apenas ha mojado los labios, fiel al viejo hábito: poco alcohol cuando te juegues algo que importe. Impecable de maneras con su blazer cruzado y oscuro, pantalón de franela gris, camisa Oxford azul pálido y corbata de punto marrón.
—O tal vez no los mismos —continúa Mecha Inzunza—. El ajedrez profesional es un mundo complejo. Exigente. Requiere cosas singulares. Una forma especial de vivir. Condiciona mucho el mundo de quienes rodean a los ajedrecistas.
Se detiene de nuevo, pensativa, e inclina la cabeza mientras pasa un dedo —uñas romas y cuidadas, sin barniz— por el borde de su taza vacía de café.
—En mi vida —añade tras unos instantes— hubo situaciones que fueron cortes radicales, giros que marcaron etapas siguientes. La muerte de Armando durante la guerra de España fue uno de esos momentos. Me devolvió cierta clase de libertad que tal vez ni siquiera deseaba, o necesitaba —se interrumpe, mira a Max y hace un ademán ambiguo, tal vez resignado—. Otro momento fue cuando descubrí que mi hijo era un niño superdotado para el ajedrez.
—Le consagraste la vida, tengo entendido.
Ella pone a un lado la taza y se echa un poco atrás, recostándose en la silla.
—Quizá sea excesivo decirlo de ese modo. Un hijo es algo que no se puede explicar a terceros. ¿Nunca tuviste ninguno?
Sonríe Max. Recuerda muy bien que ella hizo la misma pregunta en Niza, hace casi treinta años. Y él dio la misma respuesta.
—No, que yo sepa… ¿Por qué el ajedrez?
—Porque fue lo que obsesionó a Jorge desde niño. Su goce y su agonía. Imagínate ver a alguien a quien amas profundamente, con toda tu alma, intentando resolver un problema inexacto y complejo al mismo tiempo. Ansías ayudarlo, pero no sabes cómo. Buscas entonces quien pueda hacer por él lo que no puedes tú. Maestros, ayudantes…
Mira en torno con una sonrisa pensativa, mientras Max sigue atento a cada uno de sus gestos y palabras. Más allá, hacia la parte del muellecito pesquero, las mesas de otro restaurante contiguo, la trattoria Emilia, están desocupadas, y un camarero de aspecto aburrido charla en la puerta con la cocinera. Sólo un grupo de americanos ríe y habla fuerte en la terraza de un tercer establecimiento situado al otro extremo de la playa, donde suena de fondo una rockola o un tocadiscos con la voz de Edoardo Vianello cantando
Abbronzatissima
.
—Es algo semejante a una madre cuyo hijo sea adicto a una droga… Al no poder apartarlo de eso, decide proporcionárselo ella misma.
Su mirada se pierde más allá de Max y las barcas de pescadores varadas en la arena, hacia las luces lejanas que circundan la bahía y ascienden por la lejana ladera negra del Vesubio.
—Era insoportable verlo sufrir ante un tablero —continúa—. Incluso ahora lo paso mal. Al principio quise evitarlo. No soy de las madres que empujan a sus hijos al extremo, proyectando en ellos su propia ambición. Al contrario. Procuré alejarlo del juego… Pero cuando me convencí de que era imposible, que jugaba a escondidas y eso podía separarlo de mí, no lo dudé.
Lambertucci, el dueño, se asoma por si necesitan algo, y Max niega con la cabeza. No me conoces, le advirtió al telefonear a media tarde para reservar una mesa. Iré a las ocho, cuando se haya marchado el
capitano
y guardes el ajedrez. Oficialmente no he estado más que un par de veces en tu local, así que nada de confianzas por esta noche. Quiero una cena discreta y tranquila: pasta con almejas de primer plato, pescado fresco a la plancha de segundo, vino blanco, bueno y frío, y que no se le ocurra aparecer a tu sobrino con la guitarra, como suele, destrozando
‘O sole mio
. El resto ya te lo explicaré algún día. O quizás no.
—Cuando lo castigaba —sigue contando Mecha Inzunza—, entraba a veces en su cuarto y lo veía inmóvil en la cama, mirando hacia arriba. Me di cuenta de que no necesitaba ver las piezas. Jugaba con su imaginación, usando el techo como tablero… Así que me puse de su parte, con todos los medios de que disponía.
—¿Cómo fue, de pequeño?… He leído que empezó a jugar muy pronto.
—Al principio era un niño nervioso. Mucho. Lloraba desconsolado cuando cometía un error y perdía. Primero yo, y luego sus profesores, tuvimos que obligarlo a pensar antes de mover las piezas. Ya apuntaba lo que luego sería su estilo de jugador: elegante, brillante y rápido, siempre dispuesto a sacrificar piezas en los ataques.
—¿Otro café? —propone Max.
—Sí, gracias.
—En Niza vivías de café y de cigarrillos.
Sonríe la mujer de un modo vago. Indolente.
—Son los únicos viejos hábitos que conservo. Aunque ahora los modero.
Acude Lambertucci y atiende el pedido con expresión inescrutable y un punto de exagerada corrección, mirando a la mujer de soslayo. Parece aprobar su aspecto, pues guiña un ojo con disimulo antes de instalarse junto al camarero y la cocinera de la otra trattoria, a charlar de sus cosas. De vez en cuando se vuelve a medias, y Max penetra lo que está pensando: en qué combinaciones andará esta noche el viejo pirata. Insólitamente de punta en blanco, como sin darle importancia, y acompañado.
—Suele creerse que el ajedrez consiste en improvisaciones de genio —está diciendo Mecha Inzunza—, pero no es cierto. Requiere métodos científicos, explorar todas las situaciones posibles en busca de nuevas ideas… Un gran jugador conoce los movimientos de miles de partidas propias y ajenas, que trata de mejorar con nuevas aperturas o variantes, estudiando a sus predecesores como quien aprende idiomas o cálculo algebraico. Para eso se apoya en los equipos de ayudantes, preparadores y analistas de que te hablé esta mañana. Según el momento, Jorge se rodea de varios. Uno es su maestro, Emil Karapetian, que nos acompaña siempre.
—¿También el ruso tiene ayudantes?
—De todas clases. Hasta lo acompaña un funcionario de su embajada en Roma, figúrate. Para la Unión Soviética, el ajedrez es asunto de Estado.
—He oído que ocupan un edificio de apartamentos entero, junto al jardín del hotel. Y que hasta hay gente del Kagebé.
—Que no te sorprenda. El séquito de Sokolov llega a la docena de personas, aunque el Premio Campanella sólo sea un tanteo previo al campeonato del mundo… Dentro de unos meses, en Dublín, Jorge dispondrá de cuatro o cinco analistas y asistentes personales. Calcula la gente que llevarán los rusos.
Bebe Max un corto sorbo de su copa.
—¿Cuántos tenéis vosotros?
—Aquí somos tres, si me cuentas a mí. Aparte de Karapetian, nos acompaña Irina.
—¿La chica?… Creí que era novia de tu hijo.
—Y lo es. Pero también una extraordinaria jugadora de ajedrez. Tiene veinticuatro años.
Atendió Max como si fuese la primera noticia que le llegaba de aquello.