—Dónde está ese final, lo sabré cuando lleguemos a él.
Rodean las columnas y caminan sin rumbo por uno de los laterales, mirando las capillas y los cuadros. Huele a cerrado y a cera tibia. En un nicho, sobre candelas encendidas, hay exvotos marineros y milagros en latón y cera.
—Cinco meses de engaño son muchos —insiste Max—. ¿Crees que tu hijo será capaz de fingir hasta ese punto?
—¿Y por qué no? —lo mira con una sorpresa que parece auténtica—. ¿Acaso no lo ha estado haciendo Irina?
—Hablo también de sentimientos. Duermen en la misma habitación. Se acuestan juntos.
Una mueca extraña y distante. Casi cruel.
—Él no es como nosotros. Te lo dije. Vive en mundos estancos.
Sale un sacerdote de la sacristía, cruza la nave y se santigua ante el altar mayor tras mirarlos con curiosidad. Mecha baja la voz hasta el susurro mientras vuelven sobre sus pasos, dirigiéndose a la calle.
—Cuando hay ajedrez de por medio, Jorge puede verse a sí mismo con una ecuanimidad asombrosa… Como si entrara y saliera de habitaciones diferentes, sin llevarse nada de una a otra.
El sol los deslumbra al cruzar el portón. Mecha deja caer el pañuelo sobre los hombros y se lo anuda holgado al cuello.
—¿Cómo tratarán los rusos a Irina cuando se descubra todo? —pregunta Max.
—Eso me tiene sin cuidado… Pero ojalá la metan en la Lubianka, o en un sitio así de horrible, y luego la deporten a Siberia.
Ha cruzado la verja, adelantándose, y camina con rapidez por la acera del corso Italia, como si hubiese recordado algún asunto urgente. Apresurando el paso, él le da alcance.
—Lo que nos lleva, me parece —la oye comentar cuando se sitúa a su lado—, a la variante Max.
Tras decir aquello, se detiene con tanta brusquedad que él se la queda mirado, desconcertado. Después, de modo sorprendente, ella aproxima su rostro hasta casi rozar el del hombre. Sus iris tienen ahora la dureza del ámbar.
—Quiero que hagas algo para mí —dice en voz muy baja—. O, siendo exactos, para mi hijo.
El Fiat negro se detuvo en la plaza Rossetti, junto a la torre de la catedral de Sainte-Réparate, y de él bajaron tres hombres. Max, que al oír el motor había levantado la vista de las páginas de
L’Éclaireur
—manifestaciones obreras en Francia, procesos y ejecuciones en Moscú, campos de internamiento en Alemania—, miró bajo el ala del sombrero y los vio acercarse despacio, el más flaco y alto entre los otros. Mientras llegaban a su mesa, situada en la esquina de la rue Centrale, dobló el diario y llamó al camarero.
—Dos Pernod con agua.
Se quedaron delante, mirándolo. Flanqueado por Mauro Barbaresco y Domenico Tignanello, el hombre alto y flaco vestía un elegante traje cruzado de color castaño y se cubría con un Borsalino gris topo, inclinado sobre un ojo con bizarro descaro. La camisa de anchas rayas azules y blancas unía las puntas del cuello, bajo la corbata, con un imperdible de oro. En una mano traía un maletín pequeño de cuero, de los que solían usar los médicos. Max y él se estudiaban largamente, muy serios. Seguían los cuatro, uno sentado y los otros en pie, sin pronunciar palabra, cuando llegó el camarero con las bebidas, retiró el vaso vacío y puso en la mesa dos copas de pastís, dos vasos de agua fría, cucharillas y terrones de azúcar. Max colocó una cucharilla atravesada sobre un vaso, puso un terrón encima y vertió el agua para que goteara con el azúcar deshecha en el licor verdoso. Luego situó el vaso delante del hombre alto y flaco.
—Supongo —dijo— que lo prefieres como siempre.
El rostro del otro pareció enflaquecer más cuando una sonrisa le abrió la cara como un tajo súbito, mostrando una hilera de dientes descarnados y amarillentos. Después se echó atrás el sombrero, tomó asiento y se llevó el vaso a los labios.
—No sé lo que toman tus amigos —comentó Max mientras repetía la operación con su bebida—. A ellos no los he visto nunca tomar Pernod.
—Nada para mí —dijo Barbaresco, sentándose también.
Max saboreó el anisado fuerte y dulzón. El segundo italiano, Tignanello, permanecía de pie, escrutando alrededor con su habitual suspicacia melancólica. En respuesta a una mirada de su compañero, se apartó de la mesa y caminó hasta el kiosco de periódicos; desde donde, supuso Max, podía vigilar la plaza de un modo discreto.
Volvió a estudiar al hombre alto y flaco. Tenía la nariz larga y los ojos grandes, muy hundidos en las cuencas. Más viejo que la última vez, pensó. Pero la sonrisa era la misma.
—Dicen que te has hecho fascista, Enrico —dijo con suavidad.
—Algo hay que hacerse, en los tiempos que corren.
Mauro Barbaresco se recostaba un poco más en su silla, como si no estuviera seguro de que fuera a gustarle aquella conversación.
—Vayamos al asunto —sugirió.
Max y Enrico Fossataro seguían mirándose mientras bebían. Con el último trago, el italiano alzó ligeramente el vaso, a modo de brindis, antes de apurar lo que quedaba. Max hizo lo mismo.
—Si te parece —dijo—, nos ahorramos comentar el mucho tiempo que ha pasado, lo estropeados que estamos y todo eso.
—De acuerdo —asintió Fossataro.
—¿Qué haces ahora?
—No me va mal. Tengo un puesto oficial en Turín… Funcionario de la gobernación piamontesa.
—¿Política?
El italiano compuso una mueca teatralmente ofendida. Cómplice.
—Seguridad pública.
—Ah.
Sonrió Max, imaginando aquello. Fossataro en un despacho. El zorro cuidando de las gallinas. Se habían visto por última vez tres años atrás durante un trabajo en común realizado en dos fases: una villa en las colinas de Florencia y una suite del hotel Excelsior —Max aportaba el encanto previo en el hotel y Fossataro la técnica nocturna en la villa—, con vistas al Arno y a las escuadras de camisas negras que desfilaban por la piazza Ognissanti cantando
Giovinezza
después de apalear hasta la muerte a unos cuantos infelices.
—Una Schützling —expuso con sencillez—. Del año mil novecientos trece.
—Ya me lo han dicho: caja de estilo, imitando madera, con moldura falsa sobre las cerraduras… ¿Recuerdas la casa de la rue de Rivoli? ¿La de aquella inglesa pelirroja que llevaste a cenar al Procope?
—Sí. Pero esa vez la ferretería estaba a tu cargo. Yo me dediqué a la señora.
—Da igual. Es de las fáciles.
—Sugerir que te ocupes tú sería inútil, me parece. A estas alturas.
Descubrió de nuevo el otro los dientes. Los ojos hundidos y oscuros parecían pedir comprensión.
—Te digo que no son cajas complicadas. Cerradura de saltos, no de martillo: tres contadores y la llave —se tocó un bolsillo de la chaqueta y sacó unos dibujos copiados al ferroprusiato—. Traigo aquí unos planos. Bastará un rato para ponerte al tanto… ¿Lo harás de día o de noche?
—Por la noche.
—¿Tiempo de que dispones?
—No demasiado. Convendría algo rápido.
—¿Puedes perforar con torno?
—No podré usar herramientas. Hay gente en la casa.
Fossataro arrugó el gesto.
—Al tacto necesitarás una hora como mínimo. ¿Te acuerdas de aquella caja Panzer, en Praga?… Nos volvió locos.
Sonrió Max. Septiembre del 32. Media noche sudando en la cama de una mujer, junto a una ventana por la que se veía la cúpula de San Nicolás, hasta que la mujer se quedó dormida. Con Fossataro trabajando silencioso en el piso de abajo a la luz de una linterna eléctrica, en el despacho del marido ausente.
—Claro que me acuerdo —sonrió.
—He traído una lista de combinaciones originales de ese modelo, que podrían ahorrarte tiempo y trabajo —se agachó a coger el maletín que estaba entre sus piernas, y se lo dio—. También te traigo un juego de ciento treinta llaves planas de mano de niño, troqueladas de fábrica.
—Vaya… —el maletín pesaba mucho. Max lo puso a sus pies, en el suelo—. ¿Cómo las conseguiste?
—Te asombraría lo que da de sí un despacho oficial en Italia.
Max sacó del bolsillo la pitillera de carey, poniéndola sobre la mesa. Fossataro la abrió con desparpajo y se puso un cigarrillo en la boca.
—Tienes buen aspecto —dejó la pitillera e hizo un gesto alusivo a Barbaresco, que seguía la conversación sin despegar los labios—. Dice mi amigo Mauro que te van bien las cosas.
—No puedo quejarme —Max se había inclinado para darle fuego con su encendedor—. O no me quejaba, hasta hace poco.
—Son tiempos complicados, amigo mío.
—Y que lo digas.
Fossataro dio un par de chupadas al cigarrillo y lo miró complacido, apreciando la calidad del tabaco.
—No son malos chicos —señaló a Tignanello, que seguía junto al kiosco de prensa, y luego hizo un ademán que incluía a Barbaresco—. Pueden ser peligrosos, naturalmente. Pero ¿quién no lo es?… Al
terrone
triste lo he tratado menos, pero Mauro y yo tuvimos en otro tiempo relaciones profesionales… ¿No es cierto?
El otro no dijo nada. Se había quitado el sombrero y se pasaba una mano por el cráneo calvo y moreno. Parecía cansado, con gana de que terminase aquella charla. Él y su compañero, consideró Max, siempre parecían cansados. Tal vez fuera ésa una característica de los espías italianos, concluyó. El cansancio. Podría ser que sus colegas ingleses, franceses o alemanes mostraran más entusiasmo por su trabajo. Quizás sí. La fe movía montañas, solía decirse. Tenerla debía de ser útil en ciertos oficios.
—Por eso vino a preguntarme cuando barajaron tu nombre para este asunto —continuaba Fossataro—. Dije que eres buen muchacho y que gustas a las mujeres. Que llevas la ropa de etiqueta como nadie, y que en una pista de baile eclipsas a los profesionales… Añadí que, con tu pinta y tu labia, yo me habría retirado hace siglos: no me importaría en absoluto llevarle el caniche a una millonaria.
—Quizá hablaste más de la cuenta —sonrió Max.
—Es posible. Pero comprende mi situación. El deber para con la patria.
Credere
,
obbedire
,
combattere
… Todo eso.
Siguió una pausa silenciosa, que Fossataro empleó en hacer un aro perfecto con el humo del cigarrillo.
—Supongo que sabes, o sospechas, que Mauro no se llama Barbaresco.
Miró Max al aludido, que los escuchaba impasible.
—Da igual cómo me llame —dijo éste.
—Sí —concedió Max, objetivo.
Fossataro hizo otro aro de humo, menos perfecto esta vez.
—El nuestro es un país complicado —opinó—. La parte positiva es que siempre hay una manera de entendernos, entre italianos.
Guardie e ladri
… Lo mismo antes de Mussolini que con él o después, si alguna vez se va.
Barbaresco seguía escuchando, inexpresivo, y a Max empezó a caerle mejor. Volviendo a las comparaciones entre espías, imaginó aquella misma conversación mantenida ante otros: un agente inglés se habría indignado patrióticamente, un alemán los miraría desconcertado y despectivo, y un español, tras darle a Fossataro la razón en todo, habría corrido a denunciarlo para congraciarse con alguien, o porque envidiaba su corbata. Abrió la pitillera y se la ofreció a Barbaresco, pero éste negó con la cabeza. A su espalda, Tignanello había ido a sentarse con un periódico en uno de los bancos de madera de la plaza, como si le dolieran las piernas.
—Son buenas relaciones las que has hecho, Max —decía Fossataro—. Si todo sale bien, tendrás nuevos amigos… El bando correcto. Es bueno pensar en el futuro.
—Como tú.
Lo dijo sin intención aparente, ocupado en encenderse un cigarrillo; pero Fossataro lo miró con fijeza. Cuatro segundos después, el italiano esbozó la sonrisa melancólica de quien posee una fe inquebrantable en la ilimitada estupidez del género humano.
—Me hago viejo, amigo mío. El mundo que conocimos, el que nos daba de comer, está sentenciado a muerte. Y si estalla otra guerra europea, ésta acabará de barrerlo todo. ¿Lo crees, como yo?
—Lo creo.
—Pues ponte en mi lugar. Tengo cincuenta y dos años: demasiados para seguir forzando cerraduras e ir a oscuras por casas ajenas… Además, de ellos he pasado siete en cárceles. Soy viudo, con dos hijas solteras. No hay como eso para alentarle a uno el patriotismo. Para hacerte estirar el brazo a lo romano, saludando lo que te pongan delante… En Italia hay futuro, estamos en el lado bueno del mundo. Tenemos trabajo, se construyen edificios, estadios deportivos y acorazados, y a los comunistas les damos aceite de ricino y patadas en el culo —tras decir esto, aligerando la seriedad del discurso, Fossataro hizo un guiño en dirección a Barbaresco, que seguía escuchando imperturbable—. También es cómodo, para variar, tener a los
carabinieri
de tu parte.
Pasaron dos mujeres bien vestidas, taconeando en dirección a la rue Centrale: sombreros, bolsos y faldas estrechas. Una de ellas era muy guapa, y por un instante sus ojos se encontraron con los de Max. Fossataro las siguió con la vista hasta que doblaron la esquina. Nunca debe mezclarse el sexo con los negocios, le había oído decir Max a menudo en otros tiempos. Excepto cuando el sexo facilita los negocios.
—¿Te acuerdas de Biarritz? —le preguntó Fossataro—. ¿Aquel asunto del hotel Miramar?
Sonreía, memorioso. Eso parecía rejuvenecerle el rostro, avivando la expresión de sus ojos hundidos.
—¿Cuánto tiempo hace? —añadió—. ¿Cinco años?
Asintió Max. La expresión complacida del italiano evocaba pasarelas de madera junto al mar, bares de playa con camareros impecables, mujeres con pijamas ceñidos de pata ancha, morenas espaldas desnudas, rostros conocidos, fiestas con artistas de cine, cantantes, gente de los negocios y la moda. Como Deauville y Cannes, Biarritz era buen cazadero en verano, con abundantes oportunidades para quien sabía buscarlas.
—El actor y su novia —recordó Fossataro, todavía risueño.
Después le contó a Barbaresco, con mucha desenvoltura, cómo en el verano de 1933 Max y él habían dispuesto un trabajo refinado en torno a una actriz de cine llamada Lili Damita, a la que Max había conocido en el golf de Chiberta y dedicado tres mañanas de playa, tardes de bar y veladas de baile. Hasta que la noche crucial, cuando todo estaba dispuesto para llevarla al dancing del hotel Miramar mientras Fossataro se introducía en su villa para hacerse con joyas y dinero estimados en quince mil dólares, el novio, un conocido actor de Hollywood, se presentó de improviso en la puerta del hotel tras dejar plantado un rodaje. A favor de Max jugaron, sin embargo, dos hechos afortunados. En primer lugar, el celoso novio había trasegado mucho alcohol durante el viaje; de modo que, cuando su prometida bajó de un taxi del brazo de Max, su equilibrio no era absoluto, y el puñetazo que dirigió a la mandíbula del elegante seductor se perdió en el vacío a causa de un traspié. Por otra parte, Enrico Fossataro se encontraba a diez metros de la escena, al volante de un automóvil alquilado, listo para ir a desvalijar la villa. De manera que, al presenciar el incidente, bajó del coche, se acercó al grupo y, mientras Lili Damita chillaba como una gallina a la que le masacraran el polluelo, entre Fossataro y Max le dieron al norteamericano una paliza tranquila, sistemática, con los conserjes y botones del hotel mirando complacidos —el actor, que solía beber en exceso, no era popular entre los empleados—, a cuenta de los quince mil dólares que acababan de írseles de las manos.