Hay otro breve rumor entre el público, y luego un completo silencio. Medita Sokolov, inalterable excepto por el hecho de que ha encendido un cigarrillo y ahora mira con más atención el tablero; quizás el peón blanco que, como sabe Max, encierra las claves de lo que puede ocurrir. Y en el momento en que Keller, tras beber un trago de naranjada, hace ademán de levantarse de nuevo, el otro mueve dos casillas ese peón. Lo avanza de pronto, agresivo, y golpea el pulsador del reloj casi con violencia. Como si lo hiciera deliberadamente para retener a su adversario en la silla. Y así sucede. El joven se detiene a medio levantarse, observa al ruso —por primera vez en toda la partida se cruzan sus miradas— y se sienta otra vez, muy despacio.
—Casi al toque —murmura Tedesco, admirado, comprendiendo al fin la dimensión de la jugada.
—¿Qué pasa? —pregunta Max.
El
capitano
tarda en responder, atento al rápido intercambio de piezas, casi desafiante, que efectúan ahora los jugadores. Alfil por peón, caballo por alfil, peón por caballo. Chac, chac, chac. Un chasquido de reloj cada tres o cuatro segundos, como si todo ello hubiese estado previsto de antemano. Y posiblemente lo estaba, concluye Max.
—Ese peón blanco forzó los cambios, parando el ataque del alfil —dice por fin Tedesco.
—Parándolo en seco —confirma Lambertucci.
—Y lo ha visto rápido. Como un rayo.
Keller tiene todavía en la mano la última pieza capturada a su adversario. La deposita a un lado, junto a las otras, bebe un largo trago de naranjada e inclina ligeramente la cabeza, como si de pronto sintiera la fatiga de un largo esfuerzo. Después, de modo en apariencia casual, se vuelve un instante en dirección a su madre, Irina y Karapetian con rostro inexpresivo. Sin abandonar su aire melancólico, Sokolov se acoda un poco más en la mesa y mueve los labios inclinado hacia el joven, hablándole en voz baja.
—¿Qué pasa? —se interesa Max.
Mueve Tedesco la cabeza, cual si todo fuese cosa resuelta.
—Supongo que le está ofreciendo
nichiá
… Tablas.
Keller estudia el juego. No parece escuchar lo que dice el ruso, y nada trasluce su expresión. Podría estar pensando en si hay alguna jugada más que hacer, concluye Max. O pensar en otra cosa. En la mujer que lo ha traicionado, por ejemplo, y por qué. Al fin asiente, y sin mirar al adversario estrecha su mano, levantándose ambos. A cinco pasos de su hijo, en la primera fila, Mecha Inzunza no se ha movido en los últimos minutos. Por su parte, el maestro Karapetian mantiene la boca entreabierta y parece desconcertado. Entre ambos, Irina mira fijamente el tablero y las sillas vacías, impasible.
Mecha Inzunza se detiene en un puesto de prensa de la via San Cesareo y compra los periódicos. Max está a su lado, con una mano en el bolsillo de la chaqueta gris de sport, mirándola mientras ella busca las páginas donde se habla de la partida del día anterior. Bajo el titular
Tablas en la sexta
, a cuatro columnas,
Il Mattino
publica una fotografía de los jugadores en el momento de abandonar el tablero: serio el ruso, observando impasible la cara de Keller, y vuelto éste el rostro como si pensara en algo ajeno al juego, o mirase a alguien situado más allá del fotógrafo.
—Está siendo una mañana complicada —comenta Mecha cuando cierra el diario—. Siguen reunidos los tres, discutiendo: Emil, Jorge e Irina.
—¿Ella no sospecha nada?
—En absoluto. Por eso discuten. Emil no comprendía ayer por qué mi hijo jugó como lo hizo. Están con el ajedrez, haciendo y deshaciendo… Cuando los dejé, Irina le reprochaba a Jorge que hubiera aceptado tablas.
—¿Un ejercicio de cinismo?
Caminan calle abajo. Mecha ha metido los periódicos en un bolso grande de lona y cuero que lleva colgado del hombro, sobre la chaqueta de ante y un pañuelo de seda estampado en tonos otoñales.
—No del todo —responde—. Tal como estaba la partida, él podía haber continuado; pero no quiso arriesgarse más. La confirmación de que Irina trabaja para Sokolov lo descompuso un poco… Quizá no habría podido resistir la presión hasta el final. Por eso aceptó la oferta del ruso.
—Aguantó bien, de todas formas. Se veía impasible en el estrado.
—Es un chico de buen temple. Estaba preparado para eso.
—¿Y con la muchacha?… ¿Disimula bien?
—Mejor que ella. ¿Y sabes una cosa?… En su caso no es fingimiento, ni hipocresía. Tú o yo habríamos echado a Irina a patadas después de someterla a un tercer grado. Yo la habría estrangulado, en realidad… Siento auténticos deseos de hacerlo. Pero Jorge está allí, sentado con ella delante del tablero, analizando y deshaciendo jugadas que le consulta con toda naturalidad.
La calle, larga y angosta en algunos tramos, se estrecha más donde las tiendas exponen fuera sus mercancías. De vez en cuando Max se retrasa para dejar paso a quienes vienen de frente.
—¿No es un golpe demasiado fuerte? —inquiere—. ¿Podrá seguir concentrándose y jugar como de costumbre?
—No lo conoces. En su caso es comprensible esa frialdad. Él sigue jugando. Todo esto no es más que una partida que se decide a veces en la sala del hotel, y a veces en otros lugares.
Cruzan entre espacios de luz y sombra, iluminados a trechos por la claridad amarillenta que se refleja en las fachadas altas de las casas. Se alternan tiendas de marroquinería y recuerdos turísticos con comercios de ultramarinos, frutas y verduras, pescado y salumerías que mezclan sus olores con el cuero y las especias. Hay ropa tendida en los balcones.
—No ha dicho nada sobre eso —añade Mecha tras un corto silencio—, pero estoy segura de que ahora, en su cabeza, está jugando contra dos adversarios. Contra el ruso y contra Irina… Una especie de simultáneas.
Calla de nuevo y posa la mirada en una tienda de ropa femenina —tendencia hippie, lino de Positano— sin prestar demasiada atención.
—Más tarde —prosigue—, cuando haya acabado lo de Sorrento, Jorge levantará la vista del tablero y analizará realmente lo que ha pasado. La parte afectiva. Será el momento difícil para él. Hasta entonces, no me preocupa.
—Ahora comprendo la seguridad de Sokolov —comenta Max—. Esa especie de arrogancia en las últimas partidas.
—Cometió un error. Debió esperar más tiempo antes de jugar. Hacer un poco de teatro. Ni siquiera el campeón del mundo podía tardar menos de veinte minutos en captar la extrema complejidad de esa posición y tomar la decisión adecuada… Y él sólo empleó seis.
—¿Precipitación?
—Vanidad, supongo. Con un análisis más largo, existía la posibilidad de que Sokolov hubiese llegado por su cuenta a esa conclusión, lo que nos habría hecho dudar de la culpabilidad de Irina. Pero supongo que Jorge lo sacó de quicio.
—¿Se levantaba de la silla a cada momento para provocarlo?
—Naturalmente.
Están cerca de la loggia del Sedile Dominova, donde media docena de turistas escucha las explicaciones de una guía que habla en alemán. Tras esquivar al grupo, tuercen a la izquierda penetrando en la estrecha sombra de la via Giuliani. El campanario rojo y blanco del Duomo se alza al extremo, en intenso contraluz, con el reloj marcando las once y veinte de la mañana.
—No imaginaba que un campeón del mundo cometiera esa clase de errores —comenta Max—. Los creía menos…
—¿Humanos?
—Sí.
Todo el mundo comete errores, responde ella. Y al cabo de unos pasos, insiste pensativa: «Mi hijo lo irrita mucho». La tensión ante el campeonato mundial, explica luego a Max, es enorme. Aquellos paseos de Jorge en torno a la mesa, su manera de jugar como si no le costara ningún esfuerzo. Toda esa aparente frivolidad en lo que a actitudes se refiere. El ruso es todo lo contrario: concienzudo, sistemático, prudente. De los que sudan sangre. Y ayer por la tarde, pese a su tradicional calma, el campeón respaldado por su título, por su Gobierno y por la Federación Internacional de Ajedrez, no pudo aguantar las ganas de dar una lección al candidato, niño mimado del capitalismo y de la prensa occidental. De ponerlo en su sitio. Había movido el peón justo cuando Jorge iba a levantarse otra vez de la mesa. Ahí te vas a quedar, decía el gesto. Sentadito y pensando.
—Son falibles, a fin de cuentas —concluye cual si hablase para sí misma—. Odian y aman, como todos.
Max y ella caminan emparejados. A veces se rozan sus hombros.
—O tal vez no —Mecha inclina un instante la cabeza, como si hubiera visto una grieta en su propio argumento—. Quizá no como todos.
—¿Y qué hay de Irina? ¿Se comporta con normalidad?
—Con absoluto descaro —ríe sarcástica, repentinamente endurecida—. Muy tranquila en su papel de colaboradora fiel y amorosa jovencita. De no saber lo que sabemos, creería en su inocencia… ¡No te haces idea de lo que una mujer es capaz de fingir cuando se juega algo!
Max se hace perfecta idea, aunque no despega los labios. Se limita a una mueca silenciosa mientras recuerda: mujeres hablando por el teléfono de una habitación de hotel con sus maridos o amantes, desnudas bajo o sobre las sábanas, recostadas en la misma almohada donde en ese momento él apoyaba la cabeza escuchándolas admirado. Con una frialdad perfecta y sin que se les alterase la voz, en relaciones clandestinas que duraban días, meses o años. Bajo las mismas circunstancias, cualquier hombre se habría delatado a las pocas palabras.
—Me pregunto si esa clase de traiciones no será denunciable —comenta Max.
—¿Ante quién? —ella ríe de nuevo, escéptica—. ¿La policía italiana? ¿La Federación Internacional de Ajedrez?… Nos movemos en un ámbito privado. Con pruebas concretas podríamos montar un escándalo, y tal vez anular el duelo si Jorge perdiera. Pero ni con pruebas ganaríamos nada. Sólo perjudicar el ambiente a cinco meses del campeonato del mundo. Y Sokolov seguiría donde está.
—¿Y qué pasa con Karapetian? ¿Sabe ya lo de Irina?
Jorge habló con su maestro anoche, confirma Mecha. Que no se mostró muy sorprendido. Esas cosas pasan, dijo. Por otra parte, no es el primer caso de espionaje al que se enfrenta. El armenio es un hombre tranquilo. Práctico. Y no es partidario de echar a la chica inmediatamente.
—Cree, y mi hijo está de acuerdo con él, que lo mejor es dejar que Irina y los rusos se confíen. Darle a ella información manipulada, preparar aperturas falsas… Utilizarla como agente doble sin que lo sepa.
—Pero acabarán por darse cuenta —aventura Max.
—El engaño puede durar algunas partidas más. Llevamos seis: dos ganadas por Sokolov, una por Jorge y tres tablas, lo que significa una diferencia de sólo un punto. Y aún quedan cuatro por jugar. Eso ofrece posibilidades interesantes.
—¿Y qué puede ocurrir?
—Si preparásemos trampas adecuadas y el ruso cayera en ellas, el engaño funcionaría un par de veces. Quizá lo atribuyeran a error, imprecisión o cambios de última hora. Una segunda o tercera vez, sospecharían. Si todo fuese demasiado obvio, acabarían por deducir que Irina actúa de acuerdo con Jorge, o que la estamos manipulando… Pero hay otra posibilidad: no abusar ahora de lo que sabemos. Dosificar la intoxicación a través de Irina y llegar a Dublín con ella en el equipo, utilizándola.
—¿Eso puede hacerse?
—Claro. Esto es ajedrez. El arte de la mentira, del asesinato y de la guerra.
Cruzan el tráfico del corso Italia. Motocicletas y automóviles, humo de tubos de escape. Para llegar al otro lado, Max toma a la mujer de la mano. Al pisar la acera, Mecha se queda cerca, apoyada con gesto familiar en su brazo. Se miran así en la vidriera de un escaparate lleno de televisores. Al cabo de un momento, con dulce naturalidad, ella libera el brazo de Max.
—Lo importante es el título mundial —prosigue con mucha calma—. Esto sólo es una escaramuza previa: un tanteo a modo de final oficiosa con el candidato. Sería estupendo llegar a Dublín con los rusos confiando en Irina. Imagínate a Sokolov descubriendo allí que a su espía la tenemos controlada desde Sorrento… El golpe puede ser soberbio. Mortal.
—¿Soportará Jorge esa tensión? ¿La chica a su lado durante otros cinco meses?
—No conoces a mi hijo: su sangre fría cuando de ajedrez se trata… Ahora Irina sólo es una pieza en un tablero.
—¿Y qué haréis después con ella?
—No sé —de nuevo la dureza metálica en la voz—. Ni me importa. Cuando acabe el campeonato lo zanjaremos todo, por supuesto. Ya veremos si en público o en privado. Pero como ajedrecista internacional, Irina está acabada. Más le valdrá enterrarse en un agujero para siempre. Pondré cuanto tengo al servicio de eso… En ahumar en su cubil, allí donde se meta, a esa pequeña zorra.
—Me pregunto qué la habrá llevado a esto. Desde cuándo trabaja para Sokolov.
—Querido… Con rusos y con mujeres nunca se sabe.
Lo ha dicho riendo sin ganas, casi desagradable. A modo de respuesta, él compone un ademán elegante y bienhumorado.
—Son los rusos los que me provocan curiosidad —precisa—. Los traté menos que a las mujeres.
Ella suelta una carcajada al escuchar aquello.
—Por Dios, Max. Aunque ya no tengas edad para eso, ni te engomines el pelo, sigues siendo un chulito intolerable… Un
maquereau
tanguero.
—Ojalá lo fuera todavía —él también ríe ahora, ajustándose el pañuelo de seda del doctor Hugentobler que lleva bajo el cuello abierto de la camisa.
—Pudieron infiltrar a Irina desde el principio, como jugada a largo plazo —opina Mecha, volviendo al asunto—. O reclutarla más tarde por mil motivos: dinero, promesas… Una joven como ella, con talento ajedrecístico y respaldo de los rusos, que controlan la Federación Internacional, tendría un futuro por delante. Y es tan ambiciosa como puede serlo cualquiera.
Están ante la verja de hierro de la catedral, que se encuentra abierta.
—Resulta duro ser un segundón —añade ella—. Y es tentador dejar de serlo.
Suenan campanadas en la espadaña de piedra. Mecha alza la vista y después cruza el portón cubriéndose la cabeza con el pañuelo. Él la sigue, y juntos penetran en la amplia nave vacía, donde resuenan las lentas pisadas de los zapatos de Max en el suelo de mármol.
—¿Y qué vas a hacer?
—Ayudar a Jorge, como siempre… Ayudarlo a jugar. A ganar aquí y en Dublín.
—Habrá un final, supongo.
—¿A qué?
—A tu presencia a su lado.
Mecha contempla el techo decorado de la iglesia. La luz lateral de las claraboyas hace relucir dorados y azules en torno a las escenas bíblicas. Al fondo, en penumbra, brilla la lámpara del sagrario.