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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (17 page)

Mecha Inzunza mira aquella sonrisa y parece reconocerla. Su mirada es casi cómplice. Al fin duda, o también lo parece.

—¿Cuándo te vas del hotel?

—En unos días. Cuando termine de ajustar esos negocios de los que te hablaba antes.

—Quizá deberíamos…

—Claro. Deberíamos.

Otro silencio indeciso. Ella ha metido las manos en los bolsillos de la rebeca, cargando ligeramente los hombros.

—Cena conmigo —propone Max.

Mecha no responde a eso. Está observándolo, pensativa.

—Por un momento —dice al cabo— te he visto de pie ante mí, en el salón de baile de aquel barco: tan joven y apuesto, vestido de frac… Dios mío, Max. Estás hecho un desastre.

Compone él un gesto abatido, inclinando la cabeza con elegante y exagerada resignación.

—Lo sé.

—No es cierto —de pronto ríe como antes, rejuvenecida. La risa sonora y franca de siempre—. Estás bien para la edad que tienes… O que tenemos. Yo, sin embargo… ¡Qué injusta es la vida!

Se queda callada, y a Max le parece reconocer los rasgos del hijo; la expresión de Jorge Keller cuando reclina el rostro sobre los brazos, ante el tablero.

—Quizá debamos, sí —dice ella al fin—. Hablar un rato. Pero han pasado treinta años desde la última vez… Hay lugares a los que no se debe regresar nunca. Tú mismo dijiste eso en cierta ocasión.

—No me refería a lugares físicos.

—Sé a qué te referías.

La sonrisa de la mujer se ha vuelto irónica. Una mueca desolada, más bien. Sincera y triste.

—Mírame… ¿De verdad crees que estoy en condiciones de regresar a algún sitio?

—No hablo de esa clase de regresos —protesta él, irguiéndose—, sino de lo que recordamos. Lo que fuimos.

—¿Testigos uno del otro?

Max le sostiene la mirada sin aceptar el juego de su sonrisa.

—Quizás. En aquel mundo que conocimos.

Ahora los ojos de Mecha Inzunza son dulces. La luz intensifica los antiguos tonos dorados.

—El tango de la Guardia Vieja —dice en voz baja.

—Eso es.

Se estudian. Y es casi hermosa otra vez, concluye Max. El milagro de sólo unas palabras.

—Imagino —comenta ella— que te habrás encontrado con él muchas veces, como yo.

—Claro. Muchas.

—¿Sabes, Max?… Ni una sola vez, al oírlo, dejé de pensar en ti.

—Puedo decir lo mismo: tampoco dejé de pensar en mí.

La carcajada de ella —insólitamente joven de nuevo— hace volver el rostro a los ocupantes de las mesas cercanas. Por un momento alza ligeramente una mano, como si fuese a posarla en el brazo del hombre.

—Los muchachos de antes, dijiste en aquel tugurio de Buenos Aires.

—Sí —suspira él, resignado—. Ahora somos nosotros los muchachos de antes.

El filo se había embotado y afeitaba mal. Después de enjuagar la navaja en el agua jabonosa de la jofaina y secarla en la toalla, Max frotó la hoja en un cinturón de cuero tras enganchar éste, tensándolo cuanto pudo, en el pestillo de la ventana que daba a las copas verdes, rojas y malvas de los árboles de la avenida Almirante Brown. Insistió en el cinturón hasta que el acero estuvo en condiciones; y mientras lo hacía contemplaba distraído la calle, donde un insólito automóvil —el barrio en el que estaba la pensión Caboto era más de carruajes y tranvías, con bosta de caballerías aplastada sólo de vez en cuando por ruedas de neumáticos— se había detenido junto a la mula y el carrito con los que un hombrecillo de sombrero de paja y chaqueta blanca despachaba panes de leche, medias lunas y tortas de azúcar quemada. Eran más de la diez de la mañana, Max no había desayunado todavía, y la visión del carrito acentuó el vacío de su estómago. Tampoco había sido una buena noche, la suya. Tras el regreso a deshoras, después de acompañar a los De Troeye de Barracas al hotel Palace, el bailarín mundano había dormido mal. Un sueño inquieto, de poco descanso. Era aquél un desasosiego que le resultaba familiar desde hacía tiempo: estado indeciso entre sueño y vigilia, poblado por sombras incómodas; vueltas y revueltas entre sábanas arrugadas, sobresaltos de la memoria, imágenes deformadas por la imaginación y la duermevela que acometían de improviso, produciéndole violentos estallidos de pánico. La imagen más frecuente era un paisaje cubierto de cadáveres: una cuesta de tierra amarillenta junto a una tapia que ascendía hasta un fortín situado más arriba; y en el camino que discurría a lo largo de la tapia, tres mil cuerpos resecos y negros, momificados por el tiempo y el sol, en los que aún podían advertirse las mutilaciones y torturas entre las que hallaron la muerte un día del verano de 1921. El legionario Max Costa, voluntario de la 13.ª Compañía de la Primera Bandera del Tercio de Extranjeros, tenía entonces diecinueve años; y mientras avanzaba con el cabo Boris y otros cuatro compañeros por la cuesta que llevaba al fortín abandonado —«Seis voluntarios para morir» había sido la orden para que precedieran al resto de la compañía—, entre el hedor de los cadáveres y el horror de las imágenes, sudoroso, cegado por el reverbero del sol, tentándose las cartucheras del correaje y con el máuser a punto, había sabido con absoluta certeza que sólo el azar le ahorraría ser uno más de aquellos cadáveres negruzcos, carne hasta hacía poco viva y joven, esparcida ahora en el camino de Annual a Monte Arruit. Después de ese día, los oficiales del Tercio ofrecían a la tropa un duro por cada cabeza de moro muerto. Y dos meses más tarde, cuando en un lugar llamado Taxuda —«Voluntarios para morir», habían ordenado de nuevo— una bala rifeña acabó con la corta vida militar de Max, enviándolo durante cinco semanas a un hospital de Melilla —de allí desertaría a Orán, para viajar luego a Marsella—, éste había conseguido ganar siete de aquellos duros de plata.

Afilada otra vez la navaja, de vuelta ante la luna biselada del ropero, el bailarín mundano observaba con ojo crítico las huellas de insomnio en su rostro. Siete años no eran suficientes para apaciguar ciertos fantasmas. Para echar fuera los diablos, como solían decir los moros y también, de tanto escuchárselo a ellos, el cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation, que había acabado por echarlos del todo metiéndose en la boca un cañón de pistola del nueve largo. Pero bastaban para resignarse a su molesta compañía. De manera que Max procuró alejar los pensamientos desagradables y concentrarse en seguir rasurando su barba con mucha aplicación, mientras tarareaba
Soy una fiera
: un tango de los que habían sonado la noche anterior en La Ferroviaria. Al cabo de unos instantes sonreía pensativo al rostro enjabonado que lo miraba desde el espejo. El recuerdo de Mecha Inzunza resultaba útil en lo de echar diablos fuera. O intentarlo. Aquella altiva manera de bailar el tango, por ejemplo. Sus palabras hechas de silencios y reflejos de miel líquida. Y también los planes que Max concebía poco a poco, sin prisas, respecto a ella, a su marido y al futuro. Ideas cada vez más definidas a las que pasaba revista mientras, sin dejar de canturrear, deslizaba cuidadosamente el acero sobre la piel.

Para su alivio, la velada de la noche anterior había transcurrido sin incidentes. Después de un rato largo de escuchar tangos a la manera vieja y ver bailar a la gente —ni Mecha ni Max volvieron a salir esa noche a la pista—, Armando de Troeye llamó a los tres músicos a su mesa cuando éstos dejaron sus instrumentos, relevados por la decrépita pianola de cilindros que reproducía tangos ruidosos e irreconocibles. El compositor había pedido algo selecto para invitarlos. Muy bueno y muy caro, dijo mientras hacía circular con liberalidad su pitillera de oro. Pero la botella de champaña más cercana, informó con retranca la camarera tras consultar con el dueño —un gallego de bigotazo enhiesto y catadura infame—, se encontraba a cuarenta cuadras recorridas en el tranvía 17: demasiado lejos para ir a buscarla a esas horas; así que De Troeye tuvo que conformarse con unos dobles de grapa y de anónimo coñac, una botella todavía precintada de ginebra Llave y un sifón de vidrio azul. Se hizo honor a todo, incluidas unas empanaditas de carne como picoteo, entre humo de toscanos y cigarrillos. En otras circunstancias, a Max le habría interesado la conversación entre el compositor y los tres músicos —el bandoneonista, tuerto y con un ojo de cristal, era veterano de los tiempos de Hansen y la Rubia Mireya, allá por el Novecientos—, y las ideas de éstos sobre tangos viejos y nuevos, maneras de ejecución, letras y músicas; pero el bailarín mundano tenía la cabeza en otras cosas. En cuanto al músico tuerto, según aseguró el mismo interesado tras las primeras confianzas y tragos de ginebra, ni sabía leer una particela, ni falta ninguna le había hecho nunca. Tocaba de oreja, de toda la vida. Además, lo suyo y de sus compadres eran tangos de verdad, para bailarlos como siempre se hizo, con su ritmo rápido y sus cortes en su sitio; y no esas lisuras de salón que habían puesto de moda, a medias, París y el cinematógrafo. Respecto a las letras, mataba el tango y rebajaba a quienes lo bailaban aquella manía de convertir en héroes al otario cornudo y llorón cuya mujer lo dejaba por otro, o a la obrerita que devenía en marchita flor de fango. Lo auténtico, añadió el tuerto entre nuevos tientos a la ginebra y vigorosas muestras de aprobación de sus camaradas, era propio de vieja gente orillera: sarcasmo malevo, desplante de rufián o hembra rodada, cinismo burlón de quien tenía medidos los palmos a la vida. Allí, poetas y músicos refinados estaban de más. El tango era para arrimar la chata abrazando a una mujer, o para farrear con los muchachos. Se lo decía él, que lo tocaba. El tango era, resumiendo, instinto, ritmo, improvisación y letra perdularia. Lo otro, con perdón de la señora —ahí su único ojo miró de soslayo a Mecha Inzunza—, eran mariconadas de caña y grapa, si le disculpaban la mala palabra española. A ese paso, con tanto amor iluso, tanto bulín abandonado y tanta sensiblería, se acabaría cantando a la mamá viuda o a la cieguecita que vendía flores en la esquina.

De Troeye estaba encantado con todo aquello, mostrándose pletórico y comunicativo. Brindaba con los músicos y tomaba más notas a lápiz con letra minúscula en el puño de la camisa. El alcohol empezaba a traslucirse en el brillo de su mirada, en la forma de articular alguna palabra y en el entusiasmo con que se inclinaba sobre la mesa, atento a lo que le decían. A la media hora de palique, los tres orejeros de La Ferroviaria y el compositor amigo de Ravel, Stravinsky y Diaguilev parecían colegas de toda la vida. Por su parte, Max permanecía atento, por el rabillo del ojo, al resto de parroquianos que miraba hacia la mesa con curiosidad o recelo. El compadrón que había milongueado con Mecha Inzunza no les quitaba la vista de encima, entornados los párpados por el humo del cigarro que tenía en la boca, mientras su acompañante de la blusa floreada, con la falda sobre las rodillas y cruzada una pierna sobre otra, se inclinaba para estirarse las medias negras, indiferente. Fue entonces cuando Mecha dijo que le gustaría fumar un cigarrillo mientras tomaba un poco el aire. Después, sin aguardar respuesta de su marido, se puso en pie y anduvo hacia la puerta con taconeo sereno, tan decidido y firme como el tango que había bailado un rato antes con el compadrón. Los ojos del tal Juan Rebenque la seguían de lejos, agalludos y curiosos, sin desatender el balanceo de sus caderas; y sólo dejaron de hacerlo para posarse en Max cuando éste se ajustó el nudo de la corbata, se abotonó la chaqueta y fue tras la mujer. Y mientras iba hacia la puerta, sin necesidad de volver el rostro para comprobarlo, el bailarín mundano supo que Armando de Troeye también lo miraba.

Caminó sobre su propia sombra alargada, que el farolito de la puerta proyectaba en el suelo de ladrillo de la vereda. Mecha Inzunza estaba inmóvil en la esquina, allí donde las últimas casas del barrio, que en aquella parte eran bajas y de chapa ondulada, se desvanecían en la oscuridad de un descampado contiguo al Riachuelo. Mientras se acercaba a ella, Max buscó con la mirada el Pierce-Arrow y alcanzó a distinguirlo entre las sombras del otro lado de la calle, cuando el chófer encendió un momento los faros para indicar que estaba allí. Buen muchacho, pensó tranquilizándose. Le gustaba aquel correcto y precavido Petrossi, con su uniforme azul, su gorra de plato y su pistola en la guantera.

Cuando llegó junto a ella, la mujer había dejado caer el cigarrillo consumido y escuchaba el nocturno chirriar de grillos y croar de ranas que llegaba desde los arbustos y los viejos docks de madera podrida en la orilla. La luna no había salido todavía, pero la estructura de hierro que coronaba el puente parecía recortarse muy alta en la penumbra, al final de la calle adoquinada y en sombras, sobre la claridad fantasmal de algunas luces que al otro lado perforaban la noche en Barracas Sur. Se detuvo Max junto a Mecha Inzunza y encendió uno de sus cigarrillos turcos. Supo que ella lo observaba a la breve luz de la llama de la cerilla. Sacudió ésta para apagarla, expulsó la primera bocanada de humo y miró a la mujer. Su perfil era una sombra silueteada por la claridad lejana.

—Me gustó su tango —dijo Mecha, de improviso.

Siguió un breve silencio.

—Imagino que en el baile —añadió ella— cada cual pone lo que tiene: delicadeza o bellaquería.

—Como en el alcohol —apuntó Max con suavidad.

—Eso es.

Ella calló de nuevo.

—Esa mujer —añadió al fin— era…

Se interrumpió en aquella palabra. O tal vez ya lo había dicho todo.

—¿Adecuada? —insinuó él.

—Quizás.

No añadió más sobre eso, ni tampoco Max. El bailarín mundano fumaba callado, reflexionando sobre los pasos a dar. Errores posibles y probables. Al fin se encogió de hombros a modo de conclusión.

—A mí, sin embargo, no me gustó el suyo.

—Vaya —parecía realmente sorprendida, un punto altiva—. No era consciente de haber bailado tan mal.

—No se trata de eso —sonreía por reflejo, sabiendo que ella no podía advertirlo—. Bailó maravillosamente, por supuesto.

—¿Entonces?

—Su pareja. Éste no es un lugar amable.

—Entiendo.

—Cierta clase de juegos pueden ser peligrosos.

Tres segundos de silencio. Después, cinco palabras de hielo.

—¿A qué juego se refiere?

Se permitió el lujo táctico de no contestar a eso. Apuró el cigarrillo y lo arrojó lejos. La brasa describió un arco antes de extinguirse en la oscuridad.

—Su marido está a sus anchas. Parece disfrutar con la velada.

Ella callaba como si todavía reflexionara sobre lo dicho antes.

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