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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (45 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Me pregunto cómo lo conseguiste —añade la mujer—. Qué golpe de suerte te permitió cambiar de vida… Y cómo se llamaba ella. O ellas. Las que corrieron con los gastos.

—No hubo ninguna ella —Max inclina un poco la cabeza, incómodo—. Suerte, nada más. Tú lo has dicho.

—Una vida resuelta.

—Eso es.

—Como soñabas.

—No tanto. Pero no me quejo.

Mecha mira hacia la escalera que va de la Piazzetta al palacio Cerio, como si entre la gente que circula por allí buscase un rostro conocido.

—Es tu hijo, Max.

Un silencio. La mujer apura el resto del vino con sorbos cortos, casi pensativos.

—No pretendo pasarte factura de nada —dice tras un momento—. No eres responsable de su vida ni de la mía… Me limité a darte una razón para ayudarlo. Algo válido.

Max aparenta ocuparse de las arrugas de su pantalón, con objeto de no parecer turbado.

—Lo harás, ¿verdad? —pregunta Mecha.

—Quizá sus manos —admite él, al fin—. También el pelo se parece al mío… Y tal vez haya algo en su manera de moverse.

—No le des más vueltas, por favor. Tómalo o déjalo. Pero deja de ser patético.

—No soy patético.

—Sí que lo eres. Un viejo patético, buscando liberarse de una carga tardía e inesperada. Cuando no hay carga ninguna.

Se ha puesto en pie, cogiendo el bolso, y mira el reloj de la torre.

—Hay un vaporetto a las siete y cuarto. Demos un último paseo.

Max se pone las gafas para leer la cuenta. Después las mete en el bolsillo del pantalón, saca la cartera y deja dos billetes de mil liras sobre la mesa.

—Jorge nunca te necesitó —dice Mecha—. Me tenía a mí.

—Y tu dinero. La vida resuelta.

—Eso suena a reproche, querido. Aunque si mal no recuerdo, tú siempre perseguiste el dinero. Le dabas prioridad sobre el resto de las cosas posibles. Y ahora que pareces tenerlo, tampoco reniegas de él.

Caminan hacia el parapeto de piedra. Hay limonares y viñedos que bajan hacia los acantilados, enrojeciendo con la luz que tiñe la bahía de Nápoles. El disco del sol empieza a hundirse en el mar y perfila la silueta distante de la isla de Ischia.

—Sin embargo, dos veces dejaste pasar la ocasión… ¿Cómo pudiste ser tan estúpido conmigo? ¿Tan torpe y tan ciego?

—Estaba demasiado ocupado, creo. Atento a sobrevivir.

—No tuviste paciencia. Eras incapaz de esperar.

—Tú pisabas caminos diferentes —Max escoge con cuidado las palabras—. Lugares incómodos para mí.

—Podías haber cambiado eso. Fuiste cobarde… Aunque al fin lo consiguieras, sin pretenderlo.

Se estremece un instante como si tuviera frío. Max, que lo advierte, le ofrece el suéter; pero ella niega con la cabeza. Con el pañuelo de seda se cubre el cabello corto y gris, anudándolo bajo la barbilla. Después se apoya junto al hombre en el parapeto de piedra.

—¿Me amaste alguna vez, Max?

Éste, desconcertado, no responde. Mira con obstinación el mar rojizo mientras intenta separar, en su interior, la palabra remordimientos de la palabra melancolía.

—Oh, qué tonta soy —ella le acaricia una mano con roce fugaz—. Claro que sí. Que me amaste.

Desolación es otra palabra adecuada, concluye él. Una especie de lamento húmedo, íntimo, por el recuerdo de cuanto fue y ya no es. Por la tibieza y la carne ahora imposibles.

—No sabes lo que te has perdido todos estos años —continúa Mecha—. Ver crecer a tu hijo. Ver el mundo a través de sus ojos, a medida que él los iba abriendo.

—Si fuera cierto, ¿por qué yo?

—¿Por qué lo tuve de ti, quieres decir?

No responde en seguida. La campana de la iglesia ha sonado con un tañido que prolonga ecos por las laderas de la isla. La mujer mira de nuevo el reloj, se aparta del parapeto y camina hacia la estación del funicular que comunica la Piazzetta con la Marina.

—Ocurrió —dice cuando él se sitúa a su lado en un banco del vagón, del que son únicos pasajeros—. Eso es todo. Luego tuve que decidir, y decidí.

—Quedártelo.

—Es buena palabra. Quedármelo, sí. Para mí sola.

—El padre…

—Oh, sí. El padre. Como tú dices, fue algo adecuado. Útil, en el primer período. Ernesto era un buen hombre. Bueno para el niño… Luego se diluyó esa necesidad.

Con una ligera trepidación, el funicular desciende entre muros de vegetación y vistas del atardecer en la bahía. El resto del corto trayecto transcurre en silencio, roto al fin por Max.

—Esta mañana hablé con tu hijo.

—Qué curioso —ella parece realmente sorprendida—. Comimos juntos y no dijo nada.

—Me pidió que me mantenga lejos.

—¿Qué esperabas?… Es un muchacho inteligente. Su instinto no sólo funciona con el ajedrez. Olfatea en ti algo equívoco. Tu presencia aquí y lo demás. En realidad, supongo que lo olfatea a través de mí. Tú le eres indiferente. Es mi actitud hacia ti lo que lo pone alerta.

Cuando llegan al puerto, el sol se ha ocultado y la Marina empieza a agrisarse de tonos y sombras. Caminan a lo largo del muelle, mirando los botes de pesca fondeados cerca de la orilla.

—Jorge intuye que hay un vínculo especial entre nosotros —dice Mecha.

—¿Especial?

—Viejo. Equivocado.

Tras decir eso se queda callada un rato. Max la ronda prudente, sin atreverse a decir palabra.

—Antes me has hecho una pregunta —añade ella, al fin—. ¿Por qué crees que acepté tener ese hijo?

Ahora es Max quien permanece en silencio. Se vuelve a un lado y a otro, y termina por sonreír confuso, dándose por vencido. Pero ella sigue atenta, en espera de una respuesta.

—En realidad, tú y yo… —aventura él, inseguro.

Otro silencio. Mecha lo mira mientras la luz declina y el mundo parece morir despacio alrededor.

—Desde aquel primer tango en el salón del barco —concluye Max—, la nuestra fue una extraña relación.

Ella lo sigue mirando fijamente, ahora con un desprecio tan absoluto que él debe hacer un esfuerzo casi físico para no apartar la vista.

—¿Eso es todo? ¿Extraña, dices?… Por el amor de Dios. Estuve enamorada de ti desde que bailamos aquel tango… Durante casi toda mi vida.

También anochecía veintinueve años atrás, en la bahía de Niza, mientras Max Costa y Mecha Inzunza caminaban por el Paseo de los Ingleses. El cielo se había enturbiado casi por completo, y el último resplandor se apagaba con rapidez entre las nubes oscuras, fundiendo en el mismo tono la línea baja del cielo y el mar agitado que resonaba en los guijarros de la playa. Gotas gruesas y aisladas, precursoras de una lluvia más intensa, salpicaban el suelo dando un aspecto triste a las hojas inmóviles de las palmeras.

—Dejo Niza —dijo Max.

—¿Cuándo?

—Tres o cuatro días. En cuanto concluya un negocio.

—¿Volverás?

—No lo sé.

Ella no dijo nada más sobre eso. Caminaba segura sobre tacones pese al suelo húmedo, las manos en los bolsillos de un impermeable gris de cinturón muy ceñido que le acentuaba la esbeltez del talle. Recogido el cabello en una boina negra.

—¿Tú seguirás en Antibes? —se interesó Max.

—Sí. Quizá todo el invierno. Al menos, mientras dure lo de España y espere noticias de Armando.

—¿Has sabido algo más?

—Nada.

Max se colgó el paraguas del brazo. Después se quitó el sombrero para sacudir las gotas de lluvia y se lo puso de nuevo.

—Al menos sigue vivo.

—Seguía, hace unas semanas. Ahora no lo sé.

El Palais Méditerranée acababa de encender sus luces. Como en respuesta a una señal general, las farolas se iluminaron de pronto a lo largo de la amplia curva del paseo, alternando sombras y claridades en las fachadas de hoteles y restaurantes. A la altura del Ruhl, bajo el toldo de la pasarela de la Jetée-Promenade donde montaba guardia un portero uniformado, tres jóvenes vestidos de etiqueta probaban suerte, acechando la llegada de los automóviles y a las mujeres que descendían de ellos rumbo al interior, donde sonaba música. Era evidente que ninguno de ellos tenía los cien francos que costaba la entrada. Los tres miraron a Mecha con tranquila codicia, y uno se acercó a Max para pedirle un cigarrillo. Olía a agua de colonia vulgar. Era muy joven y bastante guapo, de pelo muy negro y ojos oscuros, con aspecto de italiano. Vestía como los otros: chaqueta cruzada y ajustada en la cintura, cuello duro y pajarita. El smoking parecía alquilado y los zapatos dejaban que desear, pero el joven se conducía con un aplomo educado e insolente que rozaba el descaro, y eso arrancó a Max una sonrisa. Se detuvo, desabotonó la Burberry, sacó la pitillera de carey y se la ofreció abierta.

—Coja otros dos para sus amigos —sugirió.

Lo miro el otro con ligero desconcierto. Después cogió tres cigarrillos, dio las gracias, dirigió una última mirada a Mecha y fue a reunirse con los otros. Max siguió caminando. De soslayo vio que la mujer lo observaba, divertida.

—Viejos recuerdos —dijo ella.

—Claro.

Mientras se alejaban, la melodía que sonaba en la Jetée-Promenade agotó sus últimas notas y la orquesta atacó otra.

—No me lo creo —rió Mecha, cogiéndose del brazo de Max—. Esto lo habías preparado para mí… Gigolós incluidos.

También rió Max, asombrado como ella: las notas del
Tango de la Guardia Vieja
se deslizaban desde la sala de baile del casino, sobre el rumor de la resaca en los guijarros de la playa.

—¿Quieres entrar a bailarlo? —bromeó él.

—Ni se te ocurra.

Caminaban muy despacio. Escuchando.

—Es hermoso —dijo ella cuando dejó de oírse el tango—. Más que lo de Ravel.

Anduvieron un trecho callados. Al cabo, Mecha oprimió un poco el brazo de Max.

—Sin tu mediación, ese tango no existiría.

—Lo dudo —opuso él—. Estoy seguro de que tu marido nunca habría conseguido componerlo sin ti. Es tu tango, no el suyo.

—No digas tonterías.

—Bailé contigo, no lo olvides. En aquel almacén de Buenos Aires… Recuerdo cómo te miraba él. Cómo te mirábamos todos.

Ya era completamente de noche cuando pasaron el puente sobre el Paillon. A su izquierda, más allá del jardín, las farolas iluminaban la plaza Masséna. Un tranvía pasó lejos, entre los árboles tupidos y sombríos, apenas visible salvo por los chispazos del trole.

—Dime algo, Max —ella se tocaba el cuello, bajo el impermeable—. ¿Tenías previsto llevarte el collar desde el principio, o improvisaste sobre la marcha?

—Improvisé —mintió él.

—Mientes.

La miró a los ojos con franqueza perfecta.

—En absoluto.

Apenas había tráfico: coches de caballos que pasaban con la capota subida y luz en el fanal, pisoteando hojas mojadas, y algunos faros de automóvil que deslumbraban a intervalos con su claridad húmeda y brumosa. Cruzaron con descuido el asfalto, dejando atrás la Promenade para internarse por las calles próximas al paseo Saleya.

—¿Cómo se llamaba aquel antro? —se interesó Mecha—. El del tango.

—La Ferroviaria. Junto a la estación de Barracas.

—¿Seguirá abierto?

—No lo sé. Nunca volví.

Gruesas gotas de lluvia caían de nuevo sobre el sombrero de Max. No valía la pena abrir el paraguas, aún. Apretaron el paso.

—Me gustaría escuchar otra vez música en un lugar así, contigo… ¿Los hay en Niza?

—¿Lugares sórdidos, quieres decir?

—Quiero decir especiales, bobo. Un poco canallas.

—¿Como la pensión de Antibes?

—Por ejemplo.

—¿Con o sin espejo?

A modo de respuesta, ella lo obligó a detenerse y a inclinar el rostro. Entonces lo besó en los labios. Fue un beso rápido y denso, cargado de remembranzas y propósitos inmediatos. Max sintió que lo turbaba la urgencia del deseo.

—Claro —dijo con calma—. Sitios así hay en todas partes.

—Dime uno.

—Aquí sólo conozco el Lions at the Kill. Una boîte de la parte vieja.

—Me encanta el nombre —Mecha hacía ademán de aplaudir, cómplice—. Vayamos ahora mismo.

Max la tomó por el brazo para obligarla a caminar de nuevo.

—Creí que íbamos a cenar. He reservado mesa en Bouttau, junto a la catedral.

Mecha hundía el rostro en su hombro, casi estorbándole el paso.

—Detesto ese restaurante —dijo—. Siempre sale el dueño a saludar.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Mucho. Todo empezó a fastidiarse el día en que modistos, peluqueros y cocineros se mezclaron con la clientela.

—Y bailarines de tango —apuntó Max, riendo.

—Tengo una idea mejor —propuso ella—. Tomemos algo rápido en La Cambouse: ostras y una botella de Chablis. Luego me llevas a ese sitio.

—Como quieras. Pero guárdate el collar y la pulsera en el bolso, antes de entrar… No tentemos a la suerte.

Estaban junto a un farol del paseo Saleya cuando ella alzó el rostro. Los ojos relucían como si fueran de latón o de cobre.

—¿También estarán allí los muchachos de antes?

—Me temo que no —sonreía Max, fatalista—. Quienes están allí son los muchachos de ahora.

Lions at the Kill no era un mal nombre, pero prometía más de lo que daba. Había champaña barato en cubos de hielo, rincones oscuros y polvorientos, una cantante de sexo impreciso y voz ronca, que vestía de negro e imitaba a Édith Piaf, y varios números de striptease a partir de las diez de la noche. El ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio. Las mesas estaban ocupadas por algunos turistas americanos y alemanes ilusamente ávidos de emociones, unos cuantos marineros venidos de Villefranche y tres o cuatro individuos con pinta de rufianes cinematográficos, afeitadas las patillas en punta y con trajes oscuros rayados, que según sospechaba Max acudían contratados por el dueño, para dar ambiente. Mecha, aburrida, no aguantó más que hasta la mitad del segundo striptease —una egipcia opulenta de senos grandes, blancos y trémulos—; así que Max pidió la cuenta, pagó doscientos francos por la botella que apenas habían tocado, y salieron de nuevo afuera.

—¿Eso es todo? —Mecha parecía decepcionada.

—Para Niza, sí. O casi.

—Llévame al casi, entonces.

Como respuesta, Max abrió el paraguas mientras señalaba el extremo de la calle. Llovía con goteo de aleros. Estaban en la rue Saint-Joseph, próximos al cruce con la subida al castillo. Había dos mujeres cerca del único farol, resguardándose bajo el tejadillo de una floristería cerrada. Caminaron despacio hacia ellas, cogidos del brazo, envueltos en el rumor de lluvia. Una de las mujeres se retiró a un portal contiguo al verlos llegar; pero la otra permaneció inmóvil mientras se acercaban. Era delgada y alta. Vestía blusón con cuello de astracán y falda oscura muy ajustada, hasta media pantorrilla. La falda moldeaba limpiamente sus caderas, resaltando unas piernas largas que aún parecían prolongarse más sobre los zapatos de suela gruesa y elevado tacón de cuña.

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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