—Es un asunto complicado —admitió, exagerando el esfuerzo de confesarlo—. Me utilizaron. No tuve elección.
Hizo una pausa precisa, ajustándola al segundo. Mecha escuchaba y esperaba atenta, como si fuese su vida y no la de Max la que iba en ello. Y ahora, al titubear otro instante en añadir el resto, él fue sincero. Quizá era un error llegar tan lejos, se dijo. Pero no le quedaba tiempo para discurrir sobre eso. Se hacía difícil imaginar otra salida.
—Hay dos hombres muertos… Quizá tres.
Mecha apenas se inmutó. Sólo entreabría un poco los labios en torno al cigarrillo humeante, como si necesitara más aire para respirar.
—¿Relacionados con lo de Suzi?
—En parte. O sí. Del todo.
—¿Lo sabe la policía?
—Creo que no, todavía. O tal vez a estas horas ya lo sepa. No tengo modo de averiguarlo.
Los dedos de Mecha temblaban ligeramente cuando retiró muy despacio el cigarrillo de la boca.
—¿Los mataste tú?
—No —la miraba a los ojos sin pestañear, jugándoselo todo en ello—. A ninguno.
El lugar es poco simpático: una antigua villa con el jardín cubierto de arbustos y malas hierbas. Está en las afueras de Sorrento, entre Annunziata y Marciano, encajonada entre dos colinas que ocultan la vista del mar. Llegaron hasta aquí en un Fiat 1300 por la sinuosa carretera llena de baches, el hombre del pelo lacio al volante y el de la chaqueta negra sentado atrás con Max; y ahora se encuentran en una habitación de paredes deterioradas, donde antiguas pinturas se deshacen entre yeso desmenuzado y manchas de humedad. El único mobiliario son dos sillas, y Max está sentado en una, entre los dos acompañantes, que permanecen de pie. Hay un cuarto hombre ocupando la otra silla, enfrentada a la de Max: piel pálida, espeso bigote rojizo e inquietantes ojos de color acero rodeados por marcas de fatiga. De las mangas de su chaqueta pasada de moda emergen unas manos blancas, largas y estrechas, que hacen pensar en tentáculos de calamar.
—Y ahora —concluye ese hombre— dígame dónde está el libro del gran maestro Sokolov.
—No sé de qué libro me habla —responde Max, sereno—. Si accedí a venir fue para deshacer ese estúpido equívoco.
Lo contempla el otro, inexpresivo. A los pies, apoyada en una de las patas de la silla, tiene una sobada cartera de piel negra. Al fin, con movimiento casi perezoso, se inclina a cogerla y la pone sobre sus rodillas.
—Un estúpido equívoco… ¿Así lo califica?
—Exacto.
—Tiene aplomo. Lo digo sinceramente. Aunque no sorprenda eso en alguien como usted.
—No sabe nada de mí.
Uno de los tentáculos de calamar traza un movimiento sinuoso en el aire, semejante a un signo de interrogación.
—¿Saber?… Está en un error grave, señor Costa. Sabemos mucho. Por ejemplo, que no es el adinerado caballero que aparenta ser, sino el chófer de un ciudadano suizo con residencia en Sorrento. También sabemos que no es suyo el automóvil que tiene en el aparcamiento del hotel Vittoria… Y eso no es todo. Sabemos que tiene antecedentes policiales por robo, estafa y otros delitos menores.
—Es intolerable. Se equivocan de hombre.
Tal vez es momento de mostrarse indignado, resuelve Max. Hace ademán de levantarse de la silla, pero en el acto siente en un hombro la mano firme del individuo de la chaqueta de piel negra. No es una presión hostil, advierte. Más bien persuasiva, como si le recomendara paciencia. Por su parte, el hombre del bigote rojizo ha abierto la cartera y saca de ella un termo de viaje.
—En absoluto —comenta mientras desenrosca el vaso del termo—. Usted es quien es. Y le ruego que no intente maltratar mi inteligencia. Llevo desde anoche sin dormir, investigando este embrollo. Eso lo incluye a usted, sus antecedentes, su presencia en el Premio Campanella y su relación con el aspirante Keller. Todo.
—Aunque fuera cierto, ¿qué tengo que ver con ese libro por el que preguntan?
El otro vierte un chorro de leche caliente en el vaso, saca de un pastillero una gragea rosada y la traga con un sorbo. Realmente parece cansado. Después mueve un poco la cabeza, desanimándolo a insistir en su negativa.
—Lo hizo. Subió de noche al tejado y se lo llevó.
—¿El libro?
—Precisamente.
Sonríe Max, templado. Despectivo.
—¿Así, por las buenas?
—No tan buenas. Invirtió mucho trabajo en ello. Algo admirable, debo reconocerlo. Exquisitamente profesional.
—Oiga. No sea ridículo. Tengo sesenta y cuatro años.
—Eso pensé yo cuando esta mañana conseguí su expediente. Pero parece en buena forma —dirige un vistazo a los rasguños en las manos de Max—. Aunque veo que se lastimó un poco.
El ruso apura el resto de la leche, sacude el vaso y vuelve a enroscarlo en su sitio.
—Corrió usted un riesgo enorme —prosigue mientras guarda el termo—. Y no me refiero a la posibilidad de que nuestra gente lo descubriese en el edificio, sino a descolgarse hasta el balcón y lo demás… ¿Sigue sin admitirlo?
—¿Cómo voy a admitir semejante disparate?
—Escuche —el tono se mantiene persuasivo—. Esta conversación no tiene carácter oficial. La policía italiana no ha sido advertida del robo. Tenemos nuestros propios métodos de seguridad… Todo podría simplificarse si devuelve el libro, suponiendo que aún lo tenga en su poder, o nos dice a quién se lo entregó. Si nos cuenta para quién trabaja.
Procura Max pensar con rapidez. Quizá devolver el libro sea una forma de solucionarlo; pero también iba a dar a los soviéticos la prueba material de que cuanto sospechan es cierto. Habida cuenta del modo con que en Moscú manejan la propaganda, se pregunta cuánto tardarían en hacer pública su versión del asunto para relacionar a Max con Jorge Keller y desacreditar al aspirante. Un escándalo acabaría con la carrera del joven, destruyendo su posibilidad de jugar por el título mundial.
—Son los apuntes de toda la vida del gran maestro Sokolov —continúa el del bigote rojizo—. Cosas importantes dependen de ese material. Partidas futuras… Comprenda que debemos recuperarlos, por el prestigio del campeón del mundo y el buen nombre de nuestra patria. Es un asunto de Estado. Robando el libro, usted atentó directamente contra la Unión Soviética.
—Pero es que no tengo ese libro, ni lo tuve nunca. Jamás subí a un tejado, ni entré en otra habitación que la mía.
Los ojos fatigados del ruso estudian a Max con un interés y una fijeza inquietantes.
—¿Es su última palabra, por el momento?
Aquel
por el momento
es aún más amenazador que los ojos grises y metálicos, aunque vaya acompañado de una sonrisa casi amistosa. Max siente vacilar su firmeza. La situación empieza a desbordar las previsiones.
—No veo qué otra cosa podría decirle… Además, no tienen derecho a retenerme aquí. Esto no es el Telón de Acero.
Apenas lo dice, comprende que ha cometido un error. El último rastro de sonrisa se borra en los labios del otro.
—Déjeme confiarle algo personal, señor Costa… Mi conocimiento del ajedrez es, diríamos, periférico. En lo que realmente estoy especializado es en ocuparme de asuntos complicados para convertirlos en asuntos simples… Mi función cerca del gran maestro Sokolov es garantizar que sus partidas transcurran con normalidad. Asegurarle el entorno. Hasta ahora, mi trabajo era irreprochable en ese sentido. Pero usted ha perturbado esa normalidad. Me pone en entredicho, ¿comprende?… Ante el campeón mundial de ajedrez, ante mis jefes y ante mi propia estima profesional.
Max intenta disimular su pánico. Al fin logra despegar los labios y, con razonable firmeza, articular cuatro palabras:
—Llévenme a la policía.
—Cada cosa a su tiempo. De momento, nosotros somos la policía.
El ruso mira al del pelo lacio, y Max siente restallar en el lado izquierdo de su cabeza un golpe brutal, inesperado, que le hace resonar el tímpano como si acaraban de reventárselo. De pronto se encuentra en el suelo, derribada la silla, el rostro pegado a las baldosas del suelo. Aturdido y con la cabeza zumbándole por dentro igual que una colmena enloquecida.
—Así que vamos a ponernos cómodos, señor Costa —oye decir, y la voz parece llegar de muy lejos—. Mientras conversamos otro rato.
Cuando Mecha Inzunza detuvo el motor del automóvil, el limpiaparabrisas dejó de funcionar y el cristal se esmeriló de gotas de lluvia, deformando la visión de taxis y coches de caballos estacionados ante el triple arco de acceso a la estación de ferrocarril. Aunque todavía no era de noche, estaban encendidas las farolas de la plaza; sus luces eléctricas se multiplicaban en el asfalto mojado, entre el reflejo plomizo del atardecer que gravitaba sobre Niza.
—Aquí nos despedimos —dijo Mecha.
Sonaba seco. Impersonal. Max se había vuelto a mirar su perfil inmóvil, ligeramente inclinado sobre el volante. Los ojos absortos en el exterior.
—Dame un cigarrillo.
Buscó él la pitillera en el bolsillo de su gabardina, encendió un Abdul Pashá y se lo puso a Mecha en los labios. Ella fumó unos instantes en silencio.
—Supongo que tardaremos en volver a vernos —dijo al fin.
No era una pregunta. Max torció la boca.
—No lo sé.
—¿Qué harás cuando llegues a París?
—Seguir moviéndome —se le ensanchó la mueca—. No es lo mismo un blanco fijo que un blanco móvil. Así que cuanto más difícil lo ponga, mejor.
—¿Cabe la posibilidad de que te hagan daño?
—Quizás… Sí. Cabe esa posibilidad.
Ella se había vuelto a mirarlo, la mano donde humeaba el cigarrillo apoyada en el volante. Las gotas de lluvia en el cristal le moteaban el rostro por efecto de las luces exteriores.
—No quiero que te hagan daño, Max.
—No es mi intención ponerlo fácil.
—Todavía no me has dicho qué cogiste en casa de Suzi Ferriol. Qué lo diferencia de un robo vulgar… Ernesto Keller habló de dinero y documentos.
—No necesitas saber más. ¿Para qué enredarte?
—Ya lo estoy —hizo un ademán que los incluía a ellos, el automóvil y la estación de ferrocarril—. Como ves.
—Cuanto menos sepas, menos te afectará. Son papeles. Cartas.
—¿Comprometedoras?
Se adelantó Max al desprecio implícito en la pregunta.
—No de esa clase —dijo—. El chantaje no es lo mío.
—¿Y dinero?… ¿Es verdad que te llevaste dinero?
—También.
Asintió Mecha lentamente con la cabeza, un par de veces. Parecía confirmar sus propios pensamientos. Y había tenido, temió Max, mucho tiempo para pensar.
—Documentos de Suzi… ¿Qué pueden tener que te interese?
—Pertenecen a su hermano.
—Ah. En ese caso, ten cuidado —ahora el tono era seco—. Tomás Ferriol no es de los que ponen la otra mejilla. Y tiene demasiado en juego como para tolerar que un…
—¿Un don nadie?
Mecha apuró el cigarrillo, ignorando la sonrisa insolente de Max. Después hizo girar la manivela del cristal y arrojó la colilla al exterior.
—Para tolerar que alguien como tú lo incomode.
—Incomodé a demasiada gente estos días, me parece. Muchos pedirán turno para hacerse con mi cabeza.
Ella no dijo nada. Consultó Max el reloj de pulsera: las seis y cincuenta. Faltaban cuarenta minutos para la salida de su tren, que venía de Mónaco, y no era conveniente esperar en el andén, expuesto a miradas inoportunas. Había reservado por teléfono un compartimiento individual de coche cama en primera clase. Si todo iba bien, estaría en París por la mañana: bien dormido, afeitado y fresco. Listo otra vez para encarar la vida.
—Cuando las cosas se tranquilicen, intentaré negociar —añadió—. Sacar algún partido de lo que me han puesto en las manos.
—Tiene gracia… Te han puesto, dices. Como caído del cielo.
—Yo no busqué esto, Mecha.
—¿Llevas los documentos contigo?
Él dudó un momento. Para qué implicarla más.
—Da igual —repuso—. No te sirve de nada saberlo.
—¿Has pensado en devolverlos a Ferriol?… ¿En llegar a un acuerdo?
—Claro que lo he pensado. Pero acercarme a él tiene sus riesgos. Además, hay otros clientes posibles.
—¿Clientes?
—Hay dos individuos. O había. Dos italianos. Ahora están muertos… Es absurdo, pero a veces tengo la impresión de deberles algo.
—Si están muertos, no les debes nada.
—No, claro… A ellos no. Y sin embargo…
Entornó los ojos, recordando. Aquellos pobres diablos. El repiqueteo de la lluvia, las gotas de agua desplomándose en regueros por el exterior de los cristales, acentuaban su melancolía. Miró otra vez el reloj.
—¿Y qué hay de nosotros, Max? ¿Me debes algo a mí?
—Volveré a verte cuando todo se calme.
—Tal vez ya no esté aquí. Puede que canjeen a mi marido. También se habla cada vez más de otra guerra en Europa… Todo puede cambiar pronto. Desaparecer.
—Debo irme ya —dijo él.
—No sé dónde estaré cuando, como tú dices, todo se calme. O se complique.
Había puesto Max una mano en la manija de la puerta. Se detuvo de pronto, cual si salir del automóvil equivaliese a internarse en el vacío. Eso lo hizo estremecer, sintiéndose vulnerable. Expuesto a la soledad y la lluvia.
—No soy hombre de lecturas —comentó, pensativo—. Me gusta más el cinematógrafo. Sólo hojeo noveluchas cortas en los viajes y los hoteles, de ésas que publican las revistas… Pero hay algo que recuerdo siempre. Un aventurero decía: «Yo vivo de mi sable y mi caballo».
Hizo un esfuerzo para ordenar las ideas, buscando palabras que concluyeran exactamente lo que pretendía decir. La mujer escuchaba inmóvil, callada. En las pausas sólo se oía el rumor de gotas sobre la chapa del automóvil. Muy lentas, ahora. Como si llorase Dios.
—Me ocurre algo parecido. Vivo de lo que llevo conmigo. De lo que encuentro en el camino.
—Todo tiene un final —dijo suavemente ella.
—No sé cuál será ese final, pero conozco el principio… De niño tuve pocos juguetes, casi todos hechos con lata pintada y cajas de fósforos. Algunos domingos, mi padre me llevaba a las matinés del cinematógrafo Libertad: la función valía treinta centavos y regalaban bombones y papeletas de una rifa que nunca me tocó. En la pantalla, con el fondo de lo que tocaba el pianista, veía pecheras almidonadas y blancas, hombres bien vestidos, mujeres hermosas, automóviles, fiestas y copas de champaña…
Volvió a sacar la elegante pitillera de carey del bolsillo, pero no la abrió. Se limitó a juguetear con ella, pasando un dedo sobre las iniciales de oro
MC
incrustadas en un ángulo.