Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—Sin embargo, yo estoy investigando si lo tuvo.
—¿Qué has descubierto?
—Aún nada. He hojeado todas las biografías de Hitler en la Biblioteca del Estado, en el Centro Cultural, cerca del Tiergarten. No tuve éxito. Pero tal vez aún descubra algo. Esta mañana hablé con Emily Ashcroft. Me propuso que fuera a ver a un periodista muy entendido y dispuesto a ayudar, del Berliner Morgenpost, un tipo que ella conoce llamado Peter Nitz. Tengo una cita con él dentro de una hora.
—Buena suerte.
Tovah estudió el rostro del director en busca de alguna señal de aprobación o desaprobación.
—Chaim, ¿estoy haciendo tonterías? —preguntó con seriedad—. ¿Estoy perdiendo el tiempo?
El pagó la cuenta y se levantó.
—Continúa como ahora, Tovah. Sigue adelante y continúa en contacto conmigo.
El rascacielos de cristal y acero de Axel Springer Verlag, en Kochstrasse 50, dominaba aquella esquina de Berlín occidental como un habitante de Brobdingnag en el país de los liliputienses. Allí se encontraban las oficinas del Berliner Morgenpost, y las de otros periódicos, y Tovah Levine entró en él a la hora fijada para su cita con Peter Nitz.
En el interior, las paredes del gran vestíbulo estaban cubiertas con paneles de arce. Los guardias de seguridad pidieron a Tovah su pasaporte israelí. Le devolvieron el pasaporte acompañado de una tarjeta rosa que le permitía continuar hacia los ascensores.
En el estrecho pasillo delante del ascensor, en la sexta planta, Peter Nitz la esperaba para darle la bienvenida. Llevó a Tovah a su despacho del Morgenpost compuesto por seis mesas de trabajo vacías, cada una con una mesa suplementaria donde había una máquina de escribir eléctrica, estantes con libros, una nevera pequeña y un televisor, y la invitó a sentarse a su desgastada mesa, la más próxima a la puerta.
Peter Nitz la recibió como a una colega periodista y amiga de Emily Ashcroft, e inmediatamente se mostró dispuesto a ayudarla. Cuando oyó que Tovah buscaba información sobre un doble de Hitler, reconoció que nunca había escrito sobre él ni había oído hablar de ninguno. No obstante, dijo, quizá valía la pena indagar un poco más y descubrir si alguien había escrito sobre el tema y si podría proporcionar a Tovah alguna pista.
—Si me perdona un minuto —dijo Nitz levantándose— bajaré a la sección de archivos para consultar los ficheros de recortes.
Cuando se hubo ido, Tovah se quedó esperando junto a su mesa, y luego, algo más impaciente, se entretuvo en curiosear los estantes con libros de consulta que había a lo largo de la pared. Después de un rato vio a Nitz que entraba con un sobre grande de fichero. Tovah se volvió presurosa a su sitio mientras él se hundía en su butaca detrás de la mesa, con una expresión poco halagüeña en el rostro. Abrió el sobre y dijo:
—Me temo que no hay casi nada. Es un fichero muy delgado.
—¿Qué contiene?
—Ahora veremos. —Examinó con atención los recortes, agitando lentamente la cabeza—. La mayoría falsas alarmas. Ya en la década de los cincuenta, la Policía Militar norteamericana descubrió a un enfermero alemán de un hospital de Frankfurt-am-Main, un hombre llamado Heinrich Noll, que se parecía mucho a Hitler. Le interrogaron, vieron que no era Hitler y le dejaron en libertad. De 1951, fechada en Viena, tenemos esta historia. Aquí se supone que Hitler murió en 1944 a causa de un atentado de bomba, y Martin Bormann sustituyó a Hitler con un doble llamado Strasser. Sólo da el apellido. Ninguna procedencia sólida que apoye la versión, o sea que puede descartarla. El último rumor fue en 1969, cuando un minero alemán retirado, de nombre Albert Pankla, fue detenido y liberado por tricentésima vez porque se parecía a Hitler. Al parecer no hay nada más... espere, veo un trozo de papel con algo apuntado que he estado a punto de dejarme.
Nitz leyó la nota y frunció las cejas.
—¿Qué dice? —preguntó Tovah esperanzadoramente.
—No lo entiendo. Alguien apuntó aquí: «Sobre el tema de los dobles de Hitler véase la ficha de Manfred Müller.»
—¿Quién es?
—No tengo la más ligera idea. Pero intentaré descubrirlo. —Se puso en pie—. Aquí tiene una nevera con coca-colas, señorita Levine. Tómese una. En seguida vuelvo.
Tovah no tenía paciencia para tomar nada. Volvió a esperar, algo abatida, pero interesada todavía por lo que Peter Nitz le traería.
Nitz volvió con un único recorte largo, que examinaba mientras se acercaba a la mesa.
—De cosecha más reciente. Un recorrido por algunos de los más viejos restaurantes y night-clubs de Berlín occidental que existen desde los años veinte. Manfred Müller era el animador más popular de uno de ellos. Müller tenía un extraordinario parecido con Hitler y solía regalar a su público, en la época del Führer, con sus imitaciones de Hitler en el escenario. Un día no volvió a aparecer. No le vieron nunca más. Ni idea de lo que le pasó. Tal vez se retiró.
—¿Me pregunto si Manfred Müller continúa con vida?
—El artículo no lo dice. Menciona el restaurante night-club donde solía actuar. Antes se llamaba Lowendorff Club. Ahora se llama Lowendorff’s Kneipe. ¿Por qué no se da una vuelta por allí y busca a quien pueda darle noticias sobre Müller? No es muy prometedor, pero quizá valga la pena. Le voy a dar la dirección.
Era desde luego una cervecería al aire libre de clase media, observó Tovah. Cuando entró en el recinto exterior formado por unas vallas y un techo de enrejado de parra que lo aislaban un poco de la calle, vio unas cuantas mesas, dispuestas desordenadamente, con gente joven sentada alrededor, frente a sus refrescos, cervezas o whiskies. Sobre la entrada de la puerta interior del club había un letrero de neón, sin encender aún a esa hora de la tarde, que rezaba en grandes letras: «LOWENDORFF'S», y debajo en caracteres más pequeños: «FRÜHSSTÜCK SKNEIPE.»
Tovah interceptó a un camarero que venía de una mesa y se presentó como una periodista que quería entrevistar al propietario.
—Se refiere a Herr Bree, a Fred Bree —dijo el camarero, impresionado—. Está dentro. Venga. Se lo traeré.
Tovah siguió al camarero desde el soleado exterior a la oscura cervecería. Allí las mesas estaban alineadas con más orden, y no había ninguna ocupada a esa hora, a media tarde. Detrás había una pista encerada, Tovah supuso que para bailar y también para las actuaciones, y al fondo estaban los cinco miembros de una orquesta preparados para ensayar. Estaba hablando con ellos un hombre joven y nervudo, en mangas de camisa y pantalones cortos de cuero bavareses sostenidos por tirantes rojos.
Dentro de la sala, en la primera hilera de mesas, el camarero levantó el brazo para detener a Tovah y le dijo:
—Espere aquí.
Se acercó presuroso al nervudo joven de pantalones bavareses que estaba hablando con los músicos y le susurró algo, señalando hacia la entrada. El joven dio media vuelta para localizar a Tovah, hizo un saludo con la cabeza y subió el pasillo en dirección suya.
—Soy Fred Bree —dijo—. ¿Desea hablar conmigo?
—Me llamo Tovah Levine. Trabajo para el Jerusalem Post, y estoy haciendo una serie de artículos sobre el tipo de diversiones que solía haber en Berlín antes de la guerra. Tenemos muchos lectores que emigraron desde Berlín, y que se interesan por los reportajes nostálgicos. Me han dicho que un tal Herr Lowendorff llevaba antes este lugar.
—Walter Lowendorff... sí, hizo muy popular este club en los años treinta —dijo Bree.
—Me han dicho que tenía un número que era una atracción especial. Un espectáculo individual donde actuaba el mimo Manfred Müller. Querría saber algo sobre este Müller.
—Manfred Müller —masculló Bree—. Me suena, pero realmente no sé nada de él. Yo no había nacido por entonces. Este tipo de cosas sólo las podría haber sabido Herr Lowendorff o mi padre. Este barrio quedó muy afectado por los bombardeos de los aliados en los últimos meses de la segunda guerra mundial. Después de la guerra, Lowendorff no se vio con ánimos para reconstruir el club, así que se lo vendió a mi padre, que ya era propietario de varios Kneipen. Cuando mi padre murió en 1975, yo heredé el club y lo dirijo desde entonces.
—¿O sea que usted no sabría decirme nada sobre Manfred Müller?
—Le repito que mi padre tal vez hubiera sabido algo, pero ya no está aquí. Desde luego es posible que Walter Lowendorff recuerde algo de sus viejos números. —Al joven propietario se le ocurrió de pronto—: ¿Por qué no se lo pregunta al propio Lowendorff?
Tovah, que estaba bastante decaída, sintió una oleada de esperanza.
—¿Quiere decir que el auténtico Lowendorff está vivo aún?
—Es indestructible —dijo Bree con una mueca—. Es realmente una vieja gloria, todas las articulaciones le crujen, está algo desmemoriado, pero todavía se acuerda de dejarse caer por su viejo club para la cervecita diaria. —Cogió a Tovah por el brazo y dijo—: Salgamos a la terraza a ver si ha llegado ya.
Salieron a la terraza cubierta con el emparrado y Bree recorrió con la mirada los clientes de las mesas.
—Todavía no está. —Bree consultó su reloj de pulsera—. Suele venir a las tres. Así que tardará unos diez minutos más o menos. ¿Por qué no se sienta en una mesa, Fräulein Levine, y le espera allí? Déjeme invitarla a una cerveza. Estaré vigilando su llegada y se lo traeré.
—Gracias, Herr Bree.
El propietario acompañó a Tovah a una mesa vacía, chasqueó los dedos para llamar al camarero, le ordenó que trajera una cerveza de barril y luego se fue a charlar con otros clientes.
Tovah iba sorbiendo su espumosa cerveza cuando se dio cuenta de que habían transcurrido quince minutos, y comenzó a tener sus dudas de si todo aquello daría algún resultado; pero entonces vio que Bree volvía con un hombre viejo y tambaleante a remolque.
Bree ayudó al anciano a sentarse en una silla de la mesa de Tovah, y los presentó.
—Fräulein Levine, éste es el célebre Walter Lowendorff. Ya casi le he contado qué le trae por aquí. Sigan hablando solos mientras yo mando a por otra cerveza.
Tovah examinó al viejo arrugado con cierta desconfianza. Tenía los ojos neblinosos, y miraba a la gente de las demás mesas como al vacío, con una sonrisa idiota impresa en su cara de pasa.
No se inmutó por la presencia de Tovah hasta que le pusieron la cerveza delante. Luego, finalmente, después de lamer la espuma, enfocó su mirada en Tovah.
—Estoy escribiendo sobre algunas de las actuaciones y animadores más famosos del Berlín de los años treinta —comenzó diciendo Tovah—. Me han dicho que usted promocionó a algunos de los mejores.
—Sí, es cierto —dijo Lowendorff—. A los mejores.
Sorbió su cerveza, mirando con atención a Tovah por encima de su jarra de cristal.
—Me interesa especialmente un espectáculo de su local que se hizo famoso —dijo Tovah, sacando fuerzas de flaqueza—. Creo que tuvo gran éxito Manfred Müller, un mimo que imitaba sensacionalmente a Hitler.
—Ah, Müller, Müller —dijo Lowendorff, con la espuma prendida de los labios mientras dejaba la cerveza en la mesa—. El mejor, el mejor de todos.
—Quiero saber más cosas sobre él —dijo Tovah—. Tengo entendido que podía haber doblado muy bien a Adolf Hitler.
O bien la cerveza o el recuerdo de Müller pareció devolver la claridad al viejo.
—Parecía exactamente Hitler —recordó Lowendorff—. Era la imagen clavada, desde el mechón de pelo oscuro sobre su frente hasta los fanáticos ojos azules y el bigote en cepillo. Era el mismísimo Hitler. Y también era un cómico gracioso. Podía representar a Hitler a la perfección, pero era satírico, muy satírico. No era cruel. Simplemente humorístico. Desde el momento en que hizo su primera prueba, le contraté.
El pensamiento de Lowendorff se fue a la deriva y volvió a sorber su cerveza mientras visitaba el pasado.
Tovah intentó traerle de nuevo al presente.
—Usted contrató a Manfred Müller. Actuó aquí. Fue un éxito.
—Un enorme éxito. Cada noche sólo quedaba sitio de pie. Venían espectadores de todas clases, desde todas partes. Manfred no tenía casi ningún fallo cuando representaba los movimientos de Hitler. Imitaba a Hitler en la cervecería de Munich dando órdenes. Imitaba a Hitler en la celda de su prisión dictando Mein Kampf a Hess. Hitler ordenando el incendio del Reichstag. Era terrible, para desternillarse de risa. El negocio nunca había ido mejor.
—Pero luego lo abandonó —le pinchó Tovah—. Sé que interrumpió sus actuaciones cuando todavía estaba en pleno apogeo. ¿Por qué lo dejó?
El viejo intentaba comprender lo que Tovah estaba diciendo.
—¿Dejarlo, dejarlo? No, no, él no lo dejó. Manfred Müller estaba en la cima del mundo, sí. Todo Berlín hablaba de él, hasta que le obligaron a dejarlo.
—¿Quién le obligó a dejarlo?
—Pues la banda de Hitler, claro. Una noche, después de su actuación, le estaban esperando. Cuatro hombres de la Gestapo de Göring, ¿o era de Himmler, entonces? Ya me he olvidado. Le agarraron, le metieron en un coche y se lo llevaron. Eso fue en la primavera de 1936. La última vez que vi a Manfred Müller.
Tovah estaba sentada al borde de su silla.
—Pero, ¿qué le pasó?
—Nunca más oí hablar de él. Se esfumó de pronto. Tal vez le mataron por su audacia. Quizá no. Tal vez sólo le hicieron callar.
O quizá, quizá simplemente pasó otra cosa. Un hombre que parecía Hitler, que podía imitar a Hitler a la perfección, podría ser útil para algo más.
—Y si vivió, ¿podría estar vivo aún? —preguntó Tovah.
—Podría ser, podría ser. Era una persona joven, tendría poco más de treinta años cuando le pillaron.
—¿Sabe usted quién podría saber lo que sucedió? —insistió Tovah.
—No, nadie, o quizá... —Lowendorff tembló un poco esforzándose por llegar a algún escondrijo de la memoria.
—¿Quizá? —le apuntó Tovah.
Parecía que Lowendorff había hecho algún descubrimiento en su exploración del pasado.
—Anneliese Raab. Era la ayudante de Leni Riefenstahl en las fotografías de las Olimpiadas de Berlín. Conoció al propio Hitler, Anneliese Raab, a través de Riefenstahl. Anneliese tenía unos dieciocho años. Solía venir a mi club a menudo a reírse de las bufonadas de Manfred Müller. Quizás ella le habló a Hitler de las imitaciones de Müller. Quizás Hitler le contó a ella lo que había hecho con Müller. Sí, sí, vaya a ver a Fräulein Raab.
—¿Tiene su dirección?
—Cualquier persona le dirá dónde encontrarla. Todavía es famosa. Sí, sí, Anneliese Raab es la persona que podría saber qué sucedió con nuestro imitador de Hitler.