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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (30 page)

—¿A qué edificio te refieres?

—A la Haus der Ministerien cerca del Muro.

—¿Quieres decir el edificio ministerial, el antiguo cuartel general de la Luftwaffe de Göring?

—El mismo —dijo Emily.

—¿Qué deseas saber sobre él? —preguntó Blaubach.

—Creo que una tercera parte resultó dañada en un bombardeo aéreo de los aliados antes de 1945, y que luego, cuando el gobierno de Alemania oriental lo ocupó, fue reconstruido.

—Sí, creo que así fue.

—¿Es posible saber cuándo lo repararon?

—Umm, sí, es posible —dijo Blaubach—. Dentro de unos minutos lo sabré. ¿Dónde puedo encontrarte?

—Mejor que vuelva a llamar yo —dijo Emily.

—Muy bien, vuélveme a llamar dentro de cinco minutos.

Emily se quedó impacientemente junto al teléfono, mirando a Foster, Kirvov y Tovah, que estudiaban sus menús. El perfil de Foster estaba fuertemente marcado y una vez más sintió el calor de su rostro y de su cuerpo. Pero no dejaría que esa sensación desvirtuara la excitación que sentía esperando la nueva llamada de Blaubach.

Habían pasado ya cinco minutos. Esperó que fueran seis y luego marcó otra vez el número de la oficina de Blaubach.

Éste respondió al teléfono inmediatamente.

—Creo que tengo lo que buscas. ¿Cuándo fue reparado y reutilizado el ministerio?

—Sí, por favor —dijo Emily.

—Fue reconstruido en 1952.

Tenía que estar segura.

—Ha dicho 1952. No hay error, ¿verdad?

—Ningún error. Fue construido originalmente para Göring en 1935. En 1944 quedó parcialmente dañado. Fue reparado y reconstruido en 1952. En los bloques de piedra de color más claro puede verse dónde se efectuaron las reparaciones.

—Sí y se añadieron unos cuantos elementos decorativos, un mural de azulejos de cerámica en la entrada, por ejemplo.

—No me acuerdo. Pero todos los añadidos y reparaciones se hicieron, desde luego, en 1952.

Su corazón volvía a latir con fuerza.

—Muchas gracias, profesor.

—Me alegra poder serte útil. Supongo que volveremos a hablar esta tarde, a última hora.

Emily colgó el aparato, dio media vuelta y se precipitó al café. Cuando se acercó a la mesa vio que los tres esperaban sus noticias.

No se preocupó por sentarse, tenía los nervios de punta y se quedó de pie.

—Traigo noticias increíbles —anunció—. El viejo Ministerio de Göring no se reparó hasta 1952. Fue entonces cuando se puso el mosaico de azulejos en el frontal. Sin embargo, Hitler lo pintó e incluyó el mosaico. —Se detuvo para coger aire—. Eso significa que Hitler sólo pudo haberlo pintado después de 1952. Siete años después de la segunda guerra mundial. Lo cual quiere decir una cosa.

Kirvov asintió, con su rostro eslavo sofocado por la revelación.

—Eso significa que Hitler estaba vivo al menos siete años después de la guerra, tal vez diez, tal vez veinte o más. Eso significa que Hitler podría seguir vivo hoy.

A las ocho y media de la tarde los cuatro estaban sentados en una mesa en medio del restaurante Kempinski, uno de los mejores de Berlín occidental.

—Tiene que ser uno de los mejores —dijo Foster abriendo la carta—. Fijaos qué precios.

—Y la decoración de la sala —añadió Tovah.

Sobre la rica mantelería blanca, bajo un candelabro dorado, brillaban los platos de porcelana del servicio y la cubertería de plata reluciente y pesada.

Foster cogió el scotch que acababan de dejarle delante.

—Propongo que brindemos por Emily.

Todos levantaron sus vasos.

—Por tu éxito mañana en el búnker del Führer.

Todos brindaron alegremente, y los vasos tintinearon.

Emily se sentía embriagada por su buena suerte. Tres horas antes, poco después de volver con Foster a su suite del Kempinski, había sonado el teléfono de la salita de estar. Era el profesor Otto Blaubach con buenas noticias. Su consejo acababa de conceder a Emily el permiso para excavar, no sólo en el jardín de la vieja Cancillería, sino también en el montículo de atrás que durante casi cuarenta años había ocultado lo que quedaba del búnker personal de Hitler. La excavación podía comenzar al día siguiente y durar una semana. Blaubach le había recordado su promesa de compartir con él y con el gobierno de Alemania oriental lo que descubriera de posible interés histórico o político.

En cuanto colgó el teléfono, Emily propuso celebrarlo con una cena, y ella y Foster reunieron a sus invitados.

Después de que los demás hubieran brindado con ella en el restaurante Kempinski por el éxito de la empresa, Emily se recostó en la silla con los nervios consumidos, y manifestó:

—Sí, lo reconozco, estoy asustada.

—No tienes que preocuparte absolutamente por nada —la tranquilizó Foster.

—Pero, ¿y si hay algo allí abajo?

—Emily, sospecho que no hay nada, ni el auténtico puente dental de Hitler ni el camafeo. Estoy convencido de que sigues la pista correcta. Lo que sucedió esta tarde en el Ministerio de Göring lo confirma.

Emily miró a Nicholas Kirvov que estaba sentado a su izquierda en la mesa del restaurante. Era una persona más bien reservada, aunque su tono se había animado sensiblemente durante el viaje de regreso de Berlín oriental. Ahora, observó Emily, volvía a estar impasible.

—¿Cómo te sientes, Nicholas, después de tu descubrimiento de esta tarde? ¿Ha terminado ya tu trabajo aquí?

Él pareció ponderar sus preguntas y meditar su respuesta.

—No está terminado del todo —dijo Kirvov—. ¿Quieres que te diga lo que pienso?

—Por favor —le pidió Emily.

—Es cierto, hemos descubierto que para haber pintado el óleo que yo poseo, Hitler no se habría podido matar en 1945. Habría tenido que estar vivo en 1952 o después. Esto es emocionante, desde luego, y de una enorme importancia. Pero todo depende de una cosa: de que Adolf Hitler en persona pintara el óleo con su propia mano.

—Tú examinaste el óleo después de adquirirlo —dijo Foster—. Estabas seguro de que lo había pintado Hitler.

—Y sigo creyéndolo —dijo Kirvov—. Sin embargo, lo que ha sucedido hoy socava ligeramente mi fe en la autenticidad de la obra. Desde luego, si Hitler la pintó, el anacronismo indica que Hitler estaba vivo en 1952 o más tarde, cuando se suponía que había muerto desde hacía siete años. —Kirvov se detuvo—. Si lo que sabemos es cierto, significa que Hitler vivió oculto después de su supuesta muerte. Significa también que en algún momento Hitler emergió de su escondite y se plantó delante del reconstruido Ministerio del Aire y pintó su óleo. Creo que no puedo imaginármelo corriendo ese riesgo. Esto me hace preguntarme si realmente pintó él el cuadro.

—Nicholas —dijo Emily—, imagina que no se plantó delante del edificio para pintarlo. Imagina que lo pintó a partir de una mala fotografía que alguien, quizás algún amigo, sacó del edificio. Tú mismo dijiste que en sus primeras épocas como artista Hitler realizaba la mayoría de sus bocetos y dibujos utilizando postales, simplemente copiándolas.

—Eso es cierto —reconoció Kirvov.

—Tal vez volvió a hacer lo mismo.

—Quizá —dijo Kirvov—. Sin embargo, para lo que yo necesito tengo que estar seguro de que la obra es realmente de Hitler. Necesito una prueba incuestionable.

Foster metió baza en el diálogo:

—Nicholas, seguramente ahora ya debes saber qué galería de Berlín vendió el cuadro al camarero que te lo cambió. Puedes ir a la galería y preguntar por su origen.

Kirvov suspiró tristemente.

—Rex, me siento avergonzado, pero he de reconocer que no sé todavía el nombre de la galería. Ése es mi problema. El camarero iba a enviármelo cuando llegara a su casa. No lo he recibido aún. —Kirvov buscó tanteando un habano en el bolsillo interior de su chaqueta—. Sin embargo, no he terminado. He decidido quedarme una semana más. La dedicaré a verificar la autenticidad del cuadro de Hitler.

—¿Cómo? —preguntó Emily.

—Continuaré buscando la galería de arte que se lo vendió al camarero.

—Debe de haber centenares de galerías de arte en Berlín occidental —dijo Foster.

—Sí, las hay —reconoció Kirvov—. Ya las he buscado en la guía telefónica y he visitado muchas. Pero hay columnas enteras. Por suerte, no necesito perder el tiempo visitando una por una. El camarero me dijo que compró la pintura en una galería del centro de Berlín Occidental, no lejos de la avenida principal. Supongo que quería decir no lejos de la Kurfürstendamm.

—Es lo más probable —dijo Foster.

—Lo cual reduce la zona a recorrer —dijo Kirvov—. Mañana por la mañana volveré a entrar y salir de unas cuantas galerías más enseñándoles mi pintura. Antes o después la encontraré. Si me convenzo de su autenticidad, significará que tú también sigues una pista correcta.

—Para mí supondría muchísimo —admitió Emily—. Y si puedo ser de alguna ayuda...

—No, no os preocupéis —dijo Kirvov resueltamente—. Seguid cada uno vuestro camino. Ya me las arreglaré para encontrarla yo solo. —Detuvo la mirada en la rubia israelí—. Y tú, Tovah, ¿qué vas a hacer?

—Sí, Tovah —añadió rápidamente Emily—. Desde anoche que intentas decirme algo. Siento haber estado tan ocupada en otros asuntos. ¿Quieres contármelo ahora, o preferirías...?

Tovah se puso a hablar con entusiasmo.

—No podía disimular que me moría de impaciencia por contároslo. Se trata del doble de Hitler. —Lanzó una mirada a las demás mesas y bajó el tono de voz—. Si tu teoría es correcta y puedes demostrar que Hitler sobrevivió, entonces un doble tenía que haber muerto en su lugar. Te dije que indagaría este tema. Y lo hice. —Sonrió alegremente—. Hitler tenía un doble, lo creáis o no. Podéis creerlo, porque es cierto.

Emily miró desconcertada a la muchacha israelí y no pudo menos que preguntar:

—¿Puedes demostrarlo?

—Ya lo he comprobado. Escuchad.

Con franco entusiasmo, Tovah les relató su búsqueda de un doble de Hitler en la persona de Manfred Müller, el imitador satírico de Hitler, y terminó hablando de su encuentro con Anneliese Raab, que había trabajado como ayudante en la filmación de la Olimpiada de Berlín.

—Anneliese me dijo que Müller tiene un hijo en Berlín —continuó Tovah—. Me va a conseguir una entrevista con él, Josef Müller. Tal vez él pueda decirme por fin qué sucedió con el doble de Hitler.

Emily parecía satisfecha, pero dijo preocupada:

—Has hecho un trabajo maravilloso, Thova. Pero... ¿qué pasaría si Josef Müller te dijera que su padre está sano y salvo y te llevara a verle?

—Entonces, me temo que habríamos perdido —dijo Tovah—. Un doble de Hitler que siga vivo no nos sirve como doble de Hitler incinerado junto al búnker en su lugar. Por otra parte, Josef podría decirme que su padre murió en 1945 en circunstancias extrañas e inexplicables.

Emily se volvió hacia Foster, que estaba a su lado, y cubriendo su mano con la suya le pidió:

—Rex, cuéntales a Nicholas y a Tovah lo de Zeidler.

Sin necesidad de que insistieran más, Foster se dirigió a Kirvov y a Tovah Levine. Les expuso los puntos más interesantes de su entrevista con Zeidler, y habló de la propuesta de éste de buscar el plano que faltaba del misterioso séptimo búnker en la prisión de Spandau. Foster quería ir a ver al director norteamericano de turno de la prisión dos días después.

Cuando se dirigió de nuevo a Emily dijo:

—Pero, desde luego, la tarea realmente crucial es la que comienza mañana por la mañana en torno al búnker del Führer. ¿Lo tienes todo preparado, Emily?

—Todo, creo que sí. El profesor Blaubach me prometió que los permisos estarían en regla, los permisos para que mi chófer Plamp y yo entremos con su coche en la zona de seguridad de Alemania oriental, los permisos para que el camión de la empresa constructora Oberstadt nos siga y para que el propio Andrew Oberstadt, con un equipo de tres hombres, lleve a cabo la excavación. Comenzaremos a las diez de la mañana.

—Y luego la suerte está echada. —Foster hizo señas al camarero para que les volviera a llenar las copas—. Bebamos por ti, Emily, esperando que des en el blanco.

A media mañana se encontraban en Berlín oriental.

Emily se sentía atenazada por la tensión. Estaba sentada sola, en el asiento trasero del Mercedes de Plamp, mientras avanzaban cautelosamente por Niederkirchner Strasse en dirección a la caseta de la guardia, vigilado por un centinela junto a la cancela electrónica de acceso a la zona fronteriza de seguridad de Alemania oriental.

Ya había estado allí una vez con Ernst Vogel para encontrarse luego con el profesor Blaubach en la entrada, sin embargo en esta ocasión se sentía más insegura, se sentía sola y vulnerable. Se inclinó hacia adelante y frunció los ojos mirando a través del parabrisas; notó que el recuerdo de su anterior visita se había desdibujado y que ahora todo estaba enfocándose con mayor nitidez.

Mientras el vehículo subía por la calle, se acercaba a la cancela y frenaba, Emily vio que estaban delante de media docena de guardias de Alemania oriental con uniformes verdes. Detrás de ellos, la verja se fundía de nuevo bruscamente con el Muro. Al aproximarse a la cancela, buscó con la mirada a Andrew Oberstadt con el camión y el equipo que iba a traer, compuesto por tres de sus mejores obreros de la construcción. El camión no se veía por ninguna parte, y Emily sintió un pinchazo de aprensión.

Se habían detenido varios metros antes de llegar a la fila de soldados que esperaban eficazmente armados, como pudo observar Emily, con metralletas colgadas al hombro. Plamp abandonó veloz el asiento del conductor para ayudar a Emily a bajar del coche.

En el momento en que se apeaba alcanzó a ver una camioneta Toyota azul que venía hacia ella. Reconoció que el conductor musculoso, corpulento y ceñudo era Andrew Oberstadt, con dos miembros de su equipo de excavación apretujados en la parte delantera de la camioneta y un tercer obrero agachado detrás.

Cuando la camioneta de Oberstadt estuvo frente al Mercedes, el propietario de la empresa constructora se asomó por la ventanilla de la cabina para llamar a Emily.

—Siento haber llegado tarde. Me retuvieron en el punto de control Charlie. Prácticamente desmontaron el camión. Pero aquí estamos, listos para empezar. —Indicó con la cabeza a los soldados—. Supongo que ahora tendremos que volver a pasar por lo mismo.

—Posiblemente —dijo Emily—. Veremos si han recibido nuestros permisos de entrada del profesor Blaubach.

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